domingo, 31 de agosto de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 30

20.                        LA POESÍA ES UN ARMA CARGADA DE FUTURO
Tomé la costumbre, en aquellos días radiantes de julio, de ir a pasar las primeras horas de la tarde a casa de Mateo. Vivía éste en un primer piso, viejo y muy espacioso, en el callejón del Viento. En la fachada principal se abrían dos ventanas desde las cuales podías robarle si querías, nada más estirando la mano, los tiestos de geranios a la vecina de enfrente, pero la amplia trasera de la vivienda, donde estaba la habitación del propio Mateo, mezcla de alcoba, trastero, estudio y biblioteca, daba a una fresca y acogedora galería o terraza, con sus parras rebosantes de cachazudos abejorros, sus sillones de mimbre y una grandiosa mesa de madera deslustrada. Allí nos sentábamos a matar el tiempo, las más de las veces charlando o, mientras él pintaba sus laboriosas acuarelas, me ponía yo a ojear y hojear sus viejísimos y desencuadernados librotes, en la mayoría de los cuales un tampón de caucho había estampado, a intervalos regulares, un sello añil desteñido en el que podía leerse: “Biblioteca Municipal de Jaca”.

Ir a casa de Mateo me resultaba más estimulante entonces que bajar a las piscinas con mis otros amigotes, y eso que tenía el bono, cuyo coste había obtenido tras un sinfín de minuciosas sisas, llevadas a cabo cuando mi madre me mandaba a comprar a la pollería Manolita y otros establecimientos. Tal fuente de pingües ingresos se canceló cuando mi madre, alarmada por el incremento astronómico del coste de la vida, fue a encararse con Manolita y otras curtidas capitanas del mostrador y decidió llevar personalmente la intendencia del hogar, pandilla de salteadoras, descuideras, estafadoras y cuatreras, las llamó, tal vez influenciada por las novelas del Oeste que leía mi padre.

El caso es que, habiéndome financiado el pase de temporada, no acudía a las piscinas municipales por no tropezar con el ambiente que mis desdichados devaneos habían creado: la chacota fácil de Chus, Josemari y alguno más que se había sumado al festival de mofas. Sin olvidar el afán de ligue frívolo y estéril, un galanteo ganso y facilón que allí, al sol, se ventilaba, sostenido y espoleado por las ostentaciones físicas y los alardes de gallitos a que tanto se habían aficionado mis compañeros y que, a mí, me dejaban en franca desventaja e inferioridad, un mierdecilla.

 
No es que Mateo fuera exactamente divertido. Carecía del menor atisbo de sentido del humor. Yo iba tieso de risa a compartir el último chiste de Rivero y me explayaba. “Va un rey a recibir la pleitesía de sus vasallos, todos viejos hidalgos castellanos y a uno le dice ¡Lorente, bésame la frente! A otro ¡Padilla, bésame la mejilla! Y a otro ¡Arellano, bésame la mano! En estas, uno sale corriendo y el rey le grita ¡Montoya, no huyas! ¿Dónde vas, Montoya?” Yo estallaba en una risotada y ni siquiera conseguía que a él se le levantara un milímetro la comisura de los labios, es más, decía muy serio: “Es una verdadera lástima y, si me apuras, una vergüenza que cada vez más gente, hablando en español, confunda la i griega con la elle. Es el único motivo por el que yo autorizaría a un profesor de Lengua y Literatura a atizarle un mamporro a un niño, para enseñarle la correcta pronunciación de la elle”. Como se ve, no es que no hubiera pillado el chiste, es que le reclamaban cuestiones de mayor enjundia.

En un rincón de su habitación se alzaba una Venus de Milo de escayola, de más de un metro de alta, con la cabeza toda desportillada. Cuando le pregunté la razón de los desperfectos abrió las portezuelas de un aparador y, sin responder, me tendió una escopeta de perdigones lustrosa y de buena factura. Acto seguido, se encaminó a la estatua y equilibró sobre la cabeza de la figura una caja de cerillas por cuyo borde superior asomaban tres fósforos.

 - Cuando aciertes tres de tres, desde la otra punta de la habitación, te lo cuento – me dijo.

Estuvimos tirando muchas tardes y, aunque mostré una puntería notable que la práctica todavía mejoró, la cabeza de la hermosa figura aún se desportilló un poco más. De resultas de este entrenamiento, me sobrevino una curiosa decepción: un día fui a una caseta de tiro en las ferias con Nines y, por quedar bien con ella, me ofrecí a regalarle un simpático muñeco, un yeyé de fieltro con una americana de rayas y una camisa con chorreras de encaje. Cuando llevaba gastadas cien pesetas, había roto dos de los cinco palillos necesarios para hacerse con el premio y Nines me suplicaba que nos fuéramos ya. “Es incomprensible”, les comenté a Chus y Josemari, ”en casa de Mateo, le acierto a una cerilla a más de cinco metros y, en las ferietas, no le doy a un palillo tirando casi a bocajarro…” Josemari trató de consolarme: “Mira el gilipollas este, tiene quince años y aún no sabe que las escopetas de feria están trucadas”. Chus remató: “Tienen el cañón desviado, so melón, si no los feriantes se arruinarían de tanto dar premios a los tontolabas como tú. Además, guarda tu puntería para la Mejillonera, que la tienes en el bote”. No sé por qué estas revelaciones me entristecieron. Tal vez porque ya empezaba a darme cuenta de que la feria de la vida era como una caseta de tiro donde las escopetas, todas, estaban trucadas para que la amargura fuera el único premio que pudieras llevarte.

 
Pero lo que me impulsaba a casa de Mateo era su oído atento y perspicaz, que le convertía en el paño de lágrimas idóneo para intentar desenredar, con su ayuda, el ovillo gordiano de mis padecimientos sentimentales.

Llegaba yo protegiéndome de la solana de las cuatro de la tarde y él me hacía pasar a su umbrío recibidor, conduciéndome por el angosto pasillo hasta la fresca galería. “¡Teo!” respondía gritando a la pregunta “¿quién es?” vociferada por su abuela desde la densa penumbra de un cuartito de estar. Aplacada con la familiar respuesta, la vieja seguía rezando su interminable rosario. La abuela que, pese a que hacía la comida, fregaba los cacharros y lavaba las coladas, entre jaculatoria y jaculatoria, era completamente ciega. Se trataba también de la única persona que convivía con Mateo, ya que su padre, viudo, era el secretario de un pueblo cercano y apenas se dejaba caer por Jaca. “Siéntate”, me ordenaba Mateo y se dirigía a un estante, de donde tomaba un frasco ámbar, con una etiqueta adornada por un cráneo sobre dos tibias cruzadas, en la que se leía “ácido clorhídrico”. Invariablemente me escanciaba un vasito de semejante brebaje, que no era otra cosa que vino rancio seco muy añejo. Cuando le pedí una aclaración sobre la etiqueta, me dijo que, como él no bebía, lo tenía para las visitas y que tal camuflaje servía para evitar tener que darle una aclaración a su padre.

