Un
abogado de Wall Street, que no nos facilita su nombre, nos narra los pormenores
del trabajo en su oficina. Nos enteramos de que tiene tres ayudantes, dos
escribientes, que conocemos a través de sus apodos, Turkey ("Pavo") y
Nippers ("Tenazas"), y un chico para los recados, Ginger Nut
("Nuez de Jengibre"), personajes peculiares sobre los que se explaya
con una amable ironía. Cuando el abogado es nombrado “agregado a la Suprema
Corte” del Estado de Nueva York, el trabajo en la oficina se incrementa y se ve
precisado a contratar otro copista. Aquí entra en escena uno de los personajes
más singulares de la ficción contemporánea: Bartleby. Sus vicisitudes nos
depararán unas cuantas decenas de páginas antológicas e inolvidables.
Una reciente edición ilustrada |
Herman
Melville, el célebre autor de Moby Dick, nos guía aquí con un estilo
acusadamente escueto. Nos hallamos ante una obra breve, un pequeño clásico
indiscutible, que todo adulto alfabetizado debería leer antes de morir. Hacerlo
lleva algo menos de dos horas, las mejor empleadas de la temporada. ¿Qué tiene “Bartleby,
el escribiente” para que, desde su publicación, hace 160 años, no haya dejado
de acrecentar la estima del público lector? Si hablo por mí mismo, no lo sé
bien. Se trata de una novelita tan conmovedora como desconcertante. Escrita en
un tono ligero, a ratos humorístico, nos encontramos con uno de los relatos más
tristes y melancólicos que hayamos podido leer jamás. Bartleby es un paradigma
humano misterioso y casi inexplicable. Hay algo (o mucho) de Bartleby en aquellos
que sospechamos que cualquier acción que osáramos emprender, conduce a violentar
la naturaleza de las cosas y es, a la larga, no ya improductiva, sino contraproducente.
Si eres un resistente, un vago, un
rebelde, un okupa o un taoísta, encontrarás aquí un arquetipo moral de una
solidez tan plena, que no necesitarás más guía o justificación, por más que la
extrema libertad de la inacción extrema, conduzca al protagonista a su triste
final, que es el de todos y cualquiera de nosotros.
La traducción de Borges |
Sin
esta imparable complicidad que produce Bartleby, no me explico el
estremecimiento de placer que nos causa la lectura de una historia tan absurda
como ésta. Su desesperanzador destino nos atañe y alcanza, de una manera tan
nítida, que es imposible no identificarse con este joven de “figura pálidamente
pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada”. Hay momentos en la
obra, que figuran entre los más estelares de la literatura universal. El
primero, aquél en que Bartleby es requerido a colaborar en la comprobación de la
exactitud de unas copias y se niega con ese “Preferiría no hacerlo” (“I would
prefer not to” en el original inglés), réplica cortés y terca, que se acaba
convirtiendo en la muletilla de su resistencia pasiva, cada vez que es invitado
a actuar en una tarea que desdeña y, finalmente, convertida en su respuesta
única a cualquier requerimiento, orden o demanda. “Preferiría no hacerlo”.
También yo hubiera preferido no hacer la mayor parte de las tareas que me he
visto obligado a emprender. No es de extrañar el éxito impresionante de la
frase. Hasta camisetas se han hecho, con ella impresa.
Preferiría no hacerlo. La frase |
Otro
momento sublime es aquél en el que el abogado/narrador despide a Bartleby y éste,
con su respuesta habitual, se niega a abandonar la oficina, es más, comprendes
que jamás se irá de no mediar fuerza, pero ¿cómo emplear la fuerza frente a un
hombre con semejante grado de desvalimiento? Habría que esperar al siglo XX
para que tal cosa fuera posible. ¿Y qué decir de la justificación del
tristísimo epílogo? Todo el pasaje sobre el trabajo anterior de Bartleby en la
oficina de cartas no reclamadas o “cartas muertas” (Dead Letter Office), es desgarrador.
Cierras el libro y, con un suspiro, comprendes que no vas a olvidar esta
historia, estremecedora y patética, en el resto de tu vida.
Hay una película de 2001 |
Un
enlace en Wikipedia permite acceder al facsímil de la revista Putnam’s Magazine
donde, en noviembre y diciembre de 1853, Herman Melville publicó por primera
vez el relato. Hay una magnífica traducción española, llevada a cabo por el
mismísimo Jorge Luis Borges en 1944. Al haber expirado los derechos de autor,
es posible bajarse una copia gratis, en español, del libro en Amazon.es,
siempre que tengas abierta una cuenta allí. Aquí transcribo los citados enlaces:
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