Serafín llamó con nudillos indecisos y
algo fláccidos en la robusta puerta de roble cuarteado. El padre Procopio, el
adusto prior, un monje cincuentón de rostro severo y gesto atrabiliatrio, abrió
con brusquedad, sin acabarle de franquear la entrada, su silueta imponente se
recortaba en el dintel a contraluz.
-
Cuánto has tardao, pasmao, cuando te dieron el aviso de presentarte al abad,
¿no te diheron in-me-dia-ta-men-te? ¿Tiene’ horshata en vé de sangre en la’
vena’?
Serafín pasó encorvado, con el rostro a
un palmo del suelo, como un toro humillado ante el diestro que le ha fallado el
tercer descabello. Penetró cual un insecto aturdido en el austero despacho del
abad, con sus dos altos ventanales apuntados al fondo, que le deslumbraban, no
por su radiante luminosidad, sino porque venía de un pasillo gris, oscuro y
lóbrego, como la galería de un pozo. Frente a él, tras un escritorio
monumental, con patas labradas que, al llegar al suelo a través de recias
volutas de madera oscura, se habían transmutado en pies humanos calzados con
sandalias primorosamente talladas,
sentado en un sitial con un respaldo tan alto que arañaba el techo, se hallaba
el viejo abad, el padre Mamilano, un hombrecillo del tamaño de un niño
desnutrido de seis años. Su rostro era una calabaza seca recubierta de un
increíblemente arrugado y manchado pellejo, con un color entre marfil sucio y
vientre de batracio, en el que brillaban dos ojillos cuya negra y cruel
incandescencia hubiera podido taladrar las puertas del infierno.
Serafín, camino de la mesa del abad,
apabullado por los papirotazos del prior, se tambaleaba como si hubiera
ingerido el vino de todas las misas del Pentecostés que estaba a punto de
comenzar en el calendario litúrgico, o sea, unas cincuenta copas.
-
Ave María Purísima, monseñores. - Repitió el saludo varias veces, como un
autómata, para ganar un poco de tiempo. No le sosegó nada en absoluto descubrir
sentado en un rincón, entre sombras, al nuevo confesor de la congregación,
sustituto del bendito mosen Deogracias, al que un cólico miserere se había
llevado al cielo. El padre Inchausti, un envilecido sosias del Dómine Cabra,
detestado por los novicios, que le apodaban chubasco, dado que era vasco y
escupía al hablar tras la rejilla del confesonario, a menos de un palmo de la
cara de cada penitente, era una presencia poco tranquilizadora en aquellas
circunstancias.
El abad le habló con una vocecilla reseca
y quebrada, como el crepitar de una hoguera de sarmientos, un frágil hilillo de
sonidos articulados que, sin embargo, tenía la virtud de poner firmes a
generales y almirantes:
-
Hijo, has sido llamado a capítulo en numerosas ocasiones. Mi vieja memoria ya
no es capaz de recordarlas todas, Comenzaste, como todos los novicios de
espíritu frágil, con los íncubos y los súcubos que venían todas las noches a tu
celda a tentar tu carne, tu orgullo y nuestra paciencia, ¿lo recuerdas?
-
Sí, monseñor.
-
Llámame padre. Dictaminamos, por el bien de tu alma pecadora, penitencias cada
vez más rigurosas, exigentes y dolorosas, pues te recuerdo que cedías a todas
las tentaciones, pero las apariciones no remitían. Algo pondrías de tu parte
para darles pie a los súcubos a tomar, una y otra vez, la apariencia de Rita
Hayworth, ¡una mujer casada! ¡Y nada menos que con Orson Welles! En este
despacho la describiste una y otra vez, enhiesta y lozana, con la frente
ligeramente depilada y quitándose una y otra vez el guante con una lascivia que
me estremece de asco recordar.
-
Sí, eminencia.
-
Te he dicho que me llames padre. Luego viniste con las apariciones del diablo:
Belcebú en persona, viniendo a llenar de sandeces la cabeza de un sandio
redomado como tú. Menuda historia esa de que iban a cerrar el Infierno por mal
estado de las instalaciones y porque con la época de grandes tentaciones y
pecados que se avecinaba, ya no habría plazas suficientes para tantos réprobos
como iban a llegar al averno en los próximos años. Qué majadería es esa:
incluso un lego ignorante como tú debería saber que el infierno no es un
espacio físico y que está fuera del tiempo, en la eternidad del castigo
infinito para pecadores de tu calaña, porque tu estupidez es culpable, tu
necedad y tu obcecación son graves formas de pecado. Estás en pecado mortal,
hijo.