 
Mateo era un artista comprometido que pintaba acuarelas donde se buscaba una plasmación de las realidades y las aspiraciones del pueblo. Todo este tema de la conciencia social y del compromiso artístico era una de sus facetas más incomprensibles para mí y, sin duda, una de las que lo hacían más impopular entre mis otros amigos. “Debe ser medio comunista, o medio masón”, decía Chus, “como vaya pregonando semejantes sandeces por ahí, un día lo cogerá Ignacio, el de la secreta, y lo inflará a hostias en un calabozo de la Torre de la Cárcel”.

Recuerdo concretamente que, esos días en la terraza, Mateo se afanaba en una gigantesca acuarela en la que ondulaban sus cuerpos, en un baile popular, media docena de sevillanas. “Te quedan bien”, le dije. “Eso que están cogiendo son higos, para simbolizar el trabajo de la recolección, ¿no?” “No, imbécil, son las castañuelas”.

Como se ve, no entendía yo mucho de pintura moderna, así que pasé a martirizarlo con el enésimo relato pormenorizado de mis penas amorosas.

 

jueves, 28 de agosto de 2014

Ajedrez. El Momento De Abandonar

Abandonar, rendirse, inclinar el rey o “tirarlas” es un momento muy delicado de la práctica ajedrecística. Uno suele estar muy ofuscado tras varias horas de extenuante ejercicio mental que, a la postre, ha resultado estéril y llega el momento de parar el reloj y darle la mano al adversario. Este rito, al parecer, según me dijo un árbitro, es normativo. Una vez había jugado yo con un contrario cuyo comportamiento me pareció, a todas luces, antideportivo, malintencionado, provocador e insidioso. Encima estaba jugando mucho mejor que yo y mis perspectivas eran nulas. Resolví abandonar la partida, salir de la sala de juego e irme a airear a un prado a ver si se me pasaba el sofoco, pero fui advertido de que me sancionarían si no volvía a decir cortésmente que me rendía y a apurar los trámites que semejante decisión conlleva. Pienso que no soy un jugador muy conflictivo: la prueba es que he pasado muy pocas veces por trances lo bastante enojosos como para sacarme de mis casillas, pero, claro, una cosa es cómo nos vemos y otra muy distinta, cómo nos estamos comportando realmente.

La posición de las blancas es desesperada
 
Otra cuestión crucial es la de cuándo abandonar: si lo hacemos de modo prematuro, podemos estar desperdiciando alguna oportunidad, más o menos remota, más o menos oculta. Si tardamos en rendirnos más allá de lo razonable, mostramos una falta de consideración o de respeto al adversario y ponemos a prueba su paciencia y su buena educación. Una vez un adversario y amigo “las tiró” de modo precipitado y, avalado por la mutua confianza me dijo: “oye, ahora que te entretenga tu padre”, aunque en la práctica es más frecuente dilatar al máximo la partida y posponer el momento del abandono más allá de lo razonable, hasta rozar el ridículo. Cuentan de un fuerte jugador local, en su tiempo subcampeón de España, que exasperado porque su rival continuaba la partida estando en una desventaja abrumadora, le preguntó “¿En qué cuadro quiere que le dé el mate?” A nosotros en una ocasión, jugando un torneo por equipos, nos esperaba un regreso con un desplazamiento muy largo y sólo faltaba por concluir una partida, en la que el adversario tenía desventaja material y una posición catastrófica. Nuestro jugador le preguntaba en ocasiones: “señor N, ¿le ve alguna posibilidad?” Y el señor N pensaba otros diez minutos y cavaba otra paletada en su fosa. No se rindió antes del mate y llegamos a casa a las tantas. ¿Puedes reclamar que el rival ha mantenido una posición insostenible y no se ha rendido a tiempo? No lo sé.

Savielly Tartakower (1887-1956), un gran maestro de nacionalidad polaca, es recordado por al menos dos motivos. Uno es por ser el inventor de la apertura catalana y este es un evento bien curioso: en 1929, con motivo de la Exposición Universal de Barcelona, se organizó un torneo que reunió, en la vecina Sitges, a los más fuertes jugadores de la época. Un prócer, llamado Francesc Armengol, convocó un premio, dotado con 150 pesetas, una buena suma para aquéllos tiempos, al maestro que inventara una apertura o una defensa que, en lo sucesivo, llevaría la denominación de catalana en el universo del ajedrez. El premio fue para Tartakower que propuso y analizó planteamientos que empezaban con 1.d4, 2.c4 y 3.g3, una idea original e hipermoderna, que ha dado lugar a desarrollos teóricos muy fecundos, gozando de mucha popularidad en los torneos.

S. Tartakower

El otro motivo es, que siendo un jugador muy dicharachero y bizarro, se le atribuyen, con o sin razón, toda clase de ocurrencias lapidarias. Según esto, se pone en boca de Tartakower la siguiente frase: “No se debe abandonar nunca, porque si abandonas, pierdes”. En la posición que propongo hoy, una mirada distraída indica que el negro tiene suficientes motivos para abandonar, ¿verdad? Pero pensándolo mejor, si juega bien, gana. Qué extraña es la vida en el tablero.

Juegan negras y, en vez de abandonar, arrasan al oponente
 
Por cierto, en “Entrena tu remate”, la entrada anterior dedicada a este noble juego, la partida acaba 13. … Ah3+!  14. Rh3 Dxf3  15. Rh4 g5+  16. Rxg5 Rh8  17. Rh4 Tg8  18. Tg1 Df4+  19. Rh3 Dh6 mate.
 

miércoles, 27 de agosto de 2014

El Monje - Matthew G. Lewis (Novela Gótica)

Encuentro, entre las telarañas de mis estantes de bibliófago, un mugriento y descuadernado ejemplar de “El monje”; lo comienzo a hojear por ver si me acuerdo de qué iba y ¡click! La trampa se cierra, como si se tratara de una atrapamoscas. Durante tres días no estoy para nadie. Y eso que ya la había leído. Dos veces.

Hará unos 30 o 35 años, me brindaron la oportunidad, en un periódico de ámbito local, de publicar una entrada (quincenal) recomendando libros, por aquello de la promoción de la lectura. Vale más que reconozca que no logré promocionarla gran cosa, pero ahí quedaron mis pretenciosas pretensiones.

Hice una reseña de “El monje” y la he encontrado. Me reconozco en el estilo una pizca cargante, pecando a la vez de pomposo e ingenuo, y he sentido ese cariño exculpatorio que se experimenta por el tontolculo que otrora fuimos.

 
Lo voy a transcribir, porque “El monje” es un libro tremendamente válido como novela veraniega o para los grupos de lectura que, últimamente, eclosionan como setas. Pero soy consciente de que la reseña no le hace justicia, por lo que merece, al menos, dos acotaciones más.

