Como turista de la literatura, me siento
un poco atraído por todo lo exótico y he leído varias novelas de Haruki
Murakami, conocido y fecundo escritor japonés. De entrada, las clasificaré en dos
tipos: las que son oscuras, oníricas y poco accesibles, por un lado y las que
son sentimentales, realistas y comprensibles, por el otro. Ambas categorías me
resultan igualmente fascinantes: a la primera pertenecería “Crónica del pájaro
que da cuerda al mundo” y a la segunda, “Tokio Blues”, que recomendaría como la
obra “de entrada” al mundo de este singular autor. Debo apuntar que, en otros libros,
se mezclan y sintetizan elementos de los dos “modos” señalados, como en “After
Dark”, una novela tan breve como poderosa y sugestiva.
Me sorprendo de leer con tanta fruición a
Murakami porque, en general, tengo muy poca paciencia con los escritores que
vulneran la más elemental lógica en su concepción del mundo. Si algo es oscuro
y poco accesible, se me atraganta rápido y, aunque soy muy disciplinado y suelo
acabar con el texto, le hago una marca que significa: “autor sólo para
profesionales y exquisitos”. Y no vuelvo a intentarlo. Con Murakami me suelo
quedar “como tres con un zapato” que se dice vulgarmente y, sin embargo, repito
y repetiré hasta que me lea casi todos sus libros. A veces me pierdo, pero me
da la sensación de que se dirige a un nivel de mi conciencia que no es el racional,
el consciente, o lo que sea, y “la verdad” que me explica en sus historias, me
alcanza en otro plano que, por cierto, no sé cuál es.
El autor antes del afeitado |
Dicho esto, paso a hablar de su último
libro, que titula “Los años de peregrinación del chico sin color” (en japonés
es aún más largo) y que recomendaré, sin tapujos, a todo turista de la
literatura. No es el más fabuloso de sus libros, pero sí uno de los más
entretenidos. Pertenece a la categoría de los “asequibles” y tiene un más que
evidente parecido con “Tokio Blues”: si lo leíste y te deprimió, este nuevo no
es tan triste, los rayitos de esperanza que contiene se perfilan un poco más
consistentes.
El mundo de Murakami es un mundo de
soledad e incomunicación, donde sus protagonistas, normalmente varones jóvenes
y honestos, se dan cuenta de que están perdiendo la juventud y se esfuerzan por
mantener la honestidad. Buscan salir del aislamiento mediante una relación de
pareja o de amistad, que les permita comprenderse mejor a sí mismos y compartir
la visión del mundo con el otro, pero esto que en los años de adolescencia es
tan fácil y tan cumplido, en la frontera de la madurez se hace más complejo y
más delicado, más difícil y problemático. Los temas recurrentes son los únicos
de los que merece la pena hablar: la belleza, el amor y la muerte.
Murakami crea un universo, a la vez extraño y
cotidiano, enigmático pero coherente, donde se mezclan lo sombrío y lo luminoso
tan entrelazados como en la vida misma. Un tipo que no me conoce de nada,
percibe algunas de mis inquietudes más recónditas mejor que cuatro licenciados
en Psicología, a los que se las hubiera contado en doscientas sesiones de
terapia, qué tío, y eso que no soy japonés ni nada y no dejo de ver su mundo
como algo culturalmente un poco ajeno, pero así son los genios.
Añado dos notas que tienen una particular
presencia en todos sus libros: la música (en esta novela “Los años de
peregrinación” de Franz Liszt) y el suicidio (tema al parecer más espinoso en
nuestra cultura que en la japonesa). “Desde el mes de julio del segundo curso
de carrera hasta enero del año siguiente, Tsukuru Tazaki vivió pensando en
morir. Entretanto, cumplió veinte años, pero esa muesca en el tiempo no
significó nada para él. Durante esos meses, la idea de acabar con su vida le
parecía de lo más natural y legítima”. Así empieza la novela, pero luego el
chaval se anima.
La muy colorida portada |
¿Y qué le ha pasado? Pues resulta que
tenía una pandillita en la que se sentía muy integrado. Eran cinco y estaban
muy unidos. Los otros cuatro lucían apellidos que hacían referencia a un color:
rojo, azul, blanco y negro. Sólo Tsukuru Tazaki no tenía ningún color, porque
Tazaki significa el que hace, el que crea, que, en el caso de nuestro personaje,
marca su vocación de ingeniero, constructor de estaciones de ferrocarril, para
lo que se está preparando en la Universidad. Pero cuando vuelve, de vacaciones,
los otros cuatro (dos chicos y dos chicas) lo rechazan y le dan definitivamente
esquinazo, sin que él sepa por qué. Fuera. Excluido. Expulsado del paraíso
juvenil.
Cuando se ha hecho mayor y cree que lo ha
superado, se enamora de Sara, pero ella advierte que “le pasa algo”, una
especie de trauma no superado y, para sacarlo de su ensimismamiento y devolverlo
a la paz y al equilibrio, le propone que busque a sus antiguos amigos y se
entere del porqué de su expulsión del grupo. Como tiene que hablar con todos ellos
para resolver su trastorno interior, esto le llevará nada menos que a Finlandia
en el espacio, a dieciséis años atrás en el tiempo y a un montón de secretos y
conflictos que entorpecieron su paso a la edad adulta. Tsukuru Tazaki, un
solitario que quiere comprometerse con la mujer a la que cree amar y que es muy
bueno diseñando estaciones, tendrá que esforzarse de lo lindo para comprenderse
y llegar a esclarecer lo que pasó:
“En ese momento, por fin lo captó. En lo
más profundo de sí mismo, Tsukuru Tazaki lo comprendió: los corazones humanos
no se unen sólo mediante la armonía. Se unen, más bien, herida con herida.
Dolor con dolor. Fragilidad con fragilidad. No existe silencio sin un grito
desgarrador, no existe perdón sin que se derrame sangre, no existe aceptación
sin pasar por un intenso sentimiento de pérdida. Ésos son los cimientos de la
verdadera armonía.”
Un abrupto y sorprendente final nos deja
con la miel en los labios en un libro de Murakami donde, pese a todo, predomina
lo diáfano, lo optimista, lo vital; una excelente experiencia lectora.
La ciudad de Tokio, un personaje más de la novela |
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