-
Sí, santidad.
-
Para lo que te resta de estar aquí, puedes llamarme Juanita Reina… Si no fueras
el sobrino y el recomendado del señor obispo de Jaca, que te sacó de la inclusa
por pura generosidad, ya hace meses que hubieras dejado el monasterio. Pero la
gota que ha colmado el vaso y por la que compareces ante nosotros, constituidos
de urgencia como tribunal disciplinario de esta santa orden, es tu última
perrería. Te lo advierto: te has adentrado en los terrenos de la blasfemia, una
blasfemia ridícula, si tal categoría fuera posible. Ir anunciando el segundo
advenimiento del Mesías, el cumplimiento cabal del libro del Apocalipsis…
-
Pero ilustrísima, yo sólo le confesé al padre Chuba…usti que había tenido…
-
Una visión, algo que solo pudo ser producto de tu orgullo y estulticia, ¿Quién
demonios es ese san Ricardito, el mulato de crespa cabellera y elevado
flequillo? ¿Qué jeremiada es esa de que Cristo Nuestro Señor ha vuelto a nacer,
encarnándose nada menos que en la pérfida Albión, en la protestante y disoluta
Gran Bretaña? ¡Dices nada menos que ya está entre nosotros! ¿Quién te crees que
eres, acaso fray Mofeta, el Profeta?
-
¡Padre Inchausti! Ha violado usted el secreto de confesión. Nadie más que usted
sabía que yo…
El padre Inchausti carraspeó con incómodo
y evidente desasosiego.
-
Hijo, dijiste, en contra de mis recomendaciones, que lo ibas a proclamar ante
los demás novicios y, aunque creen que estás loco como una regadera, pensé que
había que evitar un escándalo en la comunidad.
-
Pero padre Inchausti, el secreto de confesión es inviolable, usted ha pecado
mortalmente, usted es indigno de… Ha violado…
El prior se impacientó con los lamentos
casi gorgoteantes de Serafín:
-
¡Para ya, desgrasiao! A ti sí que t’iban de violá en arguna cárse, como esto
yegara a conosimientos der Generalísimo de lo ehérsito, ¡don Fransisco Franco
Bahamontes, Caudiyo Despaña por la guasa de Dió!
El abad, con un gesto de la mano, refrenó
a su vehemente segundo, siempre un poco excesivo en los temas disciplinarios,
no en balde había sido el joven capellán castrense del general Queipo del
Llano, allá en Sevilla. Cuando el viejísimo director espiritual y civil de la
congregación retomó la voz, dio sus primeras muestras de cansancio:
-
En fin, dejémoslo aquí, te conozco demasiado bien y sé que no te vas a
retractar y vas a propalar por las celdas, el refectorio, el claustro y la
capilla, a todas horas, tus conversaciones con ese moreno epiléptico, ese san
Ricardito que el diablo lleve; sé que irás también diciendo que en una cueva de
Liverpool, el Mesías está de nuevo preparado para su segunda Vida Pública, en
la que predicará su buena nueva a los hombres de buena fe. Y yo estoy harto de
que tus payasadas sacudan el convento, desde el huerto hasta la cripta: estas
chanzas y algaradas con temas tan serios, socavan la moral y la disciplina de
tus hermanos y ya no pienso consentirlo más. Mañana mismo dejarás el noviciado
y regresarás a Jaca. Espero que tu tío el obispo sepa qué hacer contigo.
Cogerás el tren de las cuatro de la tarde.
Y así Serafín, abatidos sus místicos
ardores, dejo el gélido e inhóspito páramo castellano, comprobando que era
cierto lo que decían los habitantes de aquellas tierras. Que en el durísimo
clima de allí sólo había dos estaciones: el invierno y la del tren. Gracias a
ésta, Serafín partió rumbo a Zaragoza en un convoy que salió, con relativa
puntualidad, a las 18:45.
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