miércoles, 2 de octubre de 2013

El Héroe Discreto - Mario Vargas Llosa

Quizá sea un poco tarde para tratar de descubrirle a nadie el singular universo narrativo de este fantástico escritor peruano, premio Nobel de literatura en 2010, otorgado «por su cartografía de las estructuras del poder y sus imágenes mordaces de la resistencia del individuo, su rebelión y su derrota», chúpate esa.

Pues algo de esto se refleja en su última novela, publicada este mismo año de gracia de 2013 y que he leído con placer. Ante todo, tengo que decir que es una novela, eso, complaciente, fácil y agradable de leer y que deja un regusto confortable, optimista y positivo. Una obra de menor riesgo y menos enrevesada que sus primeras y aventuradísimas incursiones en el terreno novelesco. Aquí retoma algunos de los personajes, de los modos narrativos y de los escenarios de obras anteriores, esta vez con más profesionalidad que pasión, pero con resultados igualmente sobresalientes. Nunca nos falla, el viejo maestro.

 
Compré la novela en Amazon. Si tienes un Kindle (todo lector debería proveerse de uno), es algo tan sencillo como buscar en su catálogo y hacer click sobre el libro deseado. En unos instantes lo tienes en tu dispositivo y puedes comenzar a leerlo. Si hubieras ido a comprar el libro de toda la vida, el de papel, a una librería, no te hubiera dado tiempo ni de bajar la escalera de tu casa. No es éste el lugar, pero algún día hablaré de los inconvenientes de la tienda digital, entre los que, hoy, sólo apunto su paupérrimo catálogo en español y el abusivo precio de las novedades, totalmente injustificable, teniendo en cuenta que los gastos de explotación no deben ser tan elevados como los del libro impreso. 

 
Volviendo a la novela, nos encontramos con dos historias convergentes, con dos protagonistas principales: Felícito Yanaqué, un empresario de transportes de Piura (ciudad al norte del Perú) y don Rigoberto (personaje de una novela previa, “Los cuadernos de don Rigoberto”), un abogado limeño. El primero es propietario de “Transportes Narihualá”, dedicada al reparto y a los ómnibus de viajeros, es razonablemente próspero y feliz, tiene esposa e hijos, una querida a la que ama y mantiene y un recuerdo, el de su padre difunto que le dio un único consejo: “nunca te dejes pisotear por nadie”. Su vida se verá trastornada cuando unos mafiosos traten de extorsionarle y él, siguiendo el consejo de su padre, decida no ceder, negándose a pagar la “protección” que le ofrece la banda de “la arañita”. Por su parte don Rigoberto en Lima, está dispuesto a jubilarse e irse de viaje cultural y de placer a Europa, cuando su octogenario jefe, Ismael Carrera, le pide un extraño favor: que haga de testigo en la boda de éste con su criada Armida. Rigoberto acepta y esta decisión lo pone en el ojo del huracán, mientras tanto, su hijo adolescente Fonchito, se encuentra con un extraño interlocutor, Edilberto Torres, que les dará a él y a su familia un sinfín de quebraderos de cabeza.

 
La trama del relato, algo laberíntica, no en vano éste se abre con una cita de Borges que se revelará muy relevante: “Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo”. Lo malo es que la vida transcurre en un laberinto en incesante expansión y todos acabamos perdiendo el hilo. O no sabiendo ya tirar de él. A Vargas Llosa no le ocurre esto en la novela, pero anda muy cerca. Me explico: la trama está construida a mitad de camino entre un thriller policíaco y un culebrón venezolano, entre la intriga detectivesca (¿quiénes son los extorsionadores? ¿Hasta dónde piensan llegar? ¿Serán descubiertos y castigados?) y la radionovela de Guillermo Sautier Casaseca, con Matilde Conesa y Pedro Pablo Ayuso, (¿quién es hijo, hermano o padre de quién? ¿Qué amores comenzarán apasionados y cuáles terminarán trágicamente o por despecho?) Vargas Llosa es un maestro consumado en estos lances (recuérdese “La tía Julia y El Escribidor) y cuenta con personajes de validez contrastada, que ha convocado de relatos anteriores (el sargento Lituma, la madrastra Lucrecia y el propio don Rigoberto), pero a veces da la sensación de que pierde el impulso. El nudo principal del argumento es desatado cuando aún quedan muchas páginas y el ritmo se resiente. Además el desenlace es bastante convencional y el hilo permite recorrer un laberinto, de algún modo, un poco amañado. Sólo hay un auténtico misterio en el libro y queda sin resolver (no diré cual para no hacer el “spoiler” y porque será obvio al lector).

Por otro lado, la historia está al servicio de la construcción ética de un personaje, el Héroe Discreto, o sea don Felícito, que es mostrado como un epítome de entereza, valentía y honradez. Hacia él son concentradas por la habilidad del autor todas nuestras simpatías y complicidades, bueno, pues a riesgo de parecer un aguafiestas, diré que a mí el tal Felícito me ha parecido, llegado al desenlace, un ser moralmente muy rígido, con su puntito de intransigente, ruin y cruel. No descubriré nada si digo que se trata de un relato con un fondo muy conservador: un espejo de la clase alta peruana para la propia clase alta peruana, que se mirará complacida en él y mientras, serán perdices y comerán felices. El tono ejemplar, positivo y casi religiosamente elevado de la novela, no creo que cale en clases sociales más desfavorecidas, ni del Perú ni de acá… O sí, porque por eso precisamente lo acaban siendo, ya que asumen los valores y modos de dominación de los más acomodados. En este sentido, el relato es un manual de urbanidad burguesa, bienintencionado y poco comprometido.

 
Llegados hasta aquí uno pensará que es una novela fallida o, por lo menos, con algunos puntos débiles, pues sí, pero no. Hay una faceta que la rescata sin ninguna duda. ¿Qué es lo que deslumbra finalmente? El rico, delicioso, sutil, maravilloso lenguaje y la perfecta estructura narrativa que lo acomoda. El aspecto formal, vamos. El idioma español se da un homenaje a sí mismo en cada nueva obra de este maestro peruano, insuperable a la hora de conciliar lo local y lo universal, la calle y la academia, incluso yo que nunca he visitado Latinoamérica, creía, en la ensoñación producida por la lectura, estar rondando aquellas callecitas, mientras los churres pateaban pelota, estar tomando un trago de chicha o de pisco, o un bocado en un chifa, mirando con aprensión a los uniformados cachacos, o mejor lanzando miraditas golosas al potito de las cholas que pasean la vereda (no soy ningún rosquete, che guá). Me ha quedado un párrafo de veras huachafo, propio de un turista huevón, pero qué le voy a hacer, en don Mario Vargas Llosa, la vernácula es música tan linda y pegadiza que uno se anima… Así que perdón.

 
Y qué decir de los párrafos que juegan con el tiempo, que lo voltean y lo reagrupan, creando sincronías y paralelismos de acción, unos modos de avanzar y retroceder en los acontecimientos, que son como arpegios de una pieza musical. Mejor no decir nada, nomás leer para creer.

 

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