miércoles, 26 de noviembre de 2014

Dos Minutos De Odio 2. La Culpa De Todo La Tienen Los Maestros

Siempre que un político, un periodista o un presentador se dirigen a los ciudadanos en el contexto de temas educativos, gustan de poner a los docentes en el punto de mira: que si no están tan preparados como los de Finlandia, que si insisten en la desfasada lección magistral, que si habría que evaluar su competencia y productividad… ¿Por qué no azuzan a las masas contra los veterinarios, los fontaneros o los pensionistas? Misterio.

En las series y en la publicidad, es frecuente presentar la figura del profesor como la de un ogro reaccionario, ¿te acuerdas de aquel anuncio institucional para promover el folleteo seguro, donde un profesor rancio y malcarado encontraba un condón en el instituto y, con expresión torva, preguntaba de quién era? Menos mal que al final vencía la solidaridad y se levantaban todos los estudiantes como un solo magma voluptuoso.

Anteayer, en un noticiario aragonés de la radio, don Celso Alertas, presidente de una compañía de las telecomunicaciones digitales, no se me quedó si era Vomistar o Jodafone, más un cetáceo que un pez gordo de las actuales minorías directivas/lavativas, aprovechó la tribuna que los micrófonos le bringdaban para echar otra palada de excrementos sobre el sufrido gremio de la enseñanza, diciendo algo así como que los niños eran digitales y sus profesores todavía no habían sido capaces de hacer un esfuerzo de adaptación y seguían utilizando retrógrados métodos antediluvianos y obsoletos medios analógicos, así que ya era hora de reciclarse (en el oportuno contenedor). Este tirón de orejas a los de la tiza fue la gota que colmó el vaso, me encendió: santo cielo, ¿qué niño de hoy en día necesita ser adiestrado en el manejo de un móvil, una Tablet, un ordenador, una PS Vita, una Nintendo DS, una Wii? ¿Es que aún quieren venderles más chufas? ¿Es que todavía quieren lavarles el cerebro con más pantallitas?

Los niños son, en este país, nativos digitales. Usan estos medios mejor que el peine o la cuchara. Si tienes alguna duda sobre cómo enviar un Whatsapp, configurar la conectividad de un móvil o crear, guardar, compartir o borrar un archivo y hay en tu casa un niño entre cinco y dieciocho años, consúltale a él… Ahora, si eres de Vigo, no le preguntes dónde está Santiago y si eres de Daroca, no quieras saber (por su boca) qué tal es Tauste.

 
Las cosas como son: la “generación más preparada de nuestra historia”, según repite una celebérrima (y cacatuérrima) locutora que uno de estos días terminará la carrera de periodismo, la generación que va a tener que irse a Alemania a desintegrar el átomo, porque aquí los recortes, en opinión de la briosa reportera (que no ha necesitado de los estudios reglados), condenan a nuestros vástagos a desintegrar la caspa o las mondas de patata y la I+D se ha detenido en el asa del botijo.

Pero si la solución pasa por denostar sin descanso a la escuadra de la función docente, apañados estamos. Tal vez he mencionado ya que, entre los hindúes, que creen en la transmigración de las almas, existe la presunción de que aquellos que no hacen caso de sus maestros y se dedican a injuriarlos o a burlarse de ellos, en su próxima reencarnación habitarán la forma de un asno. Es probable, claro, que esta convicción fuera difundida por el gremio de los preceptores, pues eran parte interesada en asunto tan punitivo.

Aunque aquí, hoy y entre nosotros, advierto que ya ha ocurrido, ya nos hemos reencarnado en la bestia que tomamos como epítome de la ignorancia. Desposeídos los pedagogos de a pie de cualquier preeminencia o autoridad, escarnecidos a todas horas, mal pueden ser culpados de los conocimientos que han dejado de adquirir sus pupilos que, eso sí, han crecido felices, pues la ignorancia acarrea una inocencia que no deja de ser muy saludable.

