“Un movimiento popular espontáneo, pero
con una instrumentalización política evidente en medio de una lucha por el
poder entre dos facciones”. Copio el entrecomillado literalmente de Wikipedia y
podrías pensar que alude a un escrache,
pero no, se refiere al motín de Esquilache
(Madrid 1766). Y es que la Historia es un tiovivo.
Los medios de comunicación suelen
obsequiarnos de cuando en cuando con una palabreja nueva. Durante unas semanas
la oímos a todas horas, luego nadie se acuerda de ella. Por fortuna, porque
suele tratarse de vocablos feos y prosaicos, ¿cuántos sabían en este país
refractario a los idiomas extranjeros que correa, en alemán, se dice gürtel? ¿Cuántos
habían oído hablar, antes de esta voraz crisis, de la prima de riesgo, la
troika, el banco malo, las preferentes y su casquivana progenitora?
Bueno, pues este mes toca escraches, que
imagino que viene del vocablo inglés scratch, que significa rascar o arañar y
que hasta hace poco era algo privativo de los gatos y de los disc-jockeys, pero
en estos momentos parece la ocupación favorita de cualquier individuo o grupo
que esté lo bastante cabreado y tenga la suerte de saber con quién quiere
desahogarse. No puedo dejar de pensar que se trata de una manera grosera y
patanesca de hacer el “indio”, de allí que pensara titular la entrada “escraches
y comanches”, pero me pareció un poco burdo y traído por los pelos.
Hecho lo cual tengo que confesar que yo
también fui protagonista de un escrache, cosa que me llena de vergüenza
recordar, aunque entonces, desconocedores del vocablo, lo llamamos pitada.
Era a principios de los años noventa y
detentaba el cargo de Director Provincial de Educación un infausto
personajillo, radical de izquierdas, instalado en el Partido Socialista, bien
para “hacer política en el mundo real”, bien para medrar, el caso es que no lo
nombraré. Era una época muy incierta para los de mi gremio (entonces,
profesores de E.G.B.) porque formábamos parte de un personal docente algo
sobredimensionado: estaban llevando a término una catarata de cierres de escuelas
en un medio rural que se había despoblado sin cesar, a lo largo de cuarenta
años, por lo que no era rentable mantener una escuela abierta en un pueblo para
cuatro niños. Además, estaban cocinando la LOGSE que, en términos de personal,
era una reconversión en toda regla. Yo contemplo con admiración el morro que
tienen ahora para manipular a mis excompañeros, con el timo de la camisetita
verde y la letanía de una calidad de enseñanza, que ellos mismos, por aquel
entonces, contribuyeron a erradicar con inusual firmeza en varios frentes.
Bueno, volviendo al tema: te encontrabas con que te suprimían la plaza y te
desplazaban, con carácter forzoso, a donde les convenía (fuimos pioneros en
sufrir la movilidad laboral y la deslocalización). Con esta movida, la gente
andaba muy descontenta y se convocó un acto de protesta. Aprovechamos que el
preboste de Dirección Provincial venía a Monzón, con todo el boato, a inaugurar
un Centro De Educación Especial, para deslucirle el acto, preparándole un
escrache en toda regla.
Una lluvia de silbidos, vociferantes
consignas e improperios lo cubrió cuando salió del automóvil. Había que ver la
cara de mala leche que puso. Yo participé en aquél esplendido linchamiento y no
me siento muy orgulloso. Más bien me invade un genuino malestar.
Amparado en la masa, ensordezco con un
silbato y le vocifero a un tipo, que no es sino un peón en el juego de
designios más poderosos, ¿y qué saco aparte de avergonzarme de mí mismo? ¿Detuvimos
las supresiones y la política de reducción de personal? No, padre. Y, lo más
importante, en un mano a mano, cara a cara con el sujeto, ¿me habría comportado
así? Vamos…
Una irritada señorita señala sin dudar a los culpables. |
Una cuestión diferente es una
manifestación, cuyo derecho ampara nuestra Constitución en el artículo 21, que me
doy el gustazo de transcribir: “1. Se reconoce el derecho de reunión pacífica y
sin armas. El ejercicio de este derecho no necesitará autorización previa. 2.
En los casos de reuniones en lugares de tránsito público y manifestaciones se
dará comunicación previa a la autoridad, que sólo podrá prohibirlas cuando
existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas
o bienes.” Basta pues, saber leer, para establecer la distinción entre esto y
una algarada, un motín o una expedición de castigo. Y lo que es más importante,
puedo recordar haber participado en varias manifestaciones, desde festivas a
muy reivindicativas, sin el malestar de haberme sentido partícipe de acosar a
una persona concreta, por muy culpable que fuera, dejemos los linchamientos
para el lejano Oeste. Atengámonos al cumplimiento de la ley y, si hay que echar
a alguien, se le echa con votos, no con gritos e insultos.
El tema de los desahucios es cruel y no
parece oportuno tomarlo a broma, así que los afectados tienen derecho a
organizarse y a manifestarse. Pueden pensar, con toda razón que, en este
terreno, han de hacer frente a leyes abusivas e injustas y tienen la
posibilidad legítima de luchar para cambiarlas. Pero la dinámica de los
escraches es, a mi juicio contraproducente. Primero, porque señalarle a la
turba los culpables y azuzarla para su linchamiento, de momento sólo moral, no es
únicamente temerario e irresponsable, sino que además nos aleja de los usos
democráticos vigentes en el mundo al que queremos pertenecer. Y segundo porque
la opinión pública, que hasta ahora ve a los afectados con simpatía y
complicidad, podría volverles la espalda si se convierten en una fuente
permanente e imprevisible de alteración del orden público, que algunos llegan
ya a identificar con la “kale borroka”.
O no, sujetos a las modas, tal vez
acabaremos pensando que un pobre perturbado al que le niegan un autógrafo,
tiene derecho a asesinar a John Lennon. Somos así de solidarios con los
débiles.
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