Si
algo caracteriza, de manera taxativa e incontestable a nuestra civilización en
esta época, es que vivimos totalmente olvidados de la muerte, a espaldas de
ella, como si no existiera, ignorándola o negándola en nuestra cotidianeidad.
Es algo parecido a lo que ocurre entre los pigmeos, más adelante lo aclararé.
Fascinados
por la violencia, evitamos pensar en sus consecuencias inmediatas. La muerte es
tabú y punto. Eso explica que las obras que nos acercan una reflexión sobre
ella, sean soslayadas; por ejemplo, la magnífica película de Javier Fesser,
“Camino”, atravesó la actualidad en lo referido a popularidad y público, sin
pena ni gloria, como si no se tratara de una de las mejores obras del cine
español de todos los tiempos. No tocaba hablar del tema.
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La autora, Sally Nicholls |
Tampoco
sé muy bien cómo cayó en mis manos este magnífico libro. Quizá por motivos
profesionales, para el aula, al tratarse de un libro juvenil; puede que por
morbo; tal vez porque, de un tiempo a esta parte y por edad, me interesa y soy
más sensible al tema… Aunque conociéndome por dentro, soy propenso a confesar
que debió ser por morbo. Además vi que se trataba de una autora jovencita y
guapa (¿qué sabrá la pava esa de estos temas?-pensé), y al imaginármela en El
Corte Británico firmando libros a señoras de lágrima fácil, prejuzgué que se
trataría de un producto ñoño, sensiblero y lleno de topicazos, con el que me
divertiría de lo lindo. Cometí un grave error y me estuvo bien empleado que el
libro me mordiera.
Sam,
un niño de once años, padece leucemia en una fase muy avanzada, casi terminal,
y se hace preguntas a las que nadie contesta: ¿Cómo sabes que te has muerto?
¿Por qué hace Dios que los niños enfermen? ¿Qué pasaría si alguien no estuviera
realmente muerto y la gente creyera que lo está? ¿Lo enterrarían vivo? ¿Duele
morirse? ¿Qué aspecto tiene una persona muerta? ¿Qué se siente al tocarla? De
todos modos, ¿por qué tiene que morirse la gente? ¿Adónde vas cuando te mueres?
¿Seguirá el mundo ahí cuando me haya ido?
Lo más
sorprendente es la entereza con la que Sam aborda las respuestas imposibles a
estas incontestables preguntas, es como si, en vez de verse afectado de un modo
personal, emprendiera una investigación científica y filosófica, sin otro
límite que sus posibilidades de comprensión, del misterio de la muerte. La
contención sentimental, la dignidad infinita con la que afronta su estado, la
serenidad inconcebible de su discurso es lo que acaba convirtiendo el libro en
una experiencia escalofriante.
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Si
añadimos unos personajes muy aquilatados: sus padres, su hermana Ella, su amigo
Félix, también enfermo, la señora Willis que es la maestra que va a su casa y
otros secundarios muy bien perfilados, y se adereza todo con… ¡humor! (en un
libro así hay humor, es para morirse), nos topamos, en definitiva, con una obra
tan conmovedora (o más) de lo que anuncia su portada. Una grata sorpresa que
atempera un tema rotundamente ingrato.
Tema
que, en lo sucesivo, podemos seguir tratando como los pigmeos, ¿qué hacen los
pigmeos al respecto? Según una de las investigaciones de Sam, “a los pigmeos no
les gusta la muerte. Cuando alguien muere, le derrumban encima su cabaña, trasladan
el campamento a otro sitio y nunca más vuelven a hablar de él”. Aquí no
llegamos a tanto, decimos “el muerto al hoyo y el vivo al bollo” y somos una
sociedad que también los olvida, tal vez por motivos económicos: una vez
enterrados, no consumen.
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