Lo que no entiendo es la saña con la que los medios azuzan a la opinión pública para que siga aborreciendo e inculpando a estos sufridos encargados de las guarderías, donde los infantes de dos a dieciocho años son atendidos en todas sus necesidades, excepción hecha de las intelectuales si las hubiera.
 
Nuestra puerta al futuro: cerrada y sin llamador
 

lunes, 24 de noviembre de 2014

La Boda De Cerdito - Helme Heine

Como don Erre que erre en su celebrada película, sigo obstinado en presentar vetustos y encantadores libros de narrativa infantil. Y no es que quiera arruinarle el negocio al señor Helme Heine, es que sus cuentos me parecen muy buenos y no puedo evitar la tentación de compartirlos aquí con el numeroso público que internet me brinda y que el coreano del Gangnam Style me ha birlado casi enteramente (con toda justicia, ojo). Espero que a sus 72 años el multipremiado escritor  e ilustrador alemán no eche de menos en su peculio los casi tres libros que mi infortunada admiración le ha privado quizá de vender.

Der autor
 
Así que hoy lo traigo de nuevo a esta desdichada página con unas cuantas vanas esperanzas:

 
La de que tal vez un padre o una madre, usando de un tablet, donde se agrandan fácilmente las ilustraciones, se lo cuente en la cama, a la hora de irse a dormir, a su criatura de entre tres y nueve años y, de este modo, la mande al paraíso de los sueños a soñar con la canción de los cerdos felices (los que nunca oyeron hablar de Campofrío, de El Pozo ni de Oscar Mayer).

 
La de que quizá un docente, para relajar a sus niños en la sesión de la tarde, utilice el cañón o la pizarra digital, proyectando en el aula este torrente de imaginativa diversión que sacude el mundo porcino. Una sugerencia de lectura colectiva.

La de que, ocasionalmente, un adulto que no ha exterminado al niño que se lleva dentro, pueda hallar regocijo con una historia ingenua pero ocurrente, corriendo el riesgo de sentir una espontánea y tontorrona alegría por la ventura de estos cuasicongéneres.

La de que lo leas tú y me digas que te ha parecido “un cuento con situaciones y contenidos excesivamente tradicionales para la formación que se pretende impartir hoy en día”. O algo parecido.
 













 

domingo, 23 de noviembre de 2014

La Rosa


El poema más breve (digno de tal nombre) del que tengo noticia es éste, debido al esfuerzo de pureza y decantación lírica del inefable JRJ:

“No la toques ya más,
¡que así es la rosa!”

 
He leído poemarios enteros que me han conmovido menos que estas diez palabras. 
 

jueves, 20 de noviembre de 2014

España Invertebrada - José Ortega Y Gasset

Ignoro cuál es el tamaño y la presencia de los ensayistas e intelectuales españoles en el ámbito internacional, cuál es el peso de sus escritos en la cultura occidental contemporánea, pero sí se la respuesta en lo que se refiere a nuestro propio país: unos perfectos desconocidos.

Yo me crie antes del genocidio cultural que las recientes reformas educativas han decretado y tampoco podría tirar la primera piedra. Disfruté, las cosas como son, de una magnífica profesora de “Lengua Española y Literatura”, doña Ángela Abós, que tuvo la virtud de despertar en mí la curiosidad por los plumíferos. Y aunque el plumífero favorito de la susodicha era García Lorca, también nos nombraba con unción a Ortega y nos hablaba del pensamiento “orteguiano” y de las actitudes “orteguianas”… Que se me lleven los demonios si he sabido en toda mi vida qué rábanos era todo eso.


Así que, a estas alturas, me dije “de hoy no pasa” y me enfrasqué en la lectura de la “España Invertebrada”, un ensayo asaz breve que fue publicado por entregas en el diario “El Sol” allá por 1921, fecha ésta que tuve que mirar varias veces en el transcurso de la lectura, pues en ocasiones me parecía que estaba leyendo la radiografía de la España de ahora mismito: ¡Hace más de noventa años y ya habíamos ingresado en la zopenca putrefacción que nos aqueja!

