Luego reflexiono y caigo en la cuenta de
que, en realidad, siempre quieren vendernos algo y, haciendo uso de los
principios de la publicidad, tratan de engatusarnos para colarnos los mensajes
que les permiten mantener a salvo el negocio ganadero, en el que no nos toca
otro papel que el de reses malamente apacentadas.
Viene esto a cuento del uso y abuso de la
palabra “ciudadanos” con la que, de modo gratuito, parece derramarse sobre
nosotros una gracia que no sé si merecemos. Por lo menos yo, voy a confesar que
no me siento acreedor a tan indiferenciada distinción, al no haber sido
agraciado con una educación que catalogue nítidamente mis derechos y
responsabilidades, al no haber sido objeto de una pedagogía que canalice y
reclame mi participación en alguna, hoy por completo imprecisa, empresa
colectiva. El uso y abuso del citado término ha producido un gracioso fenómeno:
todos los demás parecen peyorativos. En inglés usan el término “people”, que a
mí me parece bastante neutro. Aquí, “gente” se considera un poco así como
ramplón y vulgar, se teme que haya escasa distancia entre gente y gentuza.
Todos ciudadanos.
Por tal motivo, se trata de una categoría
por completo otorgada a sujetos de una inanidad absoluta. Luego en los medios a
los que en párrafos anteriores atendía, hablan de los barones, subrayo la
palabra porque no es casual, barones autonómicos de tal o cual partido y
tan feudal terminología me devuelve a la realidad: somos súbditos o, en el
mejor de los casos, plebeyos sometidos, como siempre en este país, a una
caterva de patricios cuya incombustibilidad, privilegios e impunidad se
disimulan peor cada día que pasa. Mi amigo el Resentido me dice que ciudadanos
son los de Francia, que tuvieron los arrestos de cortarle la cabeza a un rey,
sacudiéndose una tutela de la que aquí disfrutábamos hace cincuenta años en
crudo y ahora, en maquillado.
Ser “ciudadano” sería pues el resultado
de una dura lucha y de un arduo aprendizaje, de una tensa vigilia y de un
prolongado entrenamiento. Pero claro, esto es muy pesado: imaginemos el tedio
de controlar a nuestros representantes, exigirles vigilantemente explicaciones
de por qué legislan lo que legislan, en qué se gastan lo que se gastan, cómo se
han articulado consensos para armonizar intereses contrapuestos… Todo lo cual
sería muy denso, habría que
articular la exigencia de una carga de veracidad y de lealtad que nuestra
“clase política” está muy lejos de detentar, ¿ y qué hacemos? Pues conformarnos
sin más con el halagador discurso en el que todo, de nuevo, nos es otorgado y,
como decían los antiguos romanos, ¿quién vigila a nuestros guardianes? Pues
nadie, que se vigilen entre ellos y luego nos asombra que, en lugar de
vigilarse, se ponen de acuerdo para perpetuar su ordeño.
Ciudadanos. Vaya encargo. Marchemos todos
y yo el primero por la senda que nos encamina al redil, que si fuéramos
ciudadanos, no podríamos eludir el pago de impuestos y, peor aún, habríamos de
preocuparnos en determinar y controlar a qué se destinan. Es mucho más sano
reivindicar el papel de plebe, de chusma, sumerjámonos en las turbas
vocingleras, integrémonos en la cultura de nuestro pueblo (seamos pueblerinos
aragoneses, asturianos, vascos, catalanes…).
Encontré un artículo que había escaneado
hace unos años, por desgracia a muy poca resolución, de modo que casi cuesta
leerlo. Pero lo recomiendo muy encarecidamente. La lucidez de que hace gala el
profesor y escritor Antonio Escohotado, retratando nuestro laberinto político
en una instantánea de hace nueve años, perfectamente extrapolable a la
actualidad, me parece muy aguda, muy didáctica y muy iluminadora. Ahora eso sí,
es denso. Reconozco que los trolls
de Twitter son ciudadanos más divertidos.
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