martes, 28 de enero de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 20

Tal vez de una manera interesada, un día me compadecí de él y fui a hacerle compañía a su solitario refugio frente a los urinarios. Junto al radiador, bajo la ventana que daba al soleado patio de recreo tuvimos, a partir de entonces innumerables conversaciones sobre todo lo divino y lo humano, que acabaron convirtiéndonos en almas gemelas. Resultó que estábamos leyendo el mismo libro, una novela neoclásica titulada “Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes”, del padre Isla, una obra muy apreciada entonces por los jóvenes empollones, pues encontrábamos muy gracioso su lenguaje y su léxico y nos permitía acrecentar nuestra pedantería de seres muy leídos. Ahora que él no podía seguir decantándose por el deporte (de hecho, dudaban acerca de si volvería a caminar bien), resultó que compartíamos todo tipo de aficiones: éramos medio artistas, medio científicos, medio poetas, medio músicos yeyés y más que medio ingenuos y bobos (pero esto último, sólo lo sabían los demás, nosotros lo ignorábamos, gracias al cielo). Charlábamos acerca de la temible reválida de Grado Elemental de junio, un examen con el que todo el estamento docente se gozaba en atemorizarnos, de que el próximo curso elegiríamos Ciencias, como alumnos buenos que éramos, de que, en ese futuro inmediato y fascinante, iríamos a la misma clase con chicas, esos seres misteriosos que eran depositarios a nuestros ojos de todas las maravillas imaginables: la belleza, la delicadeza, el atractivo y otras cosas de todavía mayor enjundia y más enigmáticas. Chus no solía estar tan cachondo como Rivero, pero no cabía duda de que el bello sexo y sus inauditas posibilidades eran su tema favorito. En estas andábamos, cuando entró Biela, el profesor de Física en los lavabos, se situó de espaldas a nosotros, encajado en un urinario y comenzó a aliviar una copiosa micción. Esto nos dejó un poco cortados, pues en aquel entonces, los profesores eran para nosotros seres sobrehumanos y no podíamos imaginar que fueran víctimas de necesidades fisiológicas. Pero el colmo de nuestro asombro llegó cuando, a renglón seguido, abrió el grifo del lavabo y se lavó esmeradamente las manos. A continuación salió, dedicándonos un discreto, casi imperceptible saludo. Nosotros, a duras penas, podíamos reprimir las risotadas que estallaron cuando creímos que habría alcanzado la sala de profesores:

 - ¡Se lava las manos después de mear! ¿Es que tiene asco de su propia polla?

 - ¡Igual es que se las ha manchao de pis! Se le habrá escapado entre los dedos.

 - ¡O igual tiene lepra en la picha!

 - No seas repulsivo. Lo más probable es que le dé repugnancia el olor de su orina rancia o, vete a saber, igual sólo llevaba una costra de tiza en las manos.

Unas carcajadas entrecortadas como cacareos, que tan sólo evidenciaban nuestra necedad y patanería compartidas, fueron como las vigas maestras que apuntalaron la mutua amistad en los años siguientes.

 
Poco tiempo después conocí a su otro amigo fetén, que durante el curso próximo vendría con nosotros al instituto, pues en los Escolapios, donde estudiaba ahora, solo se podía cursar el Bachillerato Elemental. Se llamaba Josemari. Era el hijo del dentista y nos caímos bien de inmediato, porque él también llevaba el pelo largo y, la primera vez que nos vimos, me comentó:

 - Mi padre es un cafre: a los del seguro les arranca las muelas sin anestesia. Y a mí, ¿sabes qué me dice? “Llevar los pelos largos es de gachís. A ti acabará cayéndosete la minga, Josemari, te lo digo como médico: los mariquitas estáis enfermos.”

Algo más adelante, ya gritaba en el Paseo, a los oídos de un grupo de chicas sentadas en un banco:

 - ¡Josemari, Chus y Pinchaúvas, los tres mosqueteros! Chicas, ¿queréis ver los mosquetones?

A mí me hacía pasar un poco de vergüenza, pero Josemari era así, extrovertido hasta la muerte (de su dignidad, por lo menos).