El señor Ortega compara la nación española, entonces como hoy en perpetuo desguace, con los modos con que transitan por la historia otras naciones como Alemania, Francia o Inglaterra y, aunque, en aquella época en que escribe el ensayo, no están tampoco como para tirar cohetes, sí se nota un poco más disgregada a la patria de los celtíberos. Es inevitable que, don José, remontándose y remontándose en la historia llegue a la conclusión que ya nos podíamos imaginar: se trata de un defecto de nacimiento, siempre hemos estado en decadencia, quitando algún desperece puntual en los albores de nuestra constitución como nación, así que a joderse paisanos.

Pero dejando aparte el pesimismo y la envidia que podamos sentir por la autocomplacencia de los franceses por ejemplo, el autor, en un estilo muy llano, muy sencillo, que no parece propiamente de sesuda enjundia, pasa a detallarnos los focos de malignidad que han descompuesto nuestra problemática e “invertebrada” nación.


Uno, según Ortega, es el particularismo, no sólo el regional, aunque sea el más evidente, sino el de clases y grupos: los militares en sus cuartos de banderas, los eclesiásticos en sus beaterios, los industriales en su específica rapacidad, los aldeanos en sus pedregosos yermos y, si me apuran, los zapateros en sus zapaterías, todos ensimismados en lo suyo, sin ver más allá de su interés y preocupación inmediata, sin la menor visión de conjunto, sin la menor tendencia a la interacción, a la suma de energías y esfuerzos, sin la menor curiosidad por (o complicidad con) los afanes de los demás.

Otro de los lastres es la pésima articulación entre masas y minorías. No es que Ortega y Gasset sea partidario de un régimen aristocrático, bueno un poco sí que lo es, aunque no en el sentido convencional de entregar las riendas de la nación al Duque de Alba y a la Marquesa de Culorrugoso, que eso sería más rancio que las tías solteras de los visigodos, siendo nuestro hombre un diputado republicano que contribuyó a redactar la Constitución de 1931 (eso sí que es pedigrí democrático ¿no?) El “aristocratismo” de Ortega viene de la convicción de que las masas han de obedecer a una minoría de hombres selectos, hoy diríamos “más preparados” o “especialmente cualificados”. Y el quid está en la palabra “obedecer”, que no significa hacer la santa voluntad de aquellos que nos acosan con sus zurriagazos, sino seguir, de modo autónomo y espontáneo, algo que es tomado por la masa como modelo de excelencia, honestidad, gusto y elegancia, conocimiento y buen juicio, o sea, nada parecido a lo que teníamos entonces y aún menos a lo que pulula ahora. Ortega echa de menos, en este árido suelo, unas individualidades lo suficientemente selectas y relevantes y unas masas lo bastante dóciles, que en su taxonomía significa permeables a la ejemplaridad vital de esas minorías. Tales minorías, según él, eminentes y nutridas, las han dado a montón Francia (en humanidades) y Alemania (en ciencias), aquí solo hemos tenido a Ramón y Cajal, así que a chincharse.


Como yo no sé explicar muy bien el tema de la masa y la minoría directora, sin que parezca algo de un autoritarismo desfasado, o peor aún, sin que dé pie a sospechar de mí un elitismo (la masa siempre son los otros) del que me siento más alejado que de los capitanes de yate propietarios de caballos de carreras, recurriré a una larga cita donde luce la diáfana prosa del autor:

“Tal vez no haya cosa que califique más certeramente a un pueblo y a cada época de su historia como el estado de las relaciones entre la masa y la minoría directora. La acción pública -política, intelectual y educativa- es, según su nombre indica, de tal carácter que el individuo por sí solo, cualquiera que sea el grado de su genialidad, no puede ejercerla eficazmente. La influencia pública o, si se prefiere llamarla así, la influencia social, emana de energías muy diferentes de las que actúan en la influencia privada que cada persona puede ejercer sobre la vecina. Un hombre no es nunca eficaz por sus cualidades individuales, sino por la energía social que la masa ha depositado en él. Sus talentos personales fueron sólo el motivo, ocasión o pretexto para que se condensase en él ese dinamismo social.

