Hace treinta años, cuando fui a pasar mis
diez primeros días de vacaciones de verano a Benasque, me encontré con un
entorno rural que comenzaba a ser tocado por el rey Midas del desarrollo
turístico. Su sabor tradicional no había desaparecido todavía bajo la maraña de
apartamentos, segundas residencias y remodelaciones urbanísticas. Bien es
verdad que de “encanto” o de “sabor” no se vive y, en líneas generales, los
servicios han mejorado mucho. Además un notable patrimonio arquitectónico ha
sido preservado.
Pero, pese a esta consciencia, el
vertiginoso, incluso en algún momento, explosivo crecimiento de la construcción
y la incesante ampliación del coqueto casco urbano primigenio, ha dado lugar a
disfunciones, esparciendo aquí y allá la característica fealdad de nuevo cuño y
llevándose algunas de esas imágenes que me gustan a mí: rincones residuales, donde
el tiempo se detiene entre lo meditativo y el abandono, lo inmemorial y lo
agreste… Normalmente, cuando se “arreglan” las casas, este encanto inmaterial
se pierde, el “confort” se lo lleva a un lugar melancólico de la memoria de los
que lo apreciaron y al olvido de todos los demás.
Pero bueno, aún he recogido una buena
gavilla de imágenes, puertas y ventanas, que tienen ese algo del que hablaba y
que no sé muy bien lo que es.
Empiezo con el portal de la iglesia de
Anciles, en una especie de recinto mágico y silencioso al que se accede por el
arco que se ve a ala izquierda. Anciles es una umbría aldea de piedra, situada
a menos de dos kilómetros de paseo desde Benasque, por una carreterita que
sería una delicia de no ser por la sempiterna prisa de los conductores.
Aquí nos descansamos en un apacible rincón con una especie de hornacina y una jardinera hecha con una rueda de molino (para comulgar).
Este portal de Anciles da acceso a un patio. Cuando lo fotografié tuve una fantasía recurrente: el portal que se ve al fondo, da acceso a un patio con un portal al fondo, que da acceso a otro patio con un portal al fondo...
Las hiedras rodean la ventana que parece emerger de ellas, como de una selva de trepadoras que ha devorado la casa. La ventana se ha abierto paso aleteando con los postigos.
Los pasos perdidos conducen a otra puerta sin señas, que no sabemos cuanto tiempo lleva cerrada. Nada nos impide pensar que muchísimo.
De regreso a Benasque capital, fotografío la puerta de la iglesia. El lucernario tan abocinado me recuerda el ojo de un cíclope, sobre el espacioso y elegante arco (la boca).
Éste es mi portal favorito, con dos escudos, uno en la clave y otro sobre el propio arco, que anuncian que, tras el portón, ofrecen el doble de hidalguía. Destaca también, la puerta claveteada que, a juzgar por su color, da acceso al mismísimo reino de la aterciopelada noche (y, sin embargo, es la claridad del día lo que se filtra por ella).
Sobrevolada por un ventanuco con el postigo cerrado y trabada por dos candados, uno cuya cadena se asemeja a la de un gigantesco reloj de bolsillo y el otro, en los bajos, pareciendo el de un cinturón de castidad, ésta muy rústica portada, es de una solemne nobleza, un poco venida a menos: el enlucido se ve un poco deslucido y está tan obstinadamente clausurada que rehuía mi objetivo y no pude centrarla.
En ocasiones se ha rehabilitado con conciencia y aquí el portón conserva su alma y el ritmo de sus líneas: cuadrado-redondo-cuadrado. El pavimento es otro punto a favor.
Y vale de fotos por hoy, aunque hay tantas puertas (y ventanas) sugestivas por este valle, que amenazo con volver el día menos pensado.
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