Corría ya el buen tiempo amenizando un recreo soleado y primaveral, en el que los cantos de los pájaros se percibían apenas, tras los alaridos de gozo y los rebuznos de urgencia de centenares de púberes gozosos, cuando vinieron las chicas de la otra clase, con el cuento de que ellas también querían jugar a Churro, media manga o manga entera. A Chus, que hacía de “madre”, porque aún estaba recién desescayolado y convaleciente, casi le da un ataque de risa:

 -A “Churro”, vosotras, no me digas, si os ibais a escachar con el peso de un cachorro que os saltara encima…

Para tratar de explicar al lego la sorpresa de Chus, resumiré el juego diciendo que se formaban dos equipos de tres a cinco jugadores, compensados en talla y peso; más uno que hacía de “madre”, el cual era a la vez, cabecera y soporte de los que la “pagaban” y árbitro de la contienda. El equipo que la pagaba, formaba una cadena, lo más sólida posible, de jugadores agachados y trabados: el primero, se sujetaba en la “madre” y los siguientes cogían al anterior con firmeza de los muslos y metían la cabeza por entre su entrepierna, con lo que se articulaba una especie de tren de maromos agachados. Los del otro equipo saltaban entonces, de uno en uno, sobre las chepas y riñonadas de los que la pagaban y, cuando todos estaban instalados en lo alto, el último gritaba “¡Churro media manga o manga entera!” situando una mano sobre la muñeca (churro), el codo (media manga) o el hombro (manga entera) del otro brazo. Si el jefe del equipo que la pagaba, lo adivinaba, por ejemplo, decía “!Manga entera!”, que era la mano sobre el hombro contrario, las tornas se cambiaban y los, hasta entonces, cabalgados, cabalgaban a su vez sobre el otro equipo. Era un juego físico y rudo, donde los que la pagaban, a veces, se escachaban bajo el peso del equipo rival, lo que motivaba, de modo inmisericorde, que volvieran a pagarla. Si alguno de los saltadores se caía, se escurría o tocaba suelo, era su equipo el castigado y tenían que poner sus lomos a disposición del peso de sus adversarios.

 
Tanto porfiaron las chicas que, al final, Chus cedió, diciendo:

 - Va, chicos contra chicas.

 - Ya, pero vosotros la pagáis. Y cuando nos toque a nosotras, elegimos qué chicos saltan, que no es lo mismo que te caiga encima Pinchaúvas, que debe pesar como un gatico, que Sánchez…

Y todas y todos se rieron, menos Sánchez que se puso colorado.

Y allí estuvimos jugando, tan ricamente, por primera vez, chicos y chicas juntos, lo cual entonces representaba una deliciosa transgresión. Pero la segunda vez que me tocó saltar, me pasó algo un poco extraño: caí sobre Fefa, una rubia rellenita que, pese a que la acabo de nombrar, cuando salté aún me faltaban cuatro meses para saber cómo se llamaba. El caso es que, al tacto mullido, cálido y agradable de su espalda, una cosa que apenas la rozaba se me puso muy muy dura y crecida, como, recordé, aquellas veces le había pasado a don Gregorio en el cine.

Por supuesto, se lo comenté, más tarde, a mis dos amigos y Josemari me palmeó con efusividad en el dorso:

 - Tienes suerte, chaval. Esta es la prueba de que, aunque lleves el pelo largo, no eres maricón. Un día de éstos tengo que enseñarte a cascártela.

 
La reválida llegó y la reválida pasó y no había sido para tanto: nos habían preparado a conciencia, adiestrándonos para un examen que, en definitiva, todos los años venía a ser el mismo. Así que, si te habían entrenado hasta la náusea, como habían hecho con nosotros, lo pasabas con facilidad. De modo que aprobé con buena nota y mantuve la beca. El buen tiempo había arreciado y todo eran parabienes y planes para las vacaciones.

 - Esto hay que celebrarlo, - dijo Chus – ya os puedo invitar a un trago.

 - ¿Dónde nos van a poner ese trago que dices, a unos pedorros de catorce años, Chusefino? – le objeté.

 - Vámonos al bar de Serafín, - dijo Josemari – ese tío se lo monta de puta madre, y encima tiene buena música en la Sinfonola. Ayer había un disco nuevo de Los Brincos y, como estaba lleno de gente, lo ponían todo el rato.

Trotábamos por la calle Mayor, doblamos a la izquierda por Gil Berges y nos metimos en el bar “El Arcángel”. Yo todavía iba con pantalones cortos.
 
 

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