Un buen día don Gregorio me invitó al
cine y creí que me volvía loco de felicidad. En el Teatro Unión Jaquesa, donde
había teatro dos o tres veces al año y cine un día sí y otro no, anunciaban
“Peter Pan” de Walt Disney y me pasé tres cuartos de hora soñando en voz alta
ante las carteleras, de modo que cuando don Gregorio me propuso ir a verla
juntos, me puse histérico de alegría.
Su comportamiento durante la película fue
de lo más extraño. Puede decirse que no me di cuenta cabal de sus raros
manejos, pues hallábame embobado con lo que en la luminosa y colorida pantalla
transcurría y, a buen seguro, con tres o cuatro palmos de boca abierta; pero el
hombre me tomó un rato la mano, la debió estar calentando y acariciando un
tiempo y, acompañándola con las suyas, la puso sobre su bragueta. Me sobresaltó
notar que detrás había algo muy duro, mas don Gregorio no paró allí, pues se
abrió la bragueta, desabrochándose un rosario de botones e introdujo mi mano
por aquella grieta y por sobre la goma del calzoncillo donde, para mi disgusto,
di en palpar una descomunal minina, tan dura como viscosa. Una oleada de
instintiva repugnancia consiguió dividir mi atención, hasta entonces enteramente
consagrada a la pantalla. Yo pugnaba por retirar la mano, pero tenía el brazo
inmovilizado como por un garfio, en tanto que el capitán Garfio luchaba a
muerte con Peter Pan. Cuando el cocodrilo de la película cierra las fauces
sobre el repugnante pirata, don Gregorio se estremeció y me manchó la mano como
si se hubiera meado un poco. Entonces pensé que se debía a la intensa emoción
de la escena, pero hoy me barrunto que se trató de algo muy distinto. Sea como
fuere, el triunfo de Peter Pan trajo la libertad también para mi mano, que se
retiró como un pájaro herido, saliendo de la oscura sima temblorosa y húmeda,
embargada de una vergüenza completamente nueva y, hasta entonces, desconocida.
El inmundo incidente hizo descender a mi
protector algunos enteros en mi estima y afecto, mas, de puro inocente, rozaba
yo la esencia y médula de lo tontaina y no me alarmó en exceso, debo confesar,
el cochino desliz del banquero y, pese a que no me explicaba su conducta, no
interrumpí mi trato con él, ni le comenté a nadie su excentricidad, actitud la
mía que debe interpretarse a través del torpe desmedro de los pobres,
interesado y servicial.
Días después las carteleras anunciaban la
exhibición de “Tarzán de los monos” y, al pasar una tarde por delante del cine,
me quedé enganchado por los fotogramas de reclamo. Conocía y admiraba al héroe
de la película y debía de estar mirando las instantáneas de las mejores escenas
con ojos como platos.
Arrastrado por un épico embeleso,
encorvado y desafiante, empecé a canturrear:
- ¡Tarzán! ¡Chan-ta-ta-chan!
¡Chan-ta-ta-chan! ¡Tarzán! ¡Chan-ta-taaa-chan!...
Supongo que, al irme animando, la tonada
me iba saliendo más alta de lo que hubiera querido mi discreción, cuando una
voz harto conocida se elevó a mi espalda:
-
¡Muchacho! ¡Modera tu entusiasmo, que te vas a meter dentro de los carteles y
te va a devorar un león!
-
¡Ah! ¡Oh! ¡Hola, don Gregorio!
Confuso y aturdido de que el hombre me
hubiera descubierto haciendo el gilipollas, no me sentí capaz de rehusar cuando
me invitó a entrar a ver la película. Confuso y aturdido entré, sabiendo el
número que se avecinaba.
Confieso que salí menos avergonzado que
la primera vez.
Encima, el astuto santurrón que a veces
encarnaba don Gregorio, me contó, como si quisiera tranquilizarme, que su recurrente
inflamación era una enfermedad que le aquejaba. Y que sólo las manos inocentes
y libres de pecado de un niño pobre, como yo, podían obrar el milagro de
aliviarle un poco de su secreta dolencia, “ya lo dijo Jesús”, remató, “dejad
que los niños se acerquen a mí”.
Aquella terapia no duró demasiado, de
hecho no tuvo más episodios que consignar. Y cuando pude comprender la infame
enormidad de la dolencia de don Gregorio, no tenía ya sentido poner su curación
en otras manos más competentes y severas, por motivos que se verán en su
momento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario