Releo esta novela, uno de los
libros-fetiche de mi juventud, y me doy cuenta de que se trata de una historia
de una tristeza, más que terminal, desesperada. Es curioso, la primera vez que
la leí me pareció tan graciosa como absurda. Me partía de risa, vamos.
Boris Vian (1920-1959) publicó esta
novela en 1950, pero aquí, gracias a la censura que preservaba nuestros castos
ojos y entendimientos de estas estridencias de erotismo, violencia,
inmoralidad, burla política y ateísmo, no se editó hasta casi treinta años más
tarde. La inefable Bruguera (Libro Amigo) dio a conocer una obra que no había
perdido un ápice de su vigencia (yo creo que aún la había ganado). Y aún ahora
parece que, no sé por qué motivo, Vian vuelve a ponerse un poco de moda (otra
vez), así que me animo a hablar un poco de “La Hierba Roja”.
Esta novela, junto con “La Espuma De Los
Días” (llevada al cine hace poco por Michel Gondry) y “El Otoño En Pekín”,
forman una no declarada trilogía: son grotescas y absurdas historias de amor y
de muerte, tan humorísticas como desesperadas, síntesis de lo que de
maravilloso y terrible a la vez hay en la vida y en el destino del ser humano.
En las tres, el protagonismo recae en una doble pareja de jóvenes enamorados,
uno de cuyos personajes masculinos es, parece ser, un trasunto del propio
autor, que también murió joven y a quien también aterrorizaba el aburrimiento…
Si conoces cualquiera de los tres títulos y te ha gustado, deberías acometer
los otros dos. Si te ha desagradado, pues ya tienes bastante.
Amén de algunas otras vanguardias
literarias, el existencialismo y las concepciones surrealistas influyen en
estas novelas. A pesar de su carácter de literatura un tanto experimental, son
obras entretenidas y asequibles: sólo exigen del lector dejar a un lado algunos
prejuicios y algún exceso de lógica racionalista, pudiendo así acceder a una
corriente lógica más profunda, más propia de lo inconsciente, cuya coherencia
alternativa desentraña Vian con singular pericia. En todo caso, una dramática
diversión está asegurada. En todos estos relatos de Boris Vian, se manifiesta
de modo diáfano, la indisoluble dualidad del erotismo y la muerte, la carga de
violencia autodestructiva de la que somos portadores y una desternillante mala
leche para poner en cuestión todo tipo de valores: religiosos, éticos,
educativos, utilitarios, sociales… Al final, solo queda sin demoler, como un
cerro testigo, un vitalismo individualista cargado de una obligación muy
simple: respirar, latir, buscar el sol y el aire fresco, seguir los impulsos
elementales, no resistirse a los deseos.
El estilo de Vian es ágil y dinámico y se
engalana febrilmente con chistes absurdos, vocablos inventados, imágenes
imposibles, dobles sentidos, juegos de palabras y comparaciones y metáforas
disparatadas (un ejemplo, “nubes veloces, que se perseguían unas a otras como
la policía a los huelguistas, ocultaban por momentos el sol”). Algo de todo
aquello se pierde inevitablemente en la traducción, de modo que habría que
leerlo en francés, pero aun así es ligero, accesible y divertido (de muerte).
En “La Hierba Roja” Wolf, el
protagonista, es un ingeniero (como lo era el propio Vian) que, junto con su
ayudante Saphir Lazuli, ha inventado una misteriosa y amenazadora Máquina. Wolf
está casado con Lil y su ayudante tiene como pareja a la hermosa Folavril. Los
amores de Lazuli y Folavril se ven perturbados, porque él ve un hombre de
aspecto triste, vestido de oscuro, que le mira con desaprobación, siempre que
abraza a su amada. Ésta visión/obsesión le perseguirá toda la novela y será uno
de los desencadenantes de la tragedia.
Tampoco es que Wolf esté mucho mejor que el
pobre Lazuli, (en cambio, se esgrime una curiosa y convincente razón por la que
las mujeres son más fuertes). Wolf quiere deshacerse de todos sus recuerdos,
pues “es insoportable, tener que arrastrar contigo lo que has sido en el pasado”.
Y así nos enteramos de para qué sirve la ominosa Máquina: “Está hecha para
olvidar, pero antes tienes que recordarlo todo. Sin omitir nada. Con más
detalles aún. Y sin sentir lo que sentías entonces.” Así se lo explica a su
ayudante, que quiere saber qué ocurre en la cabina de la Máquina: “Desde allí
dentro, se ven las cosas tal como fueron. Eso es todo.”
Capítulo a capítulo, Wolf emprenderá la
revisión y el borrado de toda su memoria: infancia, familia, religión,
estudios, amores, pasiones… Poco a poco, la Máquina se va volviendo más
peligrosa e incontrolable, convirtiendo a Wolf en un hombre sin recuerdos. Una
experiencia que Wolf creía que, tal vez, podría llevarle a una vida más nítida
en el puro y perfecto presente y, en cambio, le lleva… a la nada.
