Quizá sea un poco tarde para tratar de
descubrirle a nadie el singular universo narrativo de este fantástico escritor
peruano, premio Nobel de literatura en 2010, otorgado «por su cartografía de
las estructuras del poder y sus imágenes mordaces de la resistencia del
individuo, su rebelión y su derrota», chúpate esa.
Pues algo de esto se refleja en su última
novela, publicada este mismo año de gracia de 2013 y que he leído con placer.
Ante todo, tengo que decir que es una novela, eso, complaciente, fácil y
agradable de leer y que deja un regusto confortable, optimista y positivo. Una
obra de menor riesgo y menos enrevesada que sus primeras y aventuradísimas
incursiones en el terreno novelesco. Aquí retoma algunos de los personajes, de
los modos narrativos y de los escenarios de obras anteriores, esta vez con más
profesionalidad que pasión, pero con resultados igualmente sobresalientes.
Nunca nos falla, el viejo maestro.
Compré la novela en Amazon. Si tienes un
Kindle (todo lector debería proveerse de uno), es algo tan sencillo como buscar
en su catálogo y hacer click sobre el libro deseado. En unos instantes lo
tienes en tu dispositivo y puedes comenzar a leerlo. Si hubieras ido a comprar
el libro de toda la vida, el de papel, a una librería, no te hubiera dado
tiempo ni de bajar la escalera de tu casa. No es éste el lugar, pero algún día
hablaré de los inconvenientes de la tienda digital, entre los que, hoy, sólo
apunto su paupérrimo catálogo en español y el abusivo precio de las novedades,
totalmente injustificable, teniendo en cuenta que los gastos de explotación no
deben ser tan elevados como los del libro impreso.
Volviendo a la novela, nos encontramos
con dos historias convergentes, con dos protagonistas principales: Felícito
Yanaqué, un empresario de transportes de Piura (ciudad al norte del Perú) y don
Rigoberto (personaje de una novela previa, “Los cuadernos de don Rigoberto”),
un abogado limeño. El primero es propietario de “Transportes Narihualá”,
dedicada al reparto y a los ómnibus de viajeros, es razonablemente próspero y
feliz, tiene esposa e hijos, una querida a la que ama y mantiene y un recuerdo,
el de su padre difunto que le dio un único consejo: “nunca te dejes pisotear por
nadie”. Su vida se verá trastornada cuando unos mafiosos traten de
extorsionarle y él, siguiendo el consejo de su padre, decida no ceder,
negándose a pagar la “protección” que le ofrece la banda de “la arañita”. Por su
parte don Rigoberto en Lima, está dispuesto a jubilarse e irse de viaje
cultural y de placer a Europa, cuando su octogenario jefe, Ismael Carrera, le
pide un extraño favor: que haga de testigo en la boda de éste con su criada
Armida. Rigoberto acepta y esta decisión lo pone en el ojo del huracán,
mientras tanto, su hijo adolescente Fonchito, se encuentra con un extraño
interlocutor, Edilberto Torres, que les dará a él y a su familia un sinfín de
quebraderos de cabeza.
La trama del relato, algo laberíntica, no
en vano éste se abre con una cita de Borges que se revelará muy relevante: “Nuestro
hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo”. Lo malo es que la
vida transcurre en un laberinto en incesante expansión y todos acabamos
perdiendo el hilo. O no sabiendo ya tirar de él. A Vargas Llosa no le ocurre
esto en la novela, pero anda muy cerca. Me explico: la trama está construida a
mitad de camino entre un thriller policíaco y un culebrón venezolano, entre la
intriga detectivesca (¿quiénes son los extorsionadores? ¿Hasta dónde piensan
llegar? ¿Serán descubiertos y castigados?) y la radionovela de Guillermo
Sautier Casaseca, con Matilde Conesa y Pedro Pablo Ayuso, (¿quién es hijo,
hermano o padre de quién? ¿Qué amores comenzarán apasionados y cuáles
terminarán trágicamente o por despecho?) Vargas Llosa es un maestro consumado
en estos lances (recuérdese “La tía Julia y El Escribidor) y cuenta con
personajes de validez contrastada, que ha convocado de relatos anteriores (el
sargento Lituma, la madrastra Lucrecia y el propio don Rigoberto), pero a veces
da la sensación de que pierde el impulso. El nudo principal del argumento es
desatado cuando aún quedan muchas páginas y el ritmo se resiente. Además el
desenlace es bastante convencional y el hilo permite recorrer un laberinto, de
algún modo, un poco amañado. Sólo hay un auténtico misterio en el libro y queda
sin resolver (no diré cual para no hacer el “spoiler” y porque será obvio al
lector).
Por otro lado, la historia está al
servicio de la construcción ética de un personaje, el Héroe Discreto, o sea don
Felícito, que es mostrado como un epítome de entereza, valentía y honradez. Hacia él son concentradas por la habilidad del autor todas nuestras simpatías y
complicidades, bueno, pues a riesgo de parecer un aguafiestas, diré que a mí el
tal Felícito me ha parecido, llegado al desenlace, un ser moralmente muy
rígido, con su puntito de intransigente, ruin y cruel. No descubriré nada si
digo que se trata de un relato con un fondo muy conservador: un espejo de la
clase alta peruana para la propia clase alta peruana, que se mirará complacida
en él y mientras, serán perdices y comerán felices. El tono ejemplar, positivo
y casi religiosamente elevado de la novela, no creo que cale en clases sociales
más desfavorecidas, ni del Perú ni de acá… O sí, porque por eso precisamente lo
acaban siendo, ya que asumen los valores y modos de dominación de los más
acomodados. En este sentido, el relato es un manual de urbanidad burguesa,
bienintencionado y poco comprometido.
Llegados hasta aquí uno pensará que es
una novela fallida o, por lo menos, con algunos puntos débiles, pues sí, pero
no. Hay una faceta que la rescata sin ninguna duda. ¿Qué es lo que deslumbra
finalmente? El rico, delicioso, sutil, maravilloso lenguaje y la perfecta
estructura narrativa que lo acomoda. El aspecto formal, vamos. El idioma
español se da un homenaje a sí mismo en cada nueva obra de este maestro
peruano, insuperable a la hora de conciliar lo local y lo universal, la calle y
la academia, incluso yo que nunca he visitado Latinoamérica, creía, en la
ensoñación producida por la lectura, estar rondando aquellas callecitas,
mientras los churres pateaban pelota, estar tomando un trago de chicha o de pisco,
o un bocado en un chifa, mirando con aprensión a los uniformados cachacos, o
mejor lanzando miraditas golosas al potito de las cholas que pasean la vereda
(no soy ningún rosquete, che guá). Me ha quedado un párrafo de veras huachafo,
propio de un turista huevón, pero qué le voy a hacer, en don Mario Vargas
Llosa, la vernácula es música tan linda y pegadiza que uno se anima… Así que
perdón.
Y qué decir de los párrafos que juegan
con el tiempo, que lo voltean y lo reagrupan, creando sincronías y paralelismos
de acción, unos modos de avanzar y retroceder en los acontecimientos, que son
como arpegios de una pieza musical. Mejor no decir nada, nomás leer para creer.
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