6. EL
OSCURO SECRETO DE DON GREGORIO
Mucho después de incinerada mi colección
de piñas, continuaba yo acudiendo al paseo con ánimo de charlar con mi generoso
protector. Don Gregorio me compraba algún libro de cuando en cuando, de Julio
Verne o de Salgari, de Karl May o de Walter Scott, que yo leía con devoción.
Mis favoritos pertenecían a la Colección Historias, donde el relato estaba
acompañado de unas preciosas viñetas dibujadas a plumilla, que resumían
gráficamente la narración y los diálogos. Se trataba de una acertada
combinación de libro y tebeo, que iluminó las más añoradas tardes de mi
infancia. Un día me trajo una versión reducida de “Las mil y una noches” de
Galland y me dijo guiñando el ojo:
-
Aquí aprenderás algunas picardías.
Pero no estaba yo maduro para el
aprendizaje de las picardías y me quedé con lo de Simbad el Marino, Alí Babá y
los cuarenta ladrones y, sobre todo, Aladino y la lámpara maravillosa, que me
fascinaba, a tal punto que incluso muchos años después, cuando ya debería de
haber comprendido el lugar de esas fantasías, me sorprendía en el ensueño de
frotar cualquier cacharro, pote o recipiente que me hubiera encontrado en un
desván, en un sótano o en un vertedero.
De jacaenlamemoria.blogspot.com |
En otra ocasión y como algo especial, me
trajo una Biblia, primorosamente encuadernada en plástico granate.
-
Toma. Este es el principal entre todos los libros que se han escrito. El libro
de los libros, el más importante.
-
Este lo tengo “repe”. Hay uno como éste en casa, que era de mi abuelo. Además
no lo leo nunca: es un peñazo, un rollo patatero, no se entiende ni gorda…
-
Niño: habla con un poco más de respeto de la palabra de Dios. ¿Y qué
agradecimiento es ése? ¿No le vas a dar las gracias a don Gregorio por el
regalo?
Me di cuenta de que, en mi espontaneidad,
había obrado con escasa agudeza.
-
Perdone. Es que como hasta ahora me había traído siempre libros interesantes y
que me gustaban, yo… Bueno, ¡gracias! ¡Y qué papel tan fino!
Don Gregorio pareció un poco extrañado
con mi última observación, pero es que el papel de periódicos viejos que había
en el retrete, vecinal y compartido, de la escalera de la casa de Puerta Nueva
era muy áspero y yo pensaba utilizar éste del libro para los menesteres que
allí me encaminaban. Ocultaría el volumen en una tabla suelta del rellano y lo
tendría allí para mi uso exclusivo y privado.
Pero aparte de los libros que, con mayor
o menor fortuna, me regalaba mi ubérrimo mecenas, había otra cosa que le
granjeaba mi incondicional apego. El hombre solía convidarme a refrescos de
naranja, en los cafés, en los bares, o en las terrazas cuando llegaron los
primeros atisbos de buen tiempo. Sentado en una mesa, disfrutaba de un lujo que
jamás hubiera podido permitirme dado el pecunio que circulaba por mi casa, un
lujo asiático que, hasta entonces, desconocía. Los botellines de Schuss y de
Orange Crush me robaban el alma y don Gregorio los prodigaba con generosidad inaudita.
Las chapas rodaban por el suelo y el azucarado mejunje resbalaba por mis
fauces, enajenándome los sentidos y yo pedía más y más. Fue mi primer vicio
consumista y el que más vivamente recuerdo, aunque también quedé hipnotizado
por una novedad que arribó a Jaca por aquella época: las máquinas del millón.
Había una en particular, con el seductor nombre de Hawai en el frontispicio,
donde se iluminaban unas primorosas palmeras o cocoteros y se trataba de hacer
trepar unos aviesos monos por sus troncos esbeltos a golpe de botón. Cada vez
que la bola, en su rodar azaroso y mareante, tocaba la diana apropiada, uno de
los simios trepadores avanzaba un trecho vertical por el tronco del cocotero
respectivo. Cuando los tres monos se habían ubicado en la copa, te hacías
partida y jugabas un rato más por la cara. Un duro, tres partidas. Y mira que
llegó a echar duros don Gregorio por la ranura insaciable de aquel diabólico
aparato. La máquina me podría haber comprado con lo que invirtió. Gracias a
ella, aprendí mi primera palabra en inglés, “tilt”, o sea “falta”, que salía
con frecuencia, cuando trataba de mediatizar la trayectoria de la bola de
acero con sacudidas espasmódicas de la máquina que, de este modo, se bloqueaba
y te daba por perdida la partida.
Al final como yo, reflejos de diplodocus, no me hacía partidas gratis nunca y aquello chupaba duros como por un tubo, don Gregorio se mosqueó y empezó a decirme que aquello de la máquina era un señuelo, un canto de sirenas, un engañabobos, una manera de malgastar dinero y dinero y que , en fin, no echaba más duros. Para consolarme, me sugirió que probara con una peonza, que por un precio módico, rodaba igual.
Al final como yo, reflejos de diplodocus, no me hacía partidas gratis nunca y aquello chupaba duros como por un tubo, don Gregorio se mosqueó y empezó a decirme que aquello de la máquina era un señuelo, un canto de sirenas, un engañabobos, una manera de malgastar dinero y dinero y que , en fin, no echaba más duros. Para consolarme, me sugirió que probara con una peonza, que por un precio módico, rodaba igual.
Las "maquinetas", se llamaban, qué tiempos. Igual siguen existiendo, vete a saber. Oye, y sobre los libros de la Colección Historias, yo recuerdo que algún colega de clase se leyó El Quijote que nos mandaban en la carrera, en esa colección abreviada. Y sólo la parte del tebeo.
ResponderEliminar