Pero mientras se incuba el desastre,
asistimos a una descacharrante inauguración de la Máquina y a una melancólica
fiesta posterior en la que “Wolf se aseó un poco antes de regresar a la sala
donde los demás bebían y bailaban. Se lavó las manos, se dejó bigote, constató
que no le favorecía, se lo afeitó inmediatamente y se anudó la corbata de otra,
más voluminosa, manera, ya que la moda acababa de cambiar. Luego, aun a riesgo
de que le resultara chocante, enfiló el pasillo en sentido contrario. Al pasar,
hizo oscilar el fusible que servía para dar variedad a la atmósfera durante las
largas noches de invierno. Debido a ello, la iluminación fue reemplazada por
una emisión de rayos X de baja potencia, despuntados para mayor precaución, que
proyectaban sobre las paredes luminiscentes la imagen ampliada del corazón de
los que bailaban. Por el ritmo de los latidos se podía ver si amaban a su
pareja.” Maravilloso e inquietante.
He de confesar que, como profesor joven
que fui cuando leía esta corrosiva novela, me impactó especialmente la diatriba
de Wolf/Vian contra la educación reglada, en unos párrafos de una virulencia
enorme y de una lucidez incuestionable, que transcribo íntegros a continuación
(para que no se me olviden):
“Dio un golpe al escritorio con la palma
de la mano. -Mire -dijo-. Este viejo escritorio. Todo lo que rodea a los
estudios es así. Cosas sucias y polvorientas. Pintura que cae de las paredes.
Bombillas cubiertas de polvo y de cagadas de mosca. Tinta por todas partes.
Mesas llenas de agujeros hechos con la navaja. Vitrinas con pájaros disecados y
roídos por los gusanos. Laboratorios de química que apestan, gimnasios
miserables y mal ventilados, escorias de hierro en los patios. Y viejos
profesores estúpidos. Unos chochos. Una escuela de chochez. La instrucción… Y
todo esto envejece mal. Se convierte en lepra. Se desgasta la superficie y se
ve lo que hay debajo: mierda.”… … …
“- Envejecer no es una tara -dijo el
señor Brul. - Sí -respondió Wolf-. Deberíamos avergonzamos de nuestro
desgaste. - Pero si a todo el mundo le ocurre lo mismo -objetó el señor
Brul. - Y no tiene ninguna importancia -dijo Wolf-, si se ha vivido. Pero
de lo que me quejo es de que se empiece por envejecer. Mire, señor Brul, mi
punto de vista es simple: mientras exista un lugar en el que haya aire, sol y
hierba, tenemos la obligación de lamentar no estar allí, sobre todo si somos
jóvenes.” … …. …
Más adelante, sigue: “- No se vive impunemente – dijo -
en un tiempo dividido en compartimientos sin caer en un fácil gusto por un
cierto orden aparente. Y qué más natural, después, que extenderlo a todo lo que
te rodea… - Nada más natural -dijo el señor Brul-, aunque sus dos
afirmaciones sean en realidad características de su manera de ser y no de la de
todos, pero sigamos. - Acuso a mis maestros -dijo Wolf- de haberme hecho
creer, con sus enseñanzas y las de los libros, en una posible inmovilidad del
mundo. De haber hecho que mis pensamientos se estancaran a un determinado nivel
(nivel que por otra parte, ni ellos eran capaces de definir sin
contradicciones), y de haberme hecho pensar que algún día, en algún lugar,
podía existir un orden ideal. - Pero esto es una creencia alentadora -dijo
el señor Brul-, ¿no le parece? - Cuando se da uno cuenta de que no lo alcanzará
jamás -dijo Wolf-, y que hay que delegar su disfrute a generaciones tan lejanas
como las nebulosas del cielo, este aliento se convierte en desesperación y se lo
precipita a uno al fondo de sí mismo como el ácido sulfúrico precipita las
sales de bario, para explicarlo en un lenguaje escolar.”… … …
E insiste,
acusando al sistema, “de su chochez. De su propaganda. De sus libros. De sus
aulas que apestan y de los tontos de la clase que se pasan el día
masturbándose. De sus lavabos llenos de mierda y de los alborotadores
solapados, de los alumnos de la Escuela Normal, verdosos y gafudos, de los del
Politécnico, llenos de presunción, de los de la Central, almibarados de
burguesía, de los médicos ladrones y de los jueces deshonestos… qué porquería…
yo me quedo con un buen combate de boxeo… también está amañado, pero por lo
menos es divertido.”
Por si su filípica no me hubiera abatido
del todo, remacha: “más nos valdría aprender a hacer el amor correctamente que
devanarnos los sesos delante de un, libro de historia.”
Menos mal que he dicho que es un libro de
humor (no hay nada tan serio como el humor, ni tan lúcido como lo absurdo).
Pese a todo, la hierba roja es suave y las florecillas blancas que la coronan
son como la espuma (de los días).
esperaba que hablaras del final, no me quedo muy claro que fue lo que paso
ResponderEliminarWolf, sin memoria, se pierde en la nada. Folavril y Lil se van juntas... esos son los hechos las interpretaciones puuuuf
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