Hoy
me voy a dedicar a hacer sociología barata, tan barata que no cobraré nada por
ella. Me propongo hablar de un fenómeno socioeconómico que se está instalando
en nuestro país, aunque me temo que, con esto de la globalización, aquí tenemos
un mero reflejo de algo de más amplias dimensiones.
La
cuestión es que la crisis económica que han desatado los poderes financieros
internacionales, ha supuesto el final de un mito del capitalismo reciente: la
universalización del estatus de clase media en países como el nuestro. Los
poderes fácticos reales que gobiernan en nuestro entorno (no olvidemos que la
democracia no es más que una representación,
si crees en el poder democrático como expresión de la voluntad popular, puedes
dejar de seguir leyendo), los grandes grupos financieros y empresariales que
realmente mandan, han decidido que un estado de bienestar, encarnación
universalizada de los ideales pequeñoburgueses ya no conviene a sus intereses.
Por si lo habíamos olvidado, sus intereses consisten en obtener los máximos
beneficios en el menor tiempo posible. Y a este empeño se ha vuelto, si es que
se dejó alguna vez.
Hubo
un tiempo en el que el capitalismo y la economía de libre mercado tenían enfrente
a un enemigo de consideración, era fundamental combatir las ideas comunistas. Y
el modo de hacerlo fue a base de bienestar económico y un sistema de incentivos para fingir que se repartía
la renta y la riqueza. Este sistema retributivo fue suficiente palo y
suficiente zanahoria para aburguesar a los trabajadores del mundo occidental,
ingresarlos en la clase media y conseguir que no quisieran ni oír hablar de
revolución.
En
las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se habla de “un
capitalismo de rostro humano”, la socialdemocracia consigue, en una buena parte
de Europa, domesticar en cierta medida a los “tiburones”, los salarios en
términos reales suben, la duración de la jornada laboral se reduce, el poder
adquisitivo de las familias crece, las grandes empresas y las no tan grandes
convierten a millones de empleados en clase media… Incluso en un país de la
periferia del primer mundo, como España, asistimos a la vivienda propia (adosada,
si puede ser), a los dos coches en cada garaje, a la segunda residencia para
las vacaciones, oímos pamplinas sobre que “el lujo se democratiza” y “todos
tenemos derecho a lo mejor”, y de repente, paf, cambio radical de modelo.
Ahora
el capitalismo no tiene enfrente a un contrapoder. En el bloque del “socialismo
real” precisamente la falta de incentivos y de compensaciones para sus masas
proletarias hizo que éstas acabaran con el sistema, que se derrumbó como un
castillo de naipes, con la excepción testimonial de bastiones como Cuba o Corea
Del Norte, donde no les debe de ir demasiado bien, baste un indicador: reciben
poca inmigración.
Ahora
los expertos y los asesores de los cuasidictatoriales poderes financieros se
apuntan a la moda neocon y dicen: no podemos asumir tantas cargas sociales, no
podemos pagar tantos tributos, esto es una ruina: o dejamos de convertir a los
asalariados en exigentes ciudadanos pequeñoburgueses, llenos de derechos y
expectativas, o enterraremos nuestros tesoros en el nuevo mar Caribe de los
paraísos fiscales y esperaremos tiempos mejores.
Ahora
nos dicen: “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, nuestro
crecimiento no es sostenible. Las empresas se apuntan a la deslocalización para
reducir costes salariales, “es una consecuencia de la globalización” dicen, no
podemos fabricar productos competitivos pagando salarios tan elevados y
manteniendo los empleos estables. Final abrupto, pues, para el sueño de
universal pertenencia a una clase media, con un aceptable poder adquisitivo en
perpetuo crecimiento. Somos, dicen, una generación que va a ver cómo sus hijos
no consiguen mantener el nivel de vida en el que crecieron.
O
sea que nos están proletarizando. Con este nuevo fenómeno, la derecha que nos
gobierna y la izquierda que nos agita están, al unísono, encantadas. La
derecha, como representante de los poderes económicos más voraces, podría
llegar a conseguir su objetivo de que todos los empleos sean precarios, estén
mal pagados y se acabe trabajando doce horas diarias por una escudilla de
arroz, para así poder competir en costes con los productos chinos, penetrar en
su mercado y recaudar beneficios sin tasa. La izquierda ve crecer diariamente
en número a los que no tienen casi nada que perder y sueña con reverdecer los
viejos ideales revolucionarios, agitar las masas y tomar el poder, sustituyendo
a la caterva de especuladores insaciables y ejecutivos sin escrúpulos por una
nueva élite de representantes del pueblo, ellos, que repartirán, equitativamente
eso sí, las penurias, la miseria y las cargas en los lomos que les aúpen a lo
más alto. Controlando la calle y las mareas de camisetas de los más variados
colores, imaginan que la agitación les dará sustanciales réditos políticos,
pero con la agitación no va a bastar: hay que tener algún tipo de plan viable
para lo que vendrá después. Y no lo tienen.
Incluso
aún podría ser peor: si entre todos conseguimos desestabilizar la representación democrática, dando
crédito a fantochadas populistas (véase Berlusconi/Grillo) podríamos acabar
cayendo en brazos del fascismo, que eso aquí, ya lo conocemos. Y no lo tenemos
tan lejos. Y es muy feo. Tanto que deberíamos recordar, en todo momento, que no
hay ni prestaciones sociales, ni bienestar, ni crecimiento económico que pague
la pérdida de las libertades individuales.
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