jueves, 14 de septiembre de 2017

Elogio De Las Pinzas De Madera

El otro día, en el supermercado donde iba a proveerme de viandas sin gluten, refrescos sin azúcar, cerveza sin alcohol y aceitunas sin hueso, caí en la cuenta de que hace mucho, muchísimo tiempo que no veo pinzas de las de siempre, de madera; ya no las deben fabricar ni siquiera en los remotos países del tercer mundo, que tanto contribuyen a nuestro bienestar con la abundancia y baratura de sus manufacturas, ambas cualidades consecuencia de una elevadísima productividad, basada en salarios miserables y en la ausencia de sindicatos de clase o su absorción por regímenes sanamente despóticos.

El caso es que, ni aún así, no hay una oferta lo suficientemente barata de las pinzas de toda la vida, para que uno de nuestros cresos propietarios de cadenas de supermercados pueda ofrecer un paquete de 40 unidades a 0’99 € que sería lo suyo. Hay, en cambio, surtidos coloreados de atroces pinzas de plástico, objetos sin alma, sin gracia, carentes de otra utilidad que la de sujetar la ropa en el tendedor o mantener cerrado el paquete de fideos, de avellanas o de arroz a medio consumir, evitando  que semejantes menudencias se esparzan a su gusto por los armarios de la cocina, que se convertirían así en improvisados vertederos.


La materia primigenia

¿Y qué otra gracia, qué otra utilidad, qué otra bendición tenían las pinzas que usaban nuestras madres en sus extenuantes coladas de antaño?


Bueno, para empezar estaba el olor a lejía que acababa impregnando la madera de modo permanente: era un olor a limpio, a hogar purificado e higiénico, a infancia protegida por el aseo más expeditivo.


Taller de salvamanteles

Pero los niños de aquella época remota, desinfectada y feliz, no nos quedábamos allí. Con dos pinzas, desmontada una y hábilmente recolocada, obteníamos una pistola de resorte, bastante operativa, con la que arrojar garbanzos crudos a nuestros compañeros de clase cuando la profesora de gramática no miraba. Ella estaba de espaldas, escribiendo el sujeto y el predicado en la pizarra y nosotros elegíamos un sujeto al que darle con un garbanzo seco en la testuz. Esta pequeña arma no permitía afinar en exceso la puntería y acababas dándole en el morro a quien menos debías: al chivato de guardia, al mazas que luego durante el recreo te haría comer las adherencias de las suelas de sus zapatos o, peor aún, a la mismísima profesora que, en aquella época de violencia sin tapujos, podía obsequiarte con un sonoro cachete en el occipucio, para regocijo de tus colegas.


Pistola

En esta nostálgica revisión, me he dejado lo mejor para el final: estas económicas y ubicuas pinzas de madera eran una fuente inagotable de inspiración para trabajos manuales tan fáciles como resultones.


Mecedora

Mesas, sofás, sillas e incluso mecedoras de pinzas, marcos para espejos o para fotos, salvamanteles y todo aquello que la imaginación de tu profesora de manualidades fuera capaz de urdir. Sólo necesitabas las pinzas, cola o, mejor, pegamento Imedio, cuyo aroma extendía un manto de excitada alegría y de agitada laboriosidad por la clase, una sierra de marquetería para las manufacturas más elaboradas y paciencia, abundante paciencia. La recompensa consistía en poder obsequiar a tu madre, a tus tías solteras u otros familiares con churretosos presentes que acogían con gorjeos de complacencia y arrumbaban en los más olvidados y polvorientos estantes, hasta que te hacías mayor y te morías de vergüenza al ver tan desmañados zarrios.


Dulces sueños

Las pinzas de madera, objeto de estas punzadas de nostalgia, servían, por último, para taparte la nariz si tenías que transitar por una cloaca, un albañal o un parlamento regional, o cuando un ser querido se tiraba un pedo a tu vera. Las actuales de plástico no sirven para hacer de mascarilla improvisada, el resorte suele ir bastante duro y el plástico, con el sudor, resbala de la nariz.


Y de este modo termino la apología de estas reliquias, que son como los huesos de san Teobaldo, los que se usaban para el caldo.

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