Así, un político irradiará tanto de influjo público cuanto sea el entusiasmo y confianza que su partido haya concentrado en él. Un escritor logrará saturar la conciencia colectiva en la medida que el público sienta hacia él devoción. En cambio, sería falso decir que un individuo influye en la proporción de su talento o de su laboriosidad. La razón es clara: cuanto más hondo, sabio y agudo sea un escritor, mayor distancia habrá entre sus ideas y las del vulgo, y más difícil su asimilación por el público. Sólo cuando el lector vulgar tiene fe en el escritor y le reconoce una gran superioridad sobre sí mismo, pondrá el esfuerzo necesario para elevarse a su comprensión. En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles.”


Toma del frasco. Me ha molado tanto, que no puedo evitar rematarlo con un chascarrillo viejuno que ilustra acerca de los peligros de la asimilación por la masa de los modos de las minorías ilustradas:

Una sirvienta pretende romper con su novio del que está harta, pero no encuentra las palabras adecuadas para rechazarlo de manera terminante y digna. Decide emular a su señora que también ha liquidado una relación sentimental. La sirvienta estaba espiando a su ama y ésta decía muy majestuosa a un lechuguino: “¡Ingrato, más que ingrato! Que decías que me amabas y no me amas, ¡Te detesto!” Aleccionada por estas frases, va la criada y le suelta a su novio: “¡Gato, más que gato! Que decías que mamabas y no mamas, ¡Te desteto!”

Y es que a veces la docilidad de las masas puede jugar malas pasadas. En el libro hay un curioso y muy actual repertorio de apreciaciones políticas. Tal vez nos sorprenderá la estima en que tiene Ortega al trabajo dificilísimo del político y así habla de la corrupción con un insospechado enfoque. Insertaré otra larga cita para terminar. Leámosla, antes de embrutecernos un rato con la SER (que para todo hay tiempo y ocasión):

“… Esa miopía consiste en creer que los fenómenos sociales, históricos, son los fenómenos políticos, y que las enfermedades de un cuerpo nacional son enfermedades políticas. Ahora bien, lo político es ciertamente el escaparate, el dintorno o cutis de lo social. Por eso es lo que salta primero a la vista. Y hay, en efecto, enfermedades nacionales que son meramente perturbaciones políticas, erupciones o infecciones de la piel social. Pero esos morbos externos no son nunca graves. Cuando lo que está mal en un país es la política, puede decirse que nada está muy mal. Ligero y transitorio el malestar, es seguro que el cuerpo social se regulará a sí mismo un día u otro.

En España, por desgracia, la situación es inversa. El daño no está tanto en la política como en la sociedad misma, en el corazón y en la cabeza de casi todos los españoles.


¿Y en qué consiste esta enfermedad? Se oye hablar a menudo de la «inmoralidad pública», y se entiende por ella la falta de justicia en los tribunales, la simonía en los empleos, el latrocinio en los negocios que dependen del Poder público. Prensa y Parlamento dirigen la atención de los ciudadanos hacia esos delitos como a la causa de nuestra progresiva descomposición. Yo no dudo que padezcamos una abundante dosis de «inmoralidad pública»; pero, al mismo tiempo, creo que un pueblo sin otra enfermedad más honda que esa podría pervivir y aun engrosar. Nadie que haya deslizado la vista por la historia universal puede desconocer esto: si se quiere un ejemplo escandaloso y nada remoto, ahí está la historia de los Estados Unidos durante los últimos cincuenta años. A lo largo de ellos ha corrido por la vida norteamericana un Mississipí de «inmoralidad pública». Sin embargo, la nación ha crecido gigantescamente, y las estrellas de la Unión son hoy una de las mayores constelaciones del firmamento internacional. Podrá irritar nuestra conciencia ética el hecho escandaloso de que esas formas de «inmoralidad» no aniquilen a un pueblo, antes bien, coincidan con su encumbramiento; pero mientras nos irritamos, la realidad sigue produciéndose según ella es y no según nosotros pensamos que debía ser.