En una diré que el libro es un complicado mecanismo narrativo que funciona con la precisión de un reloj suizo. En apariencia hay muchos relatos incrustados que, pudiendo parecer, a primera vista, historias secundarias; luego resulta que encajan en un todo unitario, donde el joven autor no ha dado una sola puntada sin hilo.

En la otra añadiré que, al ser una novela de género, los personajes son, sin demasiados matices, arquetipos de la bondad, la perversidad, la inocencia, la astucia o lo que les toque, lo que hace la lectura muy clara, muy llana. Si tienes la suerte de no conocer esta novela y, en nuestro ámbito cultural es poco conocida, vas a disfrutar como un gorrino en un montón de estiércol tierno.

Ahí va la reseña. Las referencias están bastante obsoletas y los ejemplos no tienen mucha vigencia: fue escrita, creo, hacia 1979, así que “perdonen las disculpas”.

 
“La novela de género ha gozado en cualquier época del favor masivo de los lectores. Los géneros, claro, han cambiado: en el siglo XVI no había novelas del oeste, mientras que en la actualidad, sólo los estudiosos leen las novelas de caballería que tan en boga estaban en aquel entonces. Parece ser además, que nos hallamos ahora en un momento de auge y diversificación de los géneros en la novela. Lo de moda que está la novela negra y no es sino un apartado del género policiaco. Y acaparan el interés de multitud de lectores las novelas de espionaje y de ciencia ficción. Aún estoy por decir que en los últimos ocho o diez años han surgido y se han impuesto dos géneros nuevos: la novela de terroristas y el género petrolífero. En particular la novela de terroristas ha conseguido éxitos de público apabullantes (“El quinto jinete”); un premio Nadal (“Lectura Insólita del Capital”, muy recomendable); un premio Planeta (“Y Dios en la última playa”), e incluso novelas dignas (“El mensajero”). El género petrolífero también prolifera que es un gusto, con sus tópicos: jeques árabes pervertidos, sus conspiraciones, lujo y orientalismo, algo refinado y muy superficial. El último exponente: “La conspiración del golfo”.

¿Por qué se leen tanto las novelas de género? Es sencillo. El fatigado lector busca su comodidad: asimilar lo novedoso exige esfuerzo y cierta disposición mental; en cambio, cuando un lector (o lectora) abre una novela del oeste, o una novela rosa (por citar dos de los géneros más manoseados) ya sabe más de la mitad de la historia, la cual ocurre además de un modo esperado (y aceptado) y desemboca en un desenlace perfectamente convencional y preestablecido. ¿Y por qué decir que el lector de novelas de género sabe previamente más de la mitad de la historia? Imaginemos una genuina novela rosa. Antes de leerla ya sé que al protagonista no le negrean las uñas, ni le huele el aliento, ni tampoco suele ir ebrio, pues de este modo no podría jugar al tenis, esquiar, ni conducir deportivos. La protagonista, a su vez, conviene que sea esbelta y que tenga personalidad y astucia, pues de lo contrario las lectoras femeninas (mayoritarias) no podrían identificarse con ella. Es deseable, asimismo, que uno de los dos sea rico, ya que si tienen que trabajar un montón de horas (como nos ocurre a la chusma) no tendrán tiempo de vivir un complejo y enrevesado idilio, de carácter romántico y no sensual, cuyo destino invariable es una ceremonia nupcial, con el rito católico de por medio si es aquí, y con el rito anglicano si es en Gran Bretaña.

 
Todo esto sabe, y mucho más aunque no se lo confiese un(a) lector(a) de novela rosa, aun antes de leer el título concreto de la obra que tenga entre manos. Ahora bien, si le gustan los convencionalismos en juego, se va a divertir un montón leyéndolos y no le va a exigir ello ningún esfuerzo adaptativo: tendrá el cómodo placer de la lectura de consumo, generalmente no enriquecedora.

Me gustaría comentar un par de títulos de Corín Tellado, pero no he venido a eso. Quería, esta vez, reseñar un género concreto, que está siendo rescatado del olvido, para alcanzar de nuevo el favor popular. Se trata de la novela gótica, algo muy interesante, a mitad de camino entre el folletín y las historias de terror. Algo necesariamente siniestro y enrevesado, donde se mezclan amores pasionales y odios fulminantes, lo terreno y lo ultraterreno, la devoción religiosa desmesurada y los pactos con el diablo, aventuras con un ritmo desenfrenado y pasajes líricos como remansos. La novela gótica es un género de finales del siglo XVIII, anterior al Romanticismo, del cual podemos hallar muestras en “El castillo de Otranto”, Melmoth el Errabundo y, sobre todo, la obra maestra de Matthew G. Lewis, “El monje” (en Bruguera, Libro Amigo, como casi siempre).

 
Tiene “El monje” de particular, la virtud de poder complacer a lectores muy diversos, cultos o ignorantes, ocasionales o empedernidos, concienzudos o evasivos… No importa lo que busquen en un libro: algo de lo que buscan se halla en esta novela truculenta y genial, escrita en 1795 por un inglés de 20 años.

“El monje”, en su día, provocó un considerable escándalo: fue tildado de blasfemo y lascivo y, censurado en parte, se publicó en ediciones “purificadas”.

El libro tiene cierta dosis de morbo, pero no hay para tanto. Un lector actual, por muy seráfico que sea, puede devorarlo de cabo a rabo sin verse jamás acometido de santa indignación. Y lo que es más importante, tampoco se verá agredido por el aburrimiento.

 
El autor, inglés como ya he dicho, quiso buscar un lugar exótico para tejer su intriga. No podía ser de otra forma: la acción ocurre en España, no en la de charanga y pandereta, sino en la de cerrado y sacristía, con aditamentos de capa y espada.

En Madrid hay un convento, cuyo joven abad, Ambrosio, es un hombre santísimo. Su ascetismo, rigor, inflexibilidad y ansia de perfección, le conducirán de forma irremediable (por tanto, trágica) por el camino de la soberbia. El diablo (que, como todos sabemos, nunca duerme) se tomará la libertad de tentarlo por el punto débil de un célibe joven y fuerte: la lujuria. Un fraile de su convento resultará ser una silenciosa y virginal muchacha llamada Matilde. Por otro lado, a la misa que dice diariamente el abad acuden, extasiadas por el vigor de su palabra, todas las grandes damas de Madrid: la iglesia contigua al convento registra unos llenazos formidables; devotos y curiosos se apretujan en sus naves, entre éstos hay dos fogosos caballeros, y entre aquéllos, una muchacha que siente algo especial e inefable cuando oye predicar al monje. Esta muchacha es Antonia y en torno a ella se va a urdir el drama…

Matthew Gregory Lewis
 
La novela engancha y arrastra. Si uno ha conectado, a las treinta páginas no puede despegarse de ella. Las historias e intrigas que contiene se cruzan, se incluyen, se interfieren, se enredan, camino de un desenlace violento y atenazador. El hundimiento de Ambrosio se anuncia, se anuncia con un rastro de muerte y desgracia y, finalmente llega con siniestra brutalidad y una última revelación folletinesca que, como un fogonazo, ilumina hasta los más oscuros rincones de la narración.

