Acabo de encontrar (buscando en el baúl
de los recuerdos) tres imágenes que ilustran una curiosa historia de amor por
un paisaje, cuando, en mi juventud me esforzaba por tener sensibilidad
artística y otros adornos del espíritu de difícil acceso para los pobres.
El caso es que ejercía la costumbre,
viviendo en Jaca por aquél entonces, de subir algún que otro verano, a la cima
de la Peña Oroel, excursión que recomiendo a propios y extraños, pues hay muy
pocas que puedan compararse en relación calidad-precio: por un esfuerzo
razonable, accedes a un lugar espléndido cuyas vistas son impresionantes, un
mirador privilegiado frente a los Pirineos. Actualmente se suele subir en coche,
por pista asfaltada, hasta el Parador de Oroel y de ahí a la cima de la Peña se
tarda una hora y media por camino bien trazado en un bosque de ladera, con
pendientes razonables… Pero en mis tiempos de mozalbete, lo de ir en coche,
nanay, así que te tenías que “chupar” la aproximación desde Jaca a golpe de
calcetín y la cosa se ponía en tres horas y media por el camino de Barós que, a
cambio, era muy grato y entretenido.
La foto del llano de La Paúl |
Aquí quería llegar: conforme ibas ganando
un poco de altura, quedaban, a tus pies, diversas panorámicas de lo más variado.
A mí, que soy muy árido, me gustó ésta, que llaman por allí “el llano de La Paúl”,
una extensa planicie con campos de cereal, poblada por algún árbol aislado y donde
las lindes son, con frecuencia, barrancos muy erosionados y badlands. Para
inmortalizar el flechazo, le hice una foto con una Werlisa Color o una Kodak
Instamatic, populares y baratas cámaras que ponían entonces la fotografía al
alcance de los bolsillos más deprimidos. Eso sí, como puede apreciarse, la
calidad de imagen era bastante casposilla. Además tiene manchas de pintura en
la esquina inferior izquierda porque…
El primer cuadro |
Luego, como por aquél entonces, yo era un
artista plástico, paisajista por más señas, la llevé al lienzo (aquellos
económicos Taker) en la galería de mi casa, donde puede verse sobre el
caballete el cuadro terminado. No creo haber pintado ninguno que me dejara tan
satisfecho: creía haber captado y transmitido la emoción que la contemplación
de este paisaje me había producido a mí. Y, claro, ese era el objetivo que,
como paisajista, me proponía siempre y rara vez conseguía. No recuerdo a quién
lo vendí o regalé y hoy no tengo ni idea de dónde puede estar. Se busca. Como
los perritos perdidos.
El segundo cuadro |
Pero no paró allí la cosa. Años después y,
tomando como modelo la misma fotografía, volví a intentarlo, aunque esta vez el
resultado no me convenció y no por aquello de que nunca segundas partes fueron
buenas, pero el caso es que el paisaje y yo no vivimos otra vez el mismo idilio
y eso creo que se nota. Pese a todo, el cuadro tuvo suerte y ganó el premio
local en un concurso de pintura que hacen (¿o hacían?) en Monzón para las
fiestas de San Mateo. Quizá aún debe rondar por alguna dependencia municipal o
está arrumbado cogiendo polvo y telarañas en algún desván (en el de los Sueños No
Realizados). Sé que la historia puede parecer algo insulsa pero hoy, como digo,
al toparme con las tres imágenes, me ha parecido que tenía algún significado,
así que la consigno aquí.
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