La enfermedad española es, por malaventura, más grave que la susodicha «inmoralidad pública». Peor que tener una enfermedad es ser una enfermedad. Que una sociedad sea inmoral, tenga o contenga inmoralidad, es grave; pero que una sociedad no sea una sociedad, es mucho más grave. Pues bien: este es nuestro caso. La sociedad española se está disociando desde hace largo tiempo porque tiene infeccionada la raíz misma de la actividad socializadora…”

Gracias, maestro, por su avilantez. Ah, y nadie dijo que se tratara de un libro optimista.

martes, 18 de noviembre de 2014

Dos Minutos De Odio 1. Detesto Odiar Tantas Cosas

En la pasmosamente lúcida utopía negativa escrita por George Orwell con el título de “1984”, el autor crea una curiosa ceremonia sustitutiva de la misa, los rezos, los mítines o cualesquiera otras pantomimas religiosas, políticas o civiles que requieran la asistencia de un público numeroso, cómplice y esperanzado. Se trata de los “Dos Minutos de Odio”.

Para el que no haya leído la genial novela del autor inglés, explicaré que se reúne diariamente a los “ciudadanos” (me encanta esta palabra que suele sustituir a individuos) en sus lugares de trabajo para hacerles participar, frente a una pantalla, en una especie de frenético exorcismo, en el que son impulsados a exteriorizar su rabia, su impotencia y su frustración, focalizándola en un maligno enemigo llamado Goldstein. El régimen totalitario del Gran Hermano se robustece con estas catarsis.

 
Como nosotros sentimos orientarse nuestras existencias hacia un “régimen” similar, de hecho muchos ciudadanos de la Península ya están disfrutando de algunos de sus caracteres más sangrantes, y por otro lado se ha puesto de moda hablar de liquidar la Transición, que nos sacó de un totalitarismo para quizá llevarnos a otros (de ahí su nombre: transición), me parece pertinente entrecomillar algunos párrafos de Orwell que describen una ceremonia que, a algunos, les debe resultar ya muy familiar.

“Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado que desde hacía mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había sido una de las figuras principales del Partido, casi con la misma importancia que el Gran Hermano, y luego se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y se había escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido.”

 
“Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del ejército que desfilaba a sus espaldas, era demasiado para que nadie pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente.”

  “Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante.”

Así lo describe Orwell. ¿Te suena o no te suena? A mí me resultaría familiar aunque no hubiera leído el libro, porque algunos días veo “la Sexta” que siempre saca a Goldstein.

Manifestación
 
Y antes de que el régimen sea lo bastante diligente como para decirme a quien debo odiar, o me cierren este blog por incitar al odio-no-patrocinado-por-los-poderes-públicos, voy a iniciar una serie en la que, ni más ni menos, detallaré mis odios personales, que son muchos, no tantos como los de Quevedo, que era un gran odiador, pero casi. Habiendo sido toda mi vida un cascarrabias, la edad, en lugar de atemperarme, me está convirtiendo en un viejo cascarrabias. Leo con placer en el mortecino e infumable “El País Semanal” la página donde Javier Marías se queja de todo y de todos y decido emularle como sortilegio para conjurar el lado oscuro que me posee.

En el delicioso doblaje latinoamericano de “Blancanieves”, ésta saluda a los enanitos con un “¿Cómo están?” y el Enano Gruñón le contesta: “Cómo estamos ¿de qué?” Ése es mi héroe.


Última Cena
 
Pero me pasa también como a otro gruñón, éste de color azul pitufo, que dice: “odio bailar”, odio esto, odio aquello y al final: “odio el odio”. Ahí me lo ha clavado, lo reformularé diciendo: “odio saber que todo es odioso” (y ésta no me la he copiado de ninguna recopilación de frases célebres). Es fatigoso odiar y yo ya lo hago sin pasión, voy a transcribir la lista completa de individuos a los que patearía si pudiera, es ésta:

Ni uno más ni uno menos. Están todos. De este modo mis aversiones han acabado cobrando un carácter pasivo que, imagino, será poco saludable para mí, así que en vez de irme a la órbita de Plutón a curarme en soledad de pustulosas inquinas, de tumefactos rencores, de cancerígenas antipatías, voy a manotear un poco y a hacer algunos aspavientos (como el perro que está mojado y se sacude el agua), porque sé que hablar mal gratuitamente de hechos y de personas es muy divertido. Y de este modo, pongo en marcha una terapia para sacudirme el dolor producido por tanto aborrecimiento y tanto desprecio. Por ejemplo, dentro de un par de semanas, pondré a parir a los puteznos que circulan a toda pastilla en bicicleta por las aceras, con la ecobabosa aquiescencia de munícipes mongoloides, o cualquier cosa por el estilo. Lo dicho: algo terapéutico, ahora, eso sí, más breve.
 
Crucifixión
 

viernes, 14 de noviembre de 2014

Pintando Calasanz

Hace algunas semanas estuvimos con unos amigos paseando por Alquézar. La fortuna turística de este enclave es absoluta: era un fin de semana normal, de finales de octubre, y estaba abarrotado. El descenso del río Vero y la visita a la colegiata, por poner dos ejemplos, han remolcado vigorosamente el desarrollo de este pueblo que, a mediados de los años 70 cuando lo visité por primera vez, agonizaba como tantos otros de la zona: abandonados los modos de vida tradicionales, su pintoresco casco urbano de corte medieval y sus atractivos alrededores vinieron a rescatarlo del declive. No ocurrió esto, en modo alguno, con Calasanz, otro núcleo de notable belleza paisajística con el que siempre me da por compararlo. Bien es verdad que este último es más pequeño y carece de ganchos adicionales para deportistas y otros visitantes aventureros. En lo más alto de la comarca de la Litera, languidece este pueblecito, sin que parezcan acudir al rescate sus bellezas paisajísticas, la hermosa factura de sus caserones tradicionales y su situación de mirador de los extensos llanos que se desperdigan a sus pies. La absoluta quietud, solo turbada por el ladrido de algunos perros, acoge al visitante. Ni siquiera un bar: el que quiera beber, que se vaya a la fuente.

 
Me llegaba en numerosas ocasiones a este pueblo de Calasanz ya que desde el mío, en bicicleta es un paseo, exigente debido a las cuestas, pero en absoluto largo. Los casi cuatro últimos kilómetros se hacen por un desvío específico: enseguida van apareciendo panorámicas del compacto conjunto de construcciones encaramadas a un monte no muy elevado pero abrupto y hermoso.

 
En los tiempos en que quería ser paisajista, tomé unas fotos (que he perdido) e hice un cuadro de 100x70 cm. que un amigo tuvo la generosa idea de comprarme, quizá porque le gustaba el enclave como a mí, quizá por motivos de procedencia familiar. No sé qué habrá sido del cuadro, pero el otro día me apareció en un negativo viejo y, antes de que se me vuelva a perder, lo he escaneado y lo pongo aquí, por el mero hecho de que me gusta mucho el pueblo y su entorno, subir cuando llego hasta la ermita de san Bartolomé en el punto más alto y contemplar desde allí el conglomerado de casas, las salinas abandonadas, las ondulaciones menguantes del terreno y los llanos que parecen no tener fin…
 
 
Un día, a no mucho tardar, colgaré algunas fotos de edificios, centradas en sus añejas puertas como de costumbre. 
 
 
 

martes, 11 de noviembre de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 32

Así que aceché y aceché para hacer la entrega que me interesaba, la de “mi” poema que, bien mirado, tampoco era la rendida y detallada declaración que hubiera yo deseado hacer a “mi” divina Cheles, pero era de esperar que algún efecto beneficioso haría en su ánimo.

El momento ideal en apariencia, se dio un día de comienzos de agosto: regresaba al mediodía de la piscina acompañada tan sólo de su amiga la Yegua y reuní el valor necesario para abordarlas desde el resguardo de un seto, cuando entraban en el Paseo desde el Rompeolas. Intenté adoptar el porte profesional de un cartero que entrega una carta certificada con acuse de recibo, pero estaba muy nervioso y casi le meto el sobre en el paladar. Cheles iba ataviada con un vestido malva de tirantes y su piel se había virado con el sol al color tostado de las avellanas, con lo que aún estaba más guapa. Lo cierto es que su presencia me turbaba cada vez más, desde que yo la visitaba en las fantasías solitarias de mi habitación: allí, bajo la cama, tenía enrollada una alfombra mágica, con la que salía flotando hasta su balcón, que daba a la calle Bellido. Llamaba con los nudillos en los postigos de su habitación y ella, maravillada por el vehículo que venía a recogerla, se montaba, sentándose con sigilo a mi lado. Le cogía las manos, luego soltaba la derecha para rozar su mejilla con un suave índice encorvado, desde el pómulo hasta el hoyuelo de la barbilla, mientras la alfombra se deslizaba silenciosa por la cálida noche fragante. Entonces, con el mismo índice, atraía su mentón y nos besábamos. La dulzura de la evocación dio paso a una cierta alarma: ella había rasgado el sobre que contenía el poema con dedos vivos y leía con un mohín de disgusto.

 - No tienes por qué leerlo ahora, -le dije, - es mejor que te lo lleves a casa y allí, con tranquilidad, reflexiones y determines si me tienes que dar una respuesta…

 - No te preocupes, Pinchaúvas, - me contestó. Y me dio mala espina, porque las chicas eran muy cuidadosas con el asunto de los motes y rara vez usaban de ellos con nosotros. Cheles siempre me había llamado Teo hasta entonces. – No me ha llevado más de un minuto leer semejante disparate y sacar conclusiones. Tú debes de estar mal de la cabeza.

 - Pero la idea es que lo releas, lo medites y me contestes cuando estés segura de tu decisión…

 - No hay ninguna decisión que tomar con un zopenco como tú, que no se entera ni de por donde le da el aire. Lárgate y déjame tranquila, anda. – La Yegua le había arrancado el papel de las manos a su amiga y lo leía con subrayado de bufidos e incontrolables espasmos de hilaridad. La tierra tardaba en tragarme y emprendí una retirada deshonrosa, más corrido que apenado, más sorprendido que disgustado. La propia Yegua remató:

 - Eso, Pinchaúvas, aire… Y procura no volver a dar con nosotras en todo el resto del verano, o te retorceré el brazo hasta que te pongas a dar pintacodas como si te voltearan con una manivela.

 
Mohíno como no lo había estado en mi vida, me dispensé de ir a mi casa a comer y pasé una auténtica tarde de perros, disfrutando con fruición de mi abismal desesperanza, llevando mi miserable trasero de un banco a un bordillo, del bordillo al escalón de un portal y del escalón a un murete de piedra que hacía de atalaya sobre el valle del río Gas. Al final tomé la mezquina decisión de que sería Nines la que pagaría los platos rotos de mi ánimo en ruinas. El puntapié que mi dolido espíritu había encajado, se lo iba a transferir a ella y así, tal vez, podría encontrar un miserable consuelo. Me encaminé pues a la pescadería para quedar con Nines, a la que intercepté cuