Este es el acontecimiento que pone punto
final a las fiestas de mi pueblo año tras año. Inexorable y puntual (lo más
puntual que puede darse por aquí, a las diez y media en punto, ni un minuto
más, si te demoras, te los pierdes).
Los periodos vacacionales y festivos son
rematados de este modo, con un puntito de melancolía y, a la vez, de suntuosa
ostentación. La liturgia del fulgor y de los resplandores acapara, de forma
inevitable, nuestro interés. Un fugaz destello de luciérnagas se refleja en los
ojos embelesados de los niños…
Hay quien se queja de que quemar unos miles de euros en tiempos de crisis es un lujo inaceptable. No estoy de acuerdo: a cambio de unos momentos de belleza y fantasía, ¿qué se obtendría? Nada que fuera mejor que dibujar un ruidoso y colorido mensaje de ánimo en los cielos, hoy muy despejados, que nos alentará para arrancar en este largo trimestre laboral y académico que afrontamos a partir del último cohete. Los afanes detenidos por la fiesta se reanudan y, a la mañana siguiente, nos desperezamos y nos ponemos de nuevo en marcha.
Desde que la pirotecnia de fin de fiestas ha tomado como escenario el castillo, el espectáculo se ve mejor desde puntos muy diferentes y no hay tantas aglomeraciones. Si se consiguiera (pero ¿cómo?) atenuar un poco el alumbrado, ya sería de lujo. En esta ocasión, el castillo de fuegos artificiales ha sido bastante digno y, aunque se trata de un ceremonial siempre un poco igual a sí mismo, el niño que se esconde en nuestro interior, siempre lo agradece.
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