Hará cosa de diez días, fuimos con unos
amigos a este paraje, uno de los más prestigiados del valle de Benasque. Pasada
esta localidad, siguiendo la carretera paralela al río Ésera, se abre a mano
izquierda un valle tributario: el valle de Estós, con su tumultuoso y salvaje
riachuelo. Hay que dejar el vehículo nada más entrar en el valle, pues la pista
que recorre su fondo está, con buen criterio, cerrada a los turismos particulares.
Algunos valientes se atreven a remontar en bici, pero la cuesta es dura y el
piso, en algunos tramos, malo. No obstante, para caminar, la pista es muy
cómoda y en una hora o menos se marca un desvío, otra vez a mano izquierda, que
nos adentra en un bosque de ladera. Aquí el camino se torna pedregoso y
empinado y nos aguarda una segunda hora donde vamos a resollar de lo lindo.
Finalmente el bosque se abre en un rellano herboso donde, aparte de recuperar
el aliento, podemos contemplar el ibonet de Batisielles, una charca grácil y
pulida que invita a sentarse en su orilla a descansar y reponer fuerzas.
Estamos en un valle colgado, de origen más o menos glaciar, muy característico
en esta zona del Pirineo.
Este año, el pequeño laguito de
Batisielles, debido a las lluvias abundantes, tiene un poco más de agua de lo
habitual y los reflejos de los árboles de la orilla espejean nítidamente.
En dirección suroeste que es, justamente
atravesando el llano, donde nos encaminaremos, se ve la cima de la aguja de
Perramó, muy apreciada por el intrépido espíritu de los escaladores.
Ya sólo faltan cuarenta minutos más por
un terreno quebrado, abrupto y cubierto de pinos que se agarran con desigual
suerte a las rocas, muchos están secos, otros caídos y, sin pensar mucho, se me
ocurre una etimología de andar por casa para el nombre del lago que nos
aguarda. Se llama de Escarpinosa por lo escarpado y por los pinos: no, no me he
quedado calvo. Remontamos el torrente de Batisielles por un camino fácil pero
incómodo y aquí lo tenemos.
Cuando uno ve estas fotos en los
calendarios, piensa en Canadá o en Suiza, pero este lago de postal está aquí,
cerca de casa, como quien dice a la vuelta de la esquina.
Hace un día agradable, una suave brisa
riza la superficie de las aguas, descomponiendo y fragmentando los reflejos.
En realidad, se trata de dos lagos unidos:
este que fotografío es el lago Azul. A mi espalda, digamos, está el lago verde,
más pequeño y casi colmatado por los sedimentos: no saca tan buen aspecto.
El lago azul de Escarpinosa tiene no
demasiada profundidad y debe contar con unos ciento veinte metros de diámetro.
Su agua está helada, como atestiguaron doloridamente mis pies. Es una zona
bastante transitada, debido al hecho de que se trata de una excursión, ni muy
larga, ni muy difícil. Un día bueno de verano le trae visitantes por decenas y,
algunos de los menos cuidadosos, improvisan pequeños vertederos en sus orillas.
En el borde que da al valle por donde
hemos subido, se refleja espectacularmente la cima del Perdiguero, una mole de
piedra que sube hasta unos vertiginosos 3.222 metros de altura.
Unos caminantes habían acarreado una
singular mascota: un conejo blanco, al que paseaban atado con una correa, igual
que si se tratase de un perrito. Cosas veredes, amigo Sancho…
Hace unos cuantos veranos, había subido
una mañana de Julio y tomé varias fotos para, empalmándolas, formar una
panorámica lo más abierta posible. No anduve demasiado cuidadoso y me quedó una
divertida chapuza: a mí me gustó y la uso aquí como telón de esta desenfadada
entrada.
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