Cuando me
tocó ser joven ansiaba ser poeta y perroflauta, aunque esta castiza palabra no
había sido todavía acuñada y esgrimíamos el término “hippie”, que
pronunciábamos “jipi”, un barbarismo que hizo más fortuna de la que merecía.
Éramos una juventud autocomplaciente, narcisista y algo autodestructiva,
características estas que se han perpetuado en las siguientes generaciones y
que nuestros padres decían no haber conocido. Era igual de todos modos, porque
nuestra característica más dominante y generalizada era la de creernos mejores
que nuestros padres: no habíamos tenido una vida tan dura y difícil, pero era
igual, porque nosotros éramos mejores y más listos e íbamos a cambiar el mundo.
Esta incomprensible arrogancia tuvo el premio que se merecía: el mundo sigue
siendo un lugar hostil e inhóspito y nosotros, como dicta inexorable el tiempo,
hemos cambiado a peor.
Claro que la
esperanza es lo último que se pierde y exigir de la vida su máximo grado de cumplimiento
es un anhelo absolutamente irrenunciable. Podrás no ver tus deseos realizarse,
pero aquello que dejas de desear se muere en ti. Uno acaba siendo definido y
modelado por sus ambiciones: ser rico, ser amado, viajar a París, comprarse un
televisor grande que te cagas, tener una casa o ver la Tierra desde la Luna.
Cuando era joven escribí este soneto con el que quería expresar que las ásperas
dificultades de la vida están para impedirnos cumplir nuestras aspiraciones,
pero no para impedirnos formularlas. Y si tienes a alguien que te escuche
expresarlas, te has puesto en camino.
pero a veces los áridos eriales
contienen en su seno agua del Sena,
no es la vida mejor por menos llena
de cántaros a tope, de raudales...
llevando la corona del rey Midas;
tal te cumple pedir; y al olmo, peras.
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