Saludable institución ésta de “el libro
del verano”. Indica que hay, al menos, una estación del año en la que el
personal dedica parte de su ocio a leer o, al menos, a hacerse con un libro
cuando va de compras. Estoy aquí tratando de comprender el motivo de un
pelotazo editorial similar al de la trilogía aquella de Stieg Larsson, cuya
primera entrega arrasó en el verano de 2008. “Los hombres que no amaban a las
mujeres” era un notable thriller escabroso y efectista, cuyas dos secuelas
rozaban lo desaconsejable, en particular el tercer volumen, que recuerda a “Cuarenta
años en el catastro de Albacete” de don Soponcio Velludo. Traigo a colación la
trilogía de Larsson, porque la crítica ha comparado el libro de Joel Dicker con
los del autor sueco y, sin haber parecidos muy evidentes, es la única
comparación que se sostiene. Porque también he leído que comparan “La verdad
sobre el caso Harry Quebert” con Philip Roth y con Nabokov, lo cual me parece
excesivo, incluso tratándose de marketing.
Estas críticas, un poco amañadas, y el
hecho de que viniera con la vitola de Premio Goncourt (des Lyceens, ojo al
truco), el Premio Lire y otros buenos auspicios, me hicieron “picar” y
“tragarme” esta voluminosa novela, ¡de 666 páginas! “Original y entretenida,
con ciertas matizaciones que luego expondré”. Eso diría, si tuviera que ser
positivo, que no tengo ninguna necesidad… Pero, dado que hoy me posee el
reverso tenebroso de la fuerza, revisaré sus aspectos menos convincentes. Que
son muchos.
Je l'ai pas lu en français |
Sinceramente no entiendo dos cosas para
empezar: una, de dónde sacan críticos tan despistados. La novela, sin ser del
todo trivial, está tres divisiones por debajo de aquélla en la que juegan
Philip Roth y Vladimir Nabokov. Pensando que esto pudiera no ser cierto,
probemos a dejar pasar unos diez años y así la decantación producida por el
tiempo habrá hecho su labor: si encumbra el libro de Dicker a la categoría de
“un clásico de nuestro tiempo”, reconoceré mi ridículo y dejaré de hacer
reseñas de libros, concentrándome en los rosarios con implementación wi-fi, que
entonces estarán muy en boga. Comparo el personaje de Quebert, de esta amable
novela de detectives, con el del profesor universitario de “La mancha humana”
de Philip Roth y áquel es plano y simple, poco más que un estereotipo, frente a
éste que es complejo y matizado, mucho más rico e inquietante. Gana Roth por
goleada. Comparar la novela de éste verano con Lolita de Nabokov, sin ser
gratuito, puesto que el propio Dicker se pone a tiro, ya que el personaje de
Nola es, hasta cierto punto, una paráfrasis del de Lolita, es como comparar los
Teletubbies con Toy Story, no sé si me explico, media un abismo…
Y dos, ¿cómo demonios se lo monta la
industria editorial para fabricar un best-seller de este tamaño? ¿Cómo un
escritor consigue un diagnóstico tan afortunado de lo que el público del
momento está dispuesto a asimilar? ¿O es una labor empresarial a muchos niveles,
encaminada a dar con el producto literario idóneo para facturar unos cuantos
cientos de miles? ¿Que el libro es muy bueno en el contexto de las letras
francesas actuales? Seamos sensatos: muy bueno es “La vida: instrucciones de
uso” de Georges Perec y no creo que haya recaudado, en su primera temporada, ni
la décima parte que éste. Claro, al público nos pasa lo mismo con la comida: es
innegable el éxito de la bollería industrial, yo mismo me atiborro en cuanto me
descuido; en cambio, la comida sana y nutritiva requiere un cierto esfuerzo
consciente: la fruta, la verdura al vapor, el pescado hervido o los copos de
avena no son tan apetitosos como determinada repostería y lo mismo ocurre
cuando se trata de alimentar el espíritu: es más difícil leer a Camus que a
Dicker y acabamos un poco empachados e incluso, tal vez, flatulentos.
El feliz autor |
Resumo estas digresiones, estableciendo
que, como entretenimiento, como libro de verano, funciona, pero como literatura
tiene poca entidad y, ni siquiera como novela detectivesca acaba de situarse
entre los maestros del género.
La supuesta originalidad es la de un
libro que narra cómo se está escribiendo otro libro que, a su vez trata, en
tiempo real, de desentrañar un suceso criminal extremadamente enrevesado: una
niña de quince años, llamada Nola Kellergan, desaparece en 1975 en
circunstancias misteriosas y truculentas. Reaparece 33 años más tarde,
convertida en cadáver y enterrada en el jardín de un escritor enamorado de
ella, un tal Harry Quebert, que es inculpado. Marcus Goldman, amigo de Harry y
también escritor, iniciará una investigación y, paralelamente, un libro con el
que pretende esclarecer el asunto y demostrar que su amigo Harry es inocente.
