La verdad es que hacernos yeyés, por una
parte nos llevó una buena temporada de adaptación y por otra, no fue una idea
nada original. Los treinta y dos alumnos de cuarto de bachillerato, cuatro
octetos de maromos malolientes y acneicos, parecíamos poseídos por la misma
ansia de modernización, en la que el sector pijo tomó con presteza una neta
ventaja, ocasionada por su mayor disponibilidad de efectivo. Mi “paga” de
entonces consistía en cinco duros a la semana, el cine costaba tres y un disco
sencillo, el bien más preciado en aquellos días en que queríamos dejar atrás a
Marisol, a Manolo Escobar y a Joselito, costaba veinte duros, así que
ahorrábamos y lo comprábamos entre varios. Como además yo no tenía, ni mucho
menos, uno de aquellos voluminosos y crepitantes tocadiscos de maleta, los
discos que se habían comprado con mi colaboración, eran valiosos pero inciertos
bienes colectivos, cuya escucha tenía lugar siempre en casa de algún amigo,
pues se solía dar el caso de que su familia estuviera en situación más
desahogada que la mía: nosotros aún no teníamos ni siquiera un televisor, otro
de los enseres más ambicionados por las familias de aquella época de sabañones
y juanetes, de estrecheces y letras mensuales.
Aquél curso hubiera sido también opaco en
mi memoria, de no ser por unos cuantos indicios y movimientos, que luego darían
paso a mi breve incursión en determinadas ambiciones vitales. Por lo pronto, me
cambié de amigos. Rivero, Zaborras y mis otros compañeros de fútbol callejero y
trastadas predelictivas, tardaban en asimilar el ideario yeyé: meses después de
apuntarnos a la nueva moda, su garrulería permanecía intacta. Zaborras, como he
dicho, se había quedado atrás y ya no iba a nuestro curso. Nos veíamos poco,
fuera del patio de recreo, donde jugábamos a “Churro, media manga o manga
entera”, un juego masculino y brutal, que entonces hacía furor. Sus costumbres,
para conmigo, eran cada día de mayor abuso y desconsideración: había dado el
estirón antes que yo, en altura y en anchura, en tanto que yo me había dejado
crecer un flequillo con el cual creía asemejarme a Ringo Starr, aunque más bien
me parecía, decían, a una hermana pequeña y fea que el famoso Beatle hubiera
podido tener. Cada vez que el animal de Zaborras me veía, cosa que ocurría
todas las mañanas en el patio del instituto, me cogía fuertemente del pelo (por
supuesto, también corría más que yo), me doblegaba, encaminando mi nariz hacia
sus ciclópeos glúteos y se echaba un pedo sonoro y nauseabundo, reteniendo mi
napia medio aprisionada en la canal de su repulsivo trasero. Cuando estaba
totalmente seguro de que yo había disfrutado hasta la última brizna de su
fétido vapor, me soltaba entre risotadas, gritando siempre la misma despedida:
“¡El pelo largo es de gachís!” y me largaba un puntapié, con tan jovial
ferocidad, que un día perdió el zapato que quedó medio incrustado entre mis doloridas
nalgas. Cómo hacía, el muy cafre, durante meses y meses, para tener una
ventosidad preparada para mi almuerzo, es algo que nunca llegué a saber, pues
al curso siguiente desapareció del centro. Dijeron que lo habían metido en un
internado, pero luego me enteré de que había ido a parar a una especie de
reformatorio, pues, en aquella época severa, no se disculpaba al que robaba en
las tiendas con asiduidad, salvo que estuviera detrás del mostrador.
En cuanto a Rivero, le sobrevino el estar
todo el día “cachondo”. Como yo era un tanto ignorante y mi despertar a las
pulsiones de la vida en el ámbito sensual, se hallaba todavía en la claridad
incierta que precede al amanecer, no acababa de entender su metamorfosis. Un
día, tras la clase con la Giner, una joven y severa profesora de latín,
ayudante de don Marcelino, alta, morena y que, en opinión de Rivero, estaba
“como un tren”, poseído de un extraño fervor, pintó en un balón de baloncesto
alrededor de la válvula, con un bolígrafo, algo que quería dar a entender una
maraña de pelos ensortijados. “Así debe de ser el chocho de la Giner”, decía, y
se frotaba el balón por la ingle, hasta que le daban como unos calambres y se
quedaba quieto, encogido y gruñendo, un rato.
Con estos y otros majaderos andaba, cuando
me vino dios a ver. Había un tío bastante majo y simpático en mi clase, que me
parecía interesante porque también era lector y sacaba buenas notas sin
esfuerzo aparente… Además era divertido, hacía los mejores chistes sobre los
profesores y siempre estaba de chufla. Dos detalles nos distanciaban: él era
deportista y de familia pija y yo, no y no.
¿Sabéis quién era? Sí, el hijo del director que había sustituido en el
banco Hispano Ansotano al pobre finado don Gregorio. Se llamaba Chus y nos
íbamos tratando, pero no quedábamos porque siempre tenía que ir a entrenar a
baloncesto, balonmano, balón volea y balón pollas en vinagre: era el
depositario del honor competitivo del instituto. Con tan mala suerte que, en
una salida, en la que fue a jugar a balonmano contra los dominicos en Zaragoza,
uno de aquellos adversarios como armarios, le cayó en plancha sobre el talón
que tenía apoyado y le hizo astillas todos los huesos del tobillo. El pobre fue
intervenido por los traumatólogos más feroces, provistos de su arsenal de
sierras, tenazas, mazos y berbiquíes, dos operaciones seguidas, faltó mes y
medio a clase y cuando ya especulábamos sobre si acabaría echando carreras con
Germán, nuestro tullido bedel, hete aquí que reaparece Chus en persona, un buen
día, con cara de amargado y dos muletas. Una vez que todos se hubieron
interesado por él y por su más que evidente sufrimiento, y se hubieron saciado
con los detalles más macabros de su desdichado percance, el pobre fue a dar a
los inmundos lavabos de los chicos. Allí relegado, se convirtió en una silueta
abandonada, que atisbaba por la ventana nuestros animados y saludables juegos.
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