Además, cuando Serafín llegó a las
taquillas de la Plaza Monumental, experimentó un cúmulo de disgustos que a
punto estuvo, esta vez, de hacerle desistir de la sacrosanta misión que se
había impuesto. Para empezar, la aglomeración de gente y las colas formadas ante
las ventanillas del pintoresco recinto, eran disuasorias. En segundo lugar el
espectáculo estaba anunciado para una hora muy tardía, entre completas y maitines,
cuando nadie con un mínimo de decoro y decencia estaría rondando fuera de su
casa. En tercer lugar, el ambiente no era nada espiritual, ni invitaba a la
piedad, al recogimiento o a la meditación, ni a nada semejante: unos jóvenes
pisaverdes con unas pintas entre degeneradas y excéntricas, lo miraban jacarandosos,
como si fuera él, Serafín, el que estuviera fuera de lugar, y había montones de
niñas, menores de dieciséis años, con cara de cerditas y más que excitadas o alteradas,
histéricas. Sin duda varias de sus bisabuelas o tatarabuelas habían acabado sus
días retorciéndose en una hoguera.
Rememoraba, no sin cierto deleite, el
ambiente piadoso y recatado que impondría, en semejante bacanal, el retorno de
los fervorosos jueces de la Santa Inquisición, cuando la madre de todos los
disgustos lo hizo clamar por la reaparición del Santo Oficio… ¡Ciento veinticinco
pesetas costaba la entrada más barata! ¿Qué era aquello? ¿Una cueva de
ladrones? ¿Por qué el Señor no cogía de nuevo el látigo para expulsar a estos
reincidentes mercaderes del templo?
Se vio pues obligado a zascandilear otra
vez, sudoroso a mares en aquella tórrida mañana de sábado, por las calles
aledañas en busca de óbolos, limosnas o dádivas. Una señora se obstinó en
ayudarle con una retribución en especie y le regaló a Serafín unos calçots
recogidos cinco meses atrás, en los cuales los signos de descomposición eran
manifiestos, pero que él, que no había probado bocado desde el mediodía
anterior, devoró con delectación antes de volver a las taquillas. Esta vez
hasta le habían dado un billete de veinticinco pesetas, si bien el taquillero
se obstinó en que era falso, porque en su anverso hubiera debido poner “Banco
de España” y no “Banca El Palé”.
Consiguió no obstante su onerosa entrada
y se dispuso a pasar el tiempo que restaba hasta la reaparición del Cordero y
la apertura de los Siete Sellos, en la fresca sombra de alguna iglesia cercana.
Probó a subir por la calle de la Marina hasta el templo de la Sagrada Familia,
pero resultó que, estando el templo inconcluso, el lugar habilitado para el
culto era una especie de minúscula cripta que encontró muy decepcionante e
inhóspita. “Es como si Dios, mientras acaban de construir su casa, tuviera que
albergarse en la caseta del perro”, pensó, y menos mal que encontró una iglesia
mucho más de su gusto en la parroquia de san Francisco de Sales, junto a un
colegio de los hermanos maristas. Una iglesia que los rojos habían incendiado y
profanado en el 36, adornando las humeantes ruinas con los restos mortales
momificados de hermanas salesas, en una exposición macabra ante el portal del
templo, lo que hizo que tuviera que ser reconsagrado después de finalizar la
cruzada. Allí se instaló Serafín desde el mediodía hasta la hora de vísperas,
haciendo ayuno y oración y desgranando velozmente su inseparable rosario al que
le faltaban tres cuentas, lo cual era un atajo que le permitía saltarse tres
avemarías por rosario. Completó quince vueltas, hasta que una especie de lego
malcarado le advirtió que debía irse porque iban a cerrar el templo. “¿Cómo?”
Pensó Serafín, ”aquí se cierra la casa de Dios y se cancelan las visitas de los
fieles al Santísimo… Menos mal que, tal vez esta misma noche, el Cordero
acabará con la prostituta, la Gran Babilonia será vencida, aniquilada y…”
-
Ave María Purísima, - dijo al salir.
-
Sin pescado y con cebolla, - Respondió el lego con un eructo, haciendo gala de
su blasfemo talante.
Para cuando llegó de nuevo a la plaza de
toros, estaba oscureciendo y el follón era dantesco, un pandemónium escandaloso
había estallado en el interior del recinto. Fuera de él, un ambiente pavoroso
le rodeaba, intimidándole con empujones, zarandeándole en la prensa movediza de
la multitud, pisoteando sus indefensas sandalias, vociferando execrables
aullidos que reverberaban en sus sufridos pabellones auditivos… Y Serafín ya no
tuvo duda de que esa misma noche vería a los Cuatro Jinetes, lo cual le hizo
estremecerse de pánico y gozo.
Pese a todo consiguió entrar al atestado
coso y tuvo la milagrosa suerte de alcanzar la plaza que la entrada le
asignaba. A su derecha, un vejestorio farfullaba reproches a sus nietos, ya
bastante creciditos y uno de ellos con un incipiente bigote pugnando por
aflorar del acné. A su izquierda dos muchachas gorditas, una de ellas con unas
gafas muy recias, chillaban una palabra que le costó descifrar y no logró
entender: “¡Riiingo! ¡Riiingo!... ” De cuando en cuando, la más gordita, que
llevaba unas gafas con los cristales como culos de vaso, rugía con desconsuelo:
“¡Ay, que yo me voy a morir!” Cuando Serafín la miró, compadecido por oír de
sus labios tan honda pesadumbre, se quedó petrificado: era clavadita a
Anacleta, la asistenta y fregona por horas de su tío el señor obispo, la mujer
por la que se había visto forzado a abrazar los hábitos, para poner fin a aquella
vertiginosa pendiente donde el pecado le estaba arrastrando, deslizándole raudo
en el sumidero que llevaba a la eterna condenación. Aunque a la chica, por
efecto de los cristales, se le empequeñecían los ojos, y su carne toda, en el
cutis y en otros lugares a la vista, era más tersa y lozana que la de Anacleta,
no cabía duda: era como una aparición anterior al Juicio Final, que venía a
recordarle sus faltas y flaquezas. Serafín apretó los párpados con fuerza y
rezó doscientas veces el “Señor Mío Jesucristo”, mientras de fondo, sin alterar
apenas su concentración, unos conjuntos de música moderna se abatían sobre unas
desamparadas corcheas, atestándolas de pecaminosas simplezas y de desafíos al
sexto y al noveno Mandamientos de la Ley de Dios.
Para cuando abrió los ojos y los fijó en
el anuncio de Danone que había, frente a él, tras el escenario, la animada voz
de un hombrecillo minúsculo, muy conocido del vulgo como Torrebruno, que daba
unos graciosos saltitos para llegar al micro, anunció lo que todos estaban
esperando: querido público, gritos, con todos vosotros, gritos, desde
Inglaterra, gritos y más indescriptibles gritos, que ya no cesarían en los
siguientes cuarenta y dos minutos, los cuales Serafín recordaría durante el
resto de sus días, como el momento preciso de la Revelación.
Allí estaba, era Él, de nuevo hecho carne
y habitando entre nosotros, el Cordero, tañendo una extraña lira que arrastraba
un cordel. Los alaridos circundantes, de pasmo, de pánico, de suprema rendición
a la voluntad divina, no dejaban escuchar las palabras del cántico, que además
era vocalizado en una lengua extraña, al parecer bárbara, Twist And Shout, I’m
A Loser, I Feel Fine… Pero el torrente aparentemente incomprensible de palabras
fluía directo al corazón, donde eran descifradas, interpretadas y comprendidas
sin ninguna duda, sin ninguna ambigüedad. El mensaje de amor era luminoso,
vivísimo, transparente y poseyó a Serafín desde las puntas de sus pies hasta el
último y más recóndito rincón de su espíritu. Cuando dejaron de tocar el himno
dedicado a la larguirucha Sally, Serafín comprendió que era un hombre renacido
por entero y que una nueva armonía se había instalado entre el mensaje divino y
su alma, por tal bálsamo, confortada.
Era hora de volver a Jaca. El Evangelio
había sido reestrenado esa noche canicular y había que atender al eterno y
novedoso mensaje que Aquél, que en esta Encarnación, se hacía llamar John
Lennon, había traído a las ovejas descarriadas y a las otras, a punto de
descarriar.
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