Uno se queda sobrecogido por la lectura de este libro, anticuado pero magistral, que tiene un ritmo superior al de muchas celebradas novelas de aventuras y donde lo terreno y lo ultraterreno, lo natural y lo sobrenatural, se mezclan con una habilidad y convicción que desarma al lector más prejuicioso.

Es como ir a ver la actuación de un ilusionista genial que nos hace disfrutar un rato enorme, empalmando truco con truco. Al final uno se dice: ¡Había trampa! Pero, ¿dónde?”

  

domingo, 24 de agosto de 2014

Matemáticas Y Diversión 12. Y Esto, ¿Para Qué Sirve?

Cualquiera que se haya encontrado inmerso en la obligación de impartir clases de matemáticas en los niveles obligatorios de la enseñanza, con un grupo de alumnos de más de once años, se ha visto enfrentado a esta pregunta. No importa que se trate de introducir los números primos, el teorema de Pitágoras, las operaciones con radicales o la regla de Ruffini, siempre habrá un alumno imbuido del suficiente sentido crítico para plantear tan acertada cuestión. Y esto, ¿para qué sirve? Quizá no sea oportuno ni aconsejable afrontar esa volubilidad utilitarista, con un escueto “para aprobar”. Ni están los tiempos para contestar con la pregunta “¿y para qué sirves tú?”.
 
Ni mucho menos resulta aconsejable embarcarse en una larga disquisición acerca de la adquisición de las estructuras básicas de razonamiento o los más elementales mecanismos lógicos, como herramientas para configurar un cerebro en formación, o para desarrollar unas capacidades cuyo aprovechamiento ulterior puede llevar al alumno a importantes realizaciones en los más variados campos.
 
Aparte de que es un rollo patatero, resulta difícil en el mundo en que nos movemos, donde la cajera del Mercadona no suma los precios de los artículos que hemos adquirido, ni el empleado de la gasolinera multiplica los litros que ha puesto en el depósito por el precio del litro de carburante, resulta difícil, digo, hacer creer que los conocimientos matemáticos sirvan para algo (es más, conozco a algunos maestros que están dejando de creerlo. En cuanto a los legisladores, estatales o autonómicos, dejaron de creerlo hace décadas).

Y sin embargo la fe no debe abandonarnos. Ni la afabilidad, con lo que podemos recurrir al humor: a la pregunta de para qué sirve conocer los números primos o la proporcionalidad directa, pues bueno, contestamos al interlocutor que tal vez, dentro de unos años, estos saberes le habiliten para trabajar en un bingo, para pasar gratos momentos resolviendo sudokus o para calcular los ingredientes en la fórmula de un nuevo y revolucionario cosmético con el que forrarse. Esta es la palabra clave, forrarse, si con las matemáticas fuera posible tal cosa, pocos pondrían sus miras en el motociclismo, donde para forrarse hay que asumir evidentes riesgos.

 
Pero estoy desbarrando, así que, para centrarme, recurriré a una conocida frase de León Tolstoi en Ana Karenina (tampoco los textos clásicos sirven para nada en opinión de los alumnos, de la FAPAR, ni de los legisladores. Es un consuelo), según el maestro ruso, y cito literalmente de mi ejemplar, “nadie está contento con lo que tiene y, no obstante, todos están satisfechos de su inteligencia”. Ahí le has dado, con cualquier ítem del temario matemático, puedes construir un reto, eso sí, a la medida de la inteligencia de cada alumno. Serán desde luego muy pocos los que declinen este reto, pues todos estamos ávidos de demostrar nuestras capacidades y nuestra competencia. Si esto no funciona, siempre puedes llamar al 112 y hacerte evacuar del aula inhóspita por los competentes equipos de rescate de la Guardia Civil y sus helicópteros.

De todas formas, hoy quiero enmendarle la plana al sabio Tolstoi: no estoy satisfecho de mi inteligencia. El otro día, aprovechando que estaban muy rebajados, 2’50 €, compré unos libros de acertijos matemáticos y ya tropecé con el primero, que no supe resolver. Lo consignaré aquí, antes de mirar la solución, porque no parece tan difícil.

De "Los acertijos de Canterbury"
 
Tienes cuatro banquetas o taburetes y, en el de un extremo apilas ocho quesos de diferentes tamaños, formando un montón en el que el más grande está en la base y el más pequeño, arriba de todo, en la cúspide. El objetivo es pasar todos los quesos a la cuarta banqueta, al otro extremo, siguiendo estas dos reglas: sólo puedes mover, de una banqueta a otra, un queso por vez y no puedes apilar nunca uno más grande sobre uno más pequeño. Si encima te planteas realizarlo en el menor número de movimientos posibles, recibe, de antemano, mi entusiasqueada (y efusiva) felicitación.


Y eso, ¿para qué sirve? Reitera mi escéptico alumno: mi padre los coge todos con el toro (la carretilla elevadora) y los lleva, en un solo viaje, a la banqueta del otro extremo.

Hala, explícale ahora lo del respeto a las reglas, normas o condiciones aceptadas. Esto es un sinvivir.
  

jueves, 21 de agosto de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 29

19                         ALL YOU NEED IS LOVE
Y sí, tuve pareja de baile para las verbenas de las fiestas patronales en honor de san Juan, santa Orosia y san Pedro, aunque no la que yo hubiese deseado. Estaban dando comienzo unas largas, soleadas e impredecibles vacaciones académicas y heme aquí haciendo el ganso de mala manera, embarcado en una relación que me conmovía menos que las canciones de Raphael, que mi madre había comenzado a berrear, arrebolada, en sus barridos y fregoteos, fantaseando quizá en un cambio de desempeño profesional, cambio que la llevaría de los cuartitos de la limpieza a los camerinos, donde las artistas de sus ensueños recibían ramos de flores y bombones, en vez de plumeros y bayetas. A mí, el nuevo astro rutilante de la canción hispana me daba urticaria, aún más cuando mi madre decía: “Ves cómo se puede ser moderno, sin necesidad de ser un gamberro y un maleducado. Y no te pienses, que éste no es un pijeras finolis, es un chico de origen humilde, como nosotros, que ha llegado a lo más alto, ya ves, a cantar delante de la mismísima esposa del Caudillo, gracias sólo a su tesón y a su esfuerzo…” Como gracias a su tesón y a su esfuerzo había llegado ella, la señá Anacleta, a pelearse con la bahorrina y otros variados detritus en las mejores casas de esta pulcra ciudad cuya promoción turística comenzaba a fraguarse, a impulsos de acertados slogans, como “la perla del Pirineo”, no te amuela, Raphaela, mi pobre madre, con tres hombres a su cargo que, entre los tres, teníamos el mismo talento y provecho de un botijo rajado y renegrido que adornaba el mostrador de “El Arcángel” y que, a saber de dónde había sacado el bueno de Serafín.