El problema es que no hay muchos sospechosos en la tranquila ciudad de Aurora,
donde se centra la narración, y además han pasado un montón de años… Hay una primera
resolución del caso, aparente, previsible y falsa. Entonces se produce un
rápido movimiento de prestidigitación narrativa y el libro culmina con la resolución
real, “verdadera” y definitiva. Ninguna de las dos me pareció del todo
satisfactoria, en el sentido en que lo son en las novelas del género (las de
Donna Leon o Henning Mankell), pero mientras disentía, me fui devorando el
libro a toda velocidad y esto ya es un mérito, ¿o no?
La novela es también una historia de amor
eterno, al estilo de “La princesa prometida” y aquí reside su mayor endeblez:
buscando un romance poco convencional, se interna en una pasión gazmoña y
panoli. El escritor Harry Quebert ha escrito, basado en su amor por Nola, un
libro que, saludado como una obra maestra, ha conmovido a toda América, pero el
discurso literario de este genio, expresado en una carta, no parece gran cosa:
“Mi Nola, mi querida Nola, mi amada Nola.
¿Qué has hecho? ¿Por qué querer morir? ¿Es por culpa mía? Te quiero, te quiero
más que a nada. No me abandones. Si mueres, yo moriré también. Todo lo que
importa en mi vida eres tú, Nola. Cuatro letras: N-O-L-A.”
Ahora pondré un extracto de su genial
libro titulado “Los orígenes del mal”, que alberga más cartas, como ésta:
“Querido mío: Sé que no me quiere. Pero
yo le querré siempre. Aquí tiene una foto de los pájaros que tan bien dibuja, y
una foto nuestra para que no me olvide nunca. Sé que no quiere verme más. Pero,
al menos, escríbame. Sólo una vez. Sólo unas pocas palabras para tener un
recuerdo suyo. No le olvidaré nunca. Es la persona más extraordinaria que he
conocido. Le querré siempre.”
Y así, en decenas de ocasiones, hasta
aburrir un poco a todos menos a Nola y a Harry. Vamos, un cruce de Salinger con
Hemingway, por lo menos, no me extraña que arrasara en América. En general, hay
en toda la obra un tufillo de
grandes-escritores-y-artistas-geniales-a-la-vez-que-mediáticos de lo más
inverosímil, un mundo donde los escritores son más populares que Britney Spears
y Lady Gaga juntas.
Aunque quizá esté equivocado, aprecio
otro error en la ambientación de la época del asesinato. Corre el año 1975 en
la América cuyas mujeres han renunciado al sostén, han asistido al festival de
Woodstock y se colocan con buena hierba, pero nuestro autor sigue
encasillándolas en los clichés de los años 50. Todo tiene cierto deje de
“American Graffiti”. Asistimos, por ejemplo, a esta bronca de una madre a su
hija que, una emancipada muchacha de 25 años, difícilmente hubiera encajado en
1975:
“Ya es hora de que encuentres a un
hombre, ¡y considérate afortunada de que un chico guapo te corteje cuando estás
todo el día con el delantal puesto!
—¡Mamá!
Tamara imitó los gemidos de un niño con
voz aguda e infantil: —¡Mamá! ¡Mamá! Deja de lloriquear, ¿quieres? ¡Vas a
cumplir veinticinco años! ¿Quieres terminar siendo una solterona? ¡Todas tus
compañeras de clase se han casado! ¿Y tú? ¿Eh? ¡Eras la reina del instituto,
por amor de Dios! Cómo me has decepcionado, hija mía. Mamá está muy
decepcionada contigo. Travis comerá con nosotros el domingo y se acabó. Ahora
mismo le llevas su plato y le invitas. Y después, les pasas el trapo a las
mesas del fondo, que están asquerosas. Así aprenderás a no llegar siempre
tarde.”
Tenemos aquí a una madre, Tamara Quinn,
que poco menos que concierta el matrimonio de su hija. Hubiera parecido algo
rancio en muchas pelis de los años 40.
Por último añadiré que el texto es
funcional hasta el punto de que no alberga un solo adorno, no se permite una sola
figura literaria que distraiga de la narración a palo seco. La cual al final es
un poco reiterativa. Y no es una apreciación personal: reitera, es decir, pone
dos veces, páginas enteras, confiando en que, en distinto contexto, harán
distinto efecto. Esto podría no ser cierto, pero al tratarse de un libro para
leer en la tumbona de la piscina de un hotel, tiene una indudable ventaja: si
se te cierran los ojos y te pierdes algunos párrafos una vez, no temas, más
adelante volverán a aparecer.
Para ser de cabecera, este blog es poco cabecero (como sí lo eran los tradicionales vinos locales de mi pueblo).
ResponderEliminarUn abrazo
luis