Parece, por el momento, que éste y otros
blogs similares son de los pocos lugares de Internet donde no se alberga
publicidad. No me hago demasiadas ilusiones al respecto, sé que caminamos hacia
la extinción. Un día los avispados muchachos de Google, a cambio de la
excitante tribuna que nos proporcionan, nos exigirán insertar el anuncio del
patrocinador de moda. Toco madera y confío en que no me lean.
La publicidad es uno de los fenómenos más
agresivamente invasivos que se han instalado en nuestra vida cotidiana en el
último medio siglo. El otro día pasaba por Madrid y vi con consternado asombro
que el fenómeno se ha apropiado, de momento, del nombre de una emblemática
estación de metro. La parada de Sol, ahora se llama Vodafone Sol. Nadie me ha
pedido mi opinión pero la daré, aprovechando que hay democracia: me parece una
mamarrachada espantosa y risible. Me explico:
Si con ese patrocinio, se obtienen recursos
para el municipio, me permito proponer algunos bonitos cambios de nombre: Durex
Nuevos Ministerios sería muy representativo de la función ejecutiva de los
equipos gubernamentales allí instalados, Hemoal Moncloa tendría también su
puntito alusivo y sugerente, y Corega Banco De España daría un toque de
merecida solera a la vetusta institución financiera. Siendo además la iglesia
tan sensible a estos temas financieros, no me extrañaría nada ver, la próxima
vez que visite Barcelona, el templo de Casa Tarradellas Sagrada Familia, torres
más altas han caído. Recuerdo incluso un club de fútbol que alardeaba orgulloso
de que su camiseta no llevaba ni llevaría jamás publicidad en sus sagrados
colores, y ahora airea la de las líneas aéreas de un país al que algunos
maliciosos acusan de severas carencias democráticas. Qué no lavará el dinero,
¿verdad?
El carácter chusco y algo ingenuo de la
publicidad vintage en los albores de la televisión, dotaba a aquellos anuncios
de un encanto que producciones ulteriores, más sibilinas, estudiadas e
insidiosas, llamadas a implantarse en zonas del inconsciente, no tienen. Haré
un homenaje aquí, de pasada a spots tan contundentes como: “Moraleja, compre
una Agni y tire la vieja”, o aquél
que, a lomos de la célebre marcha nupcial de Mendelssohn, proclamaba “caaasee
su roopa con Persil”, eso sí que era
clase, sin olvidar aquél tan aclamado de una bebida alcohólica dirigida al
mercado infantil, “Quina San Clemente, da unas ganas de comerrr”, que pregonaba
el inolvidable Kinito…
Bueno pues, siendo como soy, libre en
este cenagoso terreno de los compromisos publicitarios, me puedo permitir y voy
a hacerlo, el dar publicidad, absolutamente por la cara, a un juguete infantil
que nos ha molado sin descanso a mis hijos y a mí, en los últimos quince años o
así. Se trata del portentoso, aunque algo caro, Geomag, uno de los últimos juegos analógicos, de construcción, de
manipulación, sin duda creativo y, sobre todo, capaz de aunar lo matemático con
lo estético. De todos es sabida la atracción que sienten los niños por los
imanes: pues este conjunto de barras imantadas, pequeñas esferas y placas
poligonales de plástico coloreado, presenta un catálogo de posibilidades para
armar cuerpos y estructuras de carácter geométrico que podría incluso, quién
sabe, desarrollar la inteligencia espacial del niño, eso sí, a un alto precio
de venta al público.
Y, ya puestos, romperé una lanza (aquella
con la que hice la mili), en favor de los juegos analógicos frente a la
omnipresencia de los digitales. Estos últimos son escandalosamente adictivos y
dan al niño una excesiva gratificación y sensación de progresar en sus
destrezas. En cambio, un juego como el Geomag no tiene trampa ni cartón: se
construyen, con unas pocas normas inviolables, los más variados poliedros,
cóncavos o convexos, asimilando por manipulación conceptos matemáticos tan
enjundiosos como diedros, aristas, vértices, caras… y accediendo a una
satisfacción muy sana.
Lo que testifico, con la ayuda de algunas
fotografías, es que, una vez montados, los variados cuerpos que el kit
posibilita, quedan muy resultones. No me digáis que éste no parece la obra de
un orfebre visigodo, una corona para su rey, por lo menos.
... Y a partir de entonces se empezó a llamar a los plátanos "judías grandes y amarillas".
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