 - ¿En qué piensas, cariño? – La verdad es que Nines empezaba a resultarme un tanto cargante y eso que nuestra relación aún se contaba por días. Habiendo comenzado el asunto mezclando, a partes iguales, conmiseración y conveniencia, había atravesado mi ánimo una vaga simpatía, un leve despertar erótico y, finalmente, el principio de un cansancio, de un hastío por saturación de una dulzura que no conseguía compartir y me sepultaba en empalagosos melindres verbales, en besitos insípidos y caricias afectuosas a las que no siempre conseguía hurtarme. Debían de tener razón mi hermano y su muy flamenca novia: la niña estaba por mí. Resultó que tenía trece años, en lugar de catorce, y es que su padre, Modesto, había hecho un apañujo para que no tuviera que ir a la escuela más y pudiera ayudarle en la pescadería, por eso decían que catorce años y por eso yo insisto en llamarla “la niña”…

 - Teo, es que no me estás haciendo nada de caso.
 

Habíamos empezado a darnos algunos abrazos y a besuquearnos en el patio contiguo a la pescadería, tiene su gracia: Nines y yo, de tardes, y mi hermano y su vistosa prometida, de noches. A veces, a última hora de la tarde, estábamos acurrucados y sudorosos, Nines y yo, en el hueco del barandado y oíamos al señor Modesto trocear las merluzas y los bonitos, con los fieros golpes de sus afiladas cuchillas. A mí se me ponía la carne de gallina, esto sí me lo explico; lo que no me explico, es por qué tan ominosos ruidos ponían a Nines a punto de derretirse de tan tierna. Aparte de sentirme un tanto inseguro en el inquietante patio, con sus efluvios de calamares en descomposición, prefería yo airear en tediosos e interminables paseos nuestro, en lo que a mí concernía, fingido idilio. Pese a que ni siquiera íbamos cogidos de la mano: eso para mí hubiera sido el colmo de la gazmoñería, yo deseaba, sin embargo, ser visto junto a Nines, por un lado para apuntarme un tanto ante mis colegas que me consideraban un alfeñique aniñado, tan incapaz de ligar como una lombriz con acné, y por otro, para observar qué cara ponía Cheles, al ver darse de baja a un rendido admirador, que la había sustituido en menos tiempo del que se tarda en estornudar.

 - ¿Hijo, estás en Babia o en las Batuecas? ¿Vas a tardar mucho en volver?

He de confesar que los dos tiros me salieron por la culata. La primera vez que Chus y Josemari me vieron paseando con Nines, en el crepúsculo de una de las últimas tardes de junio, por la calle Ferrenal, hicieron como si, por discreción, la cosa no fuera con ellos, adiós, hasta luego, incluso se abstuvieron de llamarme Pinchaúvas. Los muy cerdos. Guardaron toda su malevolencia, que podía ser muchísima, para la primera ocasión en que entré en el bar de Serafín. Ni siquiera había quedado con ellos, porque sabía que me los iba a topar allí. A voz en cuello, como era su estilo, su marca y su sello intransferible, me dieron una bienvenida con más inquina de la que yo había previsto: “Pinchaúvas se ha liado con la mejillonera”. “¿Qué hacías metido en el portal de la pescadería? ¿Estabas contando almejas? ¡Pues sólo había una!” “¡Y olía a mejillones podridos!”. Intercalando risotadas, estuvieron haciendo comentarios de este tenor hasta que Serafín nos llamó la atención por escandalosos. En la sinfonola del bar no dejó de sonar ni por un momento “All You Need Is Love” de los Beatles. La habían retransmitido hacía pocos días, en plenas fiestas patronales, por la televisión, en una emisión que se vio simultáneamente en todo el mundo, o eso dijeron. Como en mi casa aún no teníamos televisor, fui a verla a casa de Chus, con Josemari, y nos quedamos los tres estupefactos, paralizados por una emoción que no sabíamos descifrar. Josemari dijo: “Ya no vale la pena que nadie se tome la molestia de sacar más canciones. Yo estaré oyendo ésta hasta que tenga, lo menos, cuarenta años”.

 - Estás como apamplao Teo, despierta de una vez, que me estás asustando.
 

La reacción de Cheles fue aún más humillante y me dejó clavada una espina indeleble, otra más en el alfiletero en el que se habían convertido mis laceradas entretelas en aquella época angustiosa. Tuve la mala ocurrencia de vagar con Nines por el Paseo. Más me hubiera valido quedarme resguardado en el patio, probando los inciertos labios de mi amiga (este título sí le concedía en mi fuero interno), con nuestro secreto a salvo de todos excepto, quizá, de su colérico padre si le daba por salir a tirar las cabezas putrefactas de unas brecas que había limpiado, por ver si, adecentadas, podía finalmente venderlas a un ama de casa poco escrupulosa.
 

Cuando pasamos ante el banco que congregaba a Cheles y su grupito de amigas, ante las que la Yegua, a modo de exhibición de sus pasmosas habilidades gimnásticas, estaba haciendo unas flexiones que amenazaban descoyuntarla, cometí la torpe vileza de darle la mano a Nines, que se sobresaltó, no tanto por lo inusitado del gesto, como por el coro de risitas y cuchicheos que brotaron del banco: “Fíjate, Pinchaúvas tiene novia”. “Qué formalito va con su pareja, quién lo iba a decir”. “¿Sabéis quién es? La hija de Modesto el pescadero, una zagala que iba a la escuela el año pasado, con mi prima Conchi, y es más tonta que un zapato, la pobre”. Ay, dioses, de haberlo sabido, os hubiera suplicado que me dejaseis sordo anoche, tras oír por última vez “All You Need Is Love”, la que había proferido este último comentario, el más desgraciado de todos, era la mismísima boca adorable de la propia Cheles. Sin contar que Nines, “la pobre”, podía haber captado también las pullas de aquellas víboras pazguatas…

 - Teo, ¿estás bien? Dime algo, cariño.

 - Te he dicho mil veces que no me gusta que me llames cariño. Suena más ñoño que las canciones de Raphael, joder.

 

miércoles, 20 de agosto de 2014

¿Está El Sabio? Que Se Ponga

Esta cita del título, extraída del humor inmarcesible de Miguel Gila, me sirve para ilustrar el por qué traigo hoy alguna otra de las láminas de esa colección de mi vieja enciclopedia de la infancia, que despanzurré para escanear sus vívidos colores, sus vistosos dibujos y, sobre todo, su encomiable afán de divulgar y hacer accesible lo más impenetrable del más misterioso arcano: ¿qué se esconde detrás de los átomos y por qué tiene tan mala leche?

Desde que tengo memoria de las cosas, recuerdo haber escuchado machaconamente que éste es un país atrasado en lo tecnológico, capaz de exportar vinos, aceite, naranjas, peines, botijos y boinas, pero nada que tenga que ver con las florecientes industrias que campean en otros solares: automóviles, electrodomésticos, equipos electrónicos y mucho menos, cosas de esas que tienen que ver con los átomos que, como todo el mundo sabe, desde Chernóbil a Fukushima, los carga el diablo.

 
Desde el “¡Que inventen ellos!” del inefable Unamuno, uno de nuestros más conspicuos próceres, pasando por el automóvil que funcionaba con agua y unas hierbas, cuya patente estuvieron a punto de endilgarle a Franco, hasta llegar a la reconversión industrial que echó el cierre a nuestras factorías más obsoletas y menos competitivas, o sea, a la inmensa mayoría (tengo entendido que se salvaron Fagor, una fábrica de hielo y otra de gaseosas), ha sido este un país castigado por la endeblez científica, el raquitismo tecnológico y la incuria empresarial (mi pobre padre q.e.p.d. trabajó siempre para “jefes” o “amos”, nunca le oí referirse a ningún “empresario”).

Por eso es muy mucho de agradecer que, en aquella época de los prometedores 60, hubiera quien pensara que esta situación era reversible y pusiera su empeño en alfabetizar a la plebe en los arcanos del átomo, las ondas electromagnéticas, las telecomunicaciones, los satélites artificiales y la madre que nos parió, en plan “hágalo usted mismo” o “mecánica popular”. Tal optimismo ilustrativo merecería un homenaje que nadie se va a tomar la molestia de promover: no forma parte de nuestras raíces culturales o identitarias.

 
Yo soy muy pesimista y, para chinchar a mis amigos “progres” que comen huevos de gallinas camperas sexualmente sanas y creen que este país ha sido maqueado en los últimos cuarenta años y está irreconocible, les digo que si hubiera viajado en el tiempo esos cuarenta años y me apareciera aquí ahora, me daría, sí, cuenta del cambio por los modelos de coches, las rotondas y autovías, las publicaciones de los quioscos y los contenedores de basura de colorines… Cambios evidentes que, sin embargo, han dejado las superestructuras intactas: la palpable indigencia científico-tecnológica (¿o hay teléfonos móviles de marca García?), la anemia cultural y, sobre todo, la venalidad política, en la que la choriguindancia de los amigotes del dictador se ha mantenido incólume, pasando, eso sí, a otras manos igual de ávidas (“ara no toca parlar d'això”).

Y qué queréis que os diga, el viejuno y casposo humor del genial Gila sigue inquietantemente vigente. Va un par de muestras (… la cosa de los electrones, ¿eso lo venden en la farmacias?):
 
 

lunes, 18 de agosto de 2014

Una Excursión Al Pelopín

A caballo entre las comarcas del Alto Gállego y el Sobrarbe, se encuentra, para disfrute de los mortales, esta montaña, cuyo pico es el remate de una ascensión nada impresionante, pero muy grata y con unas vistas panorámicas que, si no porque odio la palabra por sus connotaciones mediáticas, no dudaría en calificar de “espectaculares”. Por hoy, lo dejaremos en espléndidas, siendo su esplendor, un regalo no demasiado costoso, porque la subida no es en exceso costosa (eso sí, por una solana asaz achicharrante en verano, lo testifico) y, una vez arriba, la hermosura de las vistas que nos circundan hace que se nos escape “un oooOh muy grande”, lo aviso.
 

Un vehículo ha de llevarte hasta la entrada del túnel de Cotefablo, si procedes de Monzón o Barbastro, o hasta la salida si has venido desde Jaca o Sabiñánigo. El caso es que aparcas y encuentras que han tenido la amabilidad de señalizarte un sendero que trepa sin contemplaciones o una pista más cómoda, pero bastante más larga. Se puede elegir y pronto nuestro objetivo está a la vista, tal que así:
 
 
Ganada bastante altura, comenzamos a transitar por una ancha loma y cuando la dejamos a nuestras espaldas…
 
 
Unos últimos zigzags nos ponen a la vista la cumbre del pico, ya sólo nos falta el último tramo, más breve aún de lo que aparenta:

 

La panorámica desde la cumbre es, como he dicho, excepcional. Especial relevancia tiene la vista hacia el macizo de Monte Perdido, aunque se puede uno entretener con bastantes detalles curiosos.
 



 
Por ejemplo, la brecha de Roland, que aquí se contempla en todo su esplendor de gigantesco portal invertido.

 
O la peña Oroel, con la cruz que remata su cima. Atención, señores, estamos hablando de un punto que dista de nuestro observatorio algo más de 30 kilómetros en línea recta. Para ver la cruz cimera se precisarán unos buenos prismáticos o un potente zoom.

 
También podemos contemplar, a nuestros pies, el pueblo de Otal, abandonado, derruido y hermoso.
 
 
Y, al otro lado, el punto más cercano de “la civilización”: se extiende a nuestros pies la pequeña población de Linás de Broto. Setecientos metros de desnivel hemos ganado respecto a sus casas, más de 500 de ellos a golpe de calcetín. Estamos a poco más de 2000 metros de altura y un bocadillo se hace imprescindible antes de bajar.
 
 
Al terminar, hicimos una visita a algunas de las llamadas “ermitas del Serrablo”. Dentro de la de San Juan De Busa, tuve la ocurrencia de tomarme esta “selfie”, que es una de las más originales que he tenido ocasión de hacerme (y por cierto, en la que más favorecido salgo). No abusaré con esto de las ermitas serrablesas, por ahora: a San Juan De Busa le dedicaré una entrada específica, pues pienso que es uno de los once rincones más hermosos que me ha sido dado conocer en este incierto asteroide.
 
 
He señalizado el recorrido en un mapa algo randero. Dos horas deberían bastar para una ascensión a ritmo sosegado.
 
 
 

viernes, 15 de agosto de 2014

Crecida Del Río Sosa En Monzón

“Polvo, niebla, viento y sol. / Y, donde hay agua, una huerta; / al norte, los Pirineos: / esta tierra es Aragón.” Esto cantaba, con voz campanuda, nuestro Cantautor. Se dejó las canteras y los cantos rodados, por el bien del verso, pero vaya si acertó.

 
Aquí en Monzón, a partir de cierta edad, las personas hablamos mucho del tiempo y es que nos da abundantes motivos para ello: siempre hace malo. Es como una encrucijada donde, variando según la época, se dan cita los peores aspectos de los climas de la Península: las nieblas mesetarias, los fríos montañeses, los vientos heredados de los temporales del norte, las sequías del sureste, los ardientes calores andaluces y las lluvias torrenciales del Mediterráneo, todo a su debido tiempo, en una miscelánea climática que deja quince o veinte días para el buen tiempo, normalmente en octubre. Recuerdo cuando vivía en Barcelona: allí se habla muy poco del tiempo, porque casi siempre hace bueno.

 
Y lo que hoy me trae a esta página, es un extremo muy notable: las tormentas veraniegas con su vistoso aparato eléctrico y su abundante munición de granizo. La que me toca rememorar, tuvo lugar hace exactamente ocho años y fue la causa de una espectacular crecida del Sosa, el riachuelo exangüe que, con más pena que gloria, atraviesa el casco urbano de ésta, en las presentes fechas, soleada y casi desierta ciudad.


El caso es que, el día 15 de agosto de 2006, festividad de la Asunción de la Virgen María a los cielos (mediante tracción angelical), estaba yo en mi terraza a eso de las seis de la tarde, merendando un bocadillo de mortadela de olivas, marca Hacendado, cuando se apagaron repentinamente, como si alguien hubiera accionado un interruptor, las luces del firmamento y, durante media hora o así, cayó lo que aquí denominan “una pedregada de mil pares de cojones” (lo cual debe hacer alusión al tamaño del granizo).


Cuando escampó, se oía un runrún bastante inusitado, así que me armé de mi cámara digital (entonces una Sony V1) y me lancé a la calle a ver qué pasaba. Sin habernos dado cita, estábamos todo el paisanaje del pueblo pasmados ante el cauce rebosante de agua embarrada, arremolinada y atronadora. Qué espectáculo.

 
Los viejos del lugar, cuya memoria se empleaba antes de la generalización de los discos duros, para recordar los eventos del pasado, aseguraban que algo similar se había producido en el caudal del Sosa, hacía aproximadamente cincuenta años, con lo cual me permito inducir que faltan otros cuarenta y dos, más o menos, para presenciar algo semejante y, para los que no pueden esperar, dejo aquí las fotos. El hecho de que no hubiera desgracias personales, me permite sostener cierto tonillo humorístico, pero fue bastante impresionante.
 
 
Y esta es mi favorita:
 
 

jueves, 14 de agosto de 2014

Hard Bach

Me prometí que no haría más entradas con videos musicales albergados en YouTube. En parte, porque colgar mis devaneos con la filarmónica de mi habitación en la citada página me daba mucho trabajo y, en parte, porque no conseguía dotarlos de un sonido satisfactorio. Probé con SoundCloud que es el gadget que se me abre aquí a la derecha en la página del blog. El sonido es, aprecio, mucho mejor, aunque el éxito ha sido parecido: más o menos el que tiene la delegación de “Jamón Guijuelo” en La Meca. Un despistado o dos le dieron al “play” y les debió sonar en los altavoces de la tablet o del portátil una tonadilla como de videojuego antiguo que soportaron durante once segundos. Ése es mi genio musical. Pero yo insisto. Y como dijo Groucho Marx: “estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros.” Así que vuelvo a YouTube con un tema que, más vale que lo confiese, no es música propia.

En el libro “Teclado para torpes aquejados de artritis” venía una partitura, convenientemente simplificada, del Aria de la Suite para Orquesta nº 3 de Johann Sebastian Bach, a cuyo espíritu decidí gastarle una broma. Abrí un secuenciador MIDI, empecé a cacharrear y este es el reverente resultado de mis esfuerzos y desvelos.

 
Creo recordar que, en la carpeta del “Ziggy Stardust” de David Bowie, aparece la siguiente advertencia: “Para ser tocado a un volumen máximo”. Pues eso: si no, aquí, no se sufre lo suficiente con el martillo pilón del bajo y los leñazos de la batería. Sigue tocando, me digo, lo importante es que a ti te guste. Y qué bien me lo pasé versioneando al alemán de la peluca, colegas.
 
 
   

domingo, 10 de agosto de 2014

Una Noticia Buena Y Otra Mala

La conmoción producida por la novela de Rafael Chirbes me ha traído a la memoria un chiste que, para mí, ejemplifica el contenido social y político de las vidas en las que he tenido la posibilidad de entrometerme y curiosear, comenzando por la propia. Mis escasos amigos, pese a que saben que soy un brasas y tienen una acreditada experiencia en rehuirme, me lo han oído contar cientos de veces. Sin embargo, no me seguiré disculpando y ahí va:

“Unos condenados a galeras llevan meses y meses remando por el proceloso mar de los Sargazos, animados por el látigo del capataz que muerde sus enjutas carnes. Un día, el contramaestre sale a cubierta y les dice:

 - Hoy tengo para vosotros una noticia buena y una mala, ¿Cuál queréis oír primero?

Los desmayados galeotes contestan a coro:

 - ¡La buena! ¡La buena! – A lo que el contramaestre replica:

 - La buena es que hoy, tras arduos e interminables meses de navegación, podréis cambiaros por fin de calzoncillos.

Todos gritan de alegría y vitorean, salvo un alfeñique que pregunta:

 - ¿Y la mala?

 - Que será con el de al lado.

… … … … … … …

 
Al cabo de unos días, la misma escena, los mismos agotados remeros, el mismo capataz rayándoles las espaldas y sale a cubierta de nuevo el contramaestre:

- Galeotes, hoy también tengo para vosotros una noticia buena y una mala, ¿Cuál queréis que os dé primero?

Escarmentados de la vez anterior, los condenados responden:

 - ¡Primero la mala! ¡Primero la mala! – Y el contramaestre les informa:

- La mala es que hoy, tras arduos e interminables meses de navegación, se nos han terminado todas las provisiones, así que el rancho se compondrá únicamente de mierda.

Entre los murmullos de consternación, una voz desfallecida pregunta:

 - ¿Y la buena?

El contramaestre compone un gesto magnánimo:

 - Que habrá para todos.”

… … … … … …

 
Un carácter explicativo similar, he hallado en otro chiste que me contó, hace poco, un amigo:

“El paciente amedrentado escucha las recomendaciones del médico:

 - Desde luego nada de tabaco ni de alcohol, ni siquiera una gota de vino o de cerveza. Beba mucha agua. Evite a todo trance las carnes rojas y las grasas. Se acabó el jamón. Azúcar ni un gramo, ni dulces de ninguna clase. Coma, a ser posible, sin sal. Verdura cocida o al vapor, sin guisarla con aceite. Pescado hervido. Yogur natural desnatado. Infusiones. El café también lo puede considerar prohibido. Como ejercicio, camine durante varias horas al día pero, dado el estado de su corazón y de su sistema inmunológico, las relaciones sexuales son muy peligrosas y debe desecharlas…

 - Doctor, ¿y así cree que viviré algunos años más?

 - No tengo la menor idea. Pero los que viva, se le harán mucho más largos.”
 
 

sábado, 9 de agosto de 2014

En La Orilla - Rafael Chirbes

El 30 de mayo de este año, el diario El Mundo publicaba un suplemento titulado “Periodismo y Literatura” en el que se proponía una lista comentada de “Las 25 Mejores Novelas Españolas (1989-2014)”. En ella me sorprendieron sobremanera dos constataciones: en primer lugar no había ninguna obra de Eduardo Mendoza (a ver, pensé, ¿qué analphabeto ha regurgidactado esta chufascoria de lista?) Y, en segundo lugar, los puestos uno y tres de semejante hit parade estaban ocupados por un escritor cuya tinta yo nunca había saboreado, ¿qué especie de desatento lector he sido para zascandilear en semejante ignorancia? Como lo oyen, señores, en el puesto número 3 campeaba “Crematorio”, que me sonaba a una serie de televisión reciente, mas esto sí que me lo disculpo, ya que no estoy atento a tales eventos mediáticos. Y en el puesto número uno, ¡tachaaan! “En la orilla” de Rafael Chirbes. Como soy un chico muy disciplinado, me puse con presteza a intentar remediar este enojoso despiste y me procuré este título, un libro abultado, más de 400 páginas, siempre pienso que, si es bueno, mejor que sea largo (como Ana Karenina).

Otro detalle me impulsaba a leerlo, “la voluntad de denuncia” reseñada en el breve comentario de El Mundo, la tipificaba como una novela de contenido social o político y, no obstante, los legítimos propietarios de “la voluntad de denuncia” que se expresan en Cuatro, la Sexta, la SER o El País, no habían precisamente aireado a los cuatro vientos, ni dado mucha cancha a los esfuerzos de este autor en el terreno de las invectivas y filípicas, ¿por qué será? Me preguntaba yo, lo mismo sus acusaciones caen fuera de los cansinos cánones a que nos tienen acostumbrados y me iluminan, de veras, en la comprensión de la marea de inmundicia, corrupción y podredumbre que ha afectado, durante las recientes temporadas, a este baqueteado solar.

Así pues, me acerco al libro y ¿qué me encuentro? Una historia estructurada en tres capítulos, de los cuales, el central, una especie de extensísimo monólogo interior, ocupa casi toda la obra, con el recurrente y obsesivo ir y venir de los pensamientos y recuerdos de Esteban, un pequeño empresario setentón, que acaba de cerrar una carpintería porque, con la crisis, se ha arruinado.

Esteban planea matarse para dejar con un palmo de narices a sus acreedores, a sus asalariados, a sus colegas del café… De todos ellos hace un inventario muy poco elogioso. Compone un elenco en el que focalizar los trending topics de los tiempos recientes: hipocresía, irresponsabilidad, codicia, egoísmo, deslealtad y mentecatez. No se libra ni el lector. Es un libro opresivo y sombrío, donde la luminosidad natural del paisaje levantino aún permite enfocar con mayor claridad y nitidez la hedionda podredumbre del cuadro así enmarcado. La crítica de Van Gaal se resumiría en un “siempre negatifo, nunca positifo” y es que lo que serpentea (en espirales) ante nuestros ojos es un muestrario ético desolador. Comparado con esto, Zola es un guionista de Disney.

Hay tres figuras particularmente salpicadas por la virulencia del relato, bueno, cuatro si contamos al propio Esteban. Uno es el padre, un viejísimo carpintero, de convicciones izquierdistas, ahora atacado de demencia senil, lelo, incontinente y mudo, al que el protagonista, no sólo no le perdona absolutamente nada, sino que lo culpa por activa y por pasiva, con razón y sin ella, de su fracaso vital, emocional, empresarial y, en suma, absoluto. Otra es la novia y amante de juventud, Leonor, cuyo norte es su propia promoción social, lo que le lleva a deshacerse del hijo de ambos, a casarse con un rico heredero y a huir del terruño de Olba, menos mal que ha muerto unos veinte años atrás, si no el ajuste de cuentas hubiera durado cien páginas más. En cuanto a Liliana, la mucama colombiana que atiende a las necesidades domésticas de Esteban y limpia la mierda del pañal de su padre, la mujer que a última hora le enternece y representa un poco el papel de la inocencia y bondad del esforzado inmigrante, resulta que tampoco es trigo limpio, ni muchísimo menos… Puta y camella no son sus peores baldones. Cosas veredes, amigo Sancho.  


La construcción, con su tono insistente, sus continuos flashbacks, la atmósfera opresiva, reiterativa y maniática, creada por las errabundas evocaciones del viejo y desengañado Esteban, no me remite precisamente a escritores tan claros y diáfanos como Galdós o Delibes, con quienes he leído que le comparaban, sino a un género más oblicuo y angustioso, del que disfruté hace unos años leyendo a Thomas Bernhard, polémico escritor austriaco al que, tal vez sea una tontería, pero esta novela me ha recordado, en el fondo y en la forma.

Se trata, desde luego, de un gran libro, aunque si esta es la mejor novela española de los últimos 25 años, no tendré más remedio que comerme los mocos. Sin ir más lejos, en el puesto número 5 aparece “Juegos de la edad tardía” de Luis Landero que, a mi molesto entender, es una competidora algo así como Maradona lo fue de Goicoechea…


“En la orilla” es una novela inundada de feísmo, en la más asentada tradición española y con una férrea voluntad de estilo que recuerda a “Intemperie” de Jesús Carrasco, que a mí, personalmente, me gustó más.

Aunque disfruté del ajuste de cuentas aquí escenificado, que me pareció muy ecuánime en su reparto de leña “urbi et orbi”, a un cuarto del final se me hicieron un tanto tediosos tantos aspavientos, claro que más me aburrí intentando leer el “Ulises” de Joyce y eso habla, más que de la obra, amigos, de mis limitaciones como lector.

El tercer y último capítulo, donde los malos, requetemalos, se regodean de haber capeado la crisis con una palpable limitación de los daños recibidos, es muy sabroso pero, repito, en el conjunto se acumulan aspavientos y más aspavientos. La criatura le sale tan fea, que nadie se reconocerá (avergonzado) en ella. Le falta ternura, misericordia, complicidad, simpatía. Es como una falla horrenda que, al arder, hubiera de exorcizar la culpa colectiva, pero le falta la fuerza que ese ápice de compasión por sus personajes le presta, por ejemplo, al muy ácido Houellebecq.

Aparte de la malevolencia, similar pero más corrosiva que la que se da entre el famoseo de Telecinco, se disfruta la indudable riqueza de un lenguaje que se mueve con precisión y acierto en muchos planos, aunque en el plano oral no me parece provista de un oído tan fino como “El Jarama” de Ferlosio. No sé pues si recomendarla, porque se me ha hecho larga, de todos modos, no creo que mis sugerencias incidieran, positiva o negativamente, en el índice de ventas de “En la orilla”, pues sólo tengo un seguidor y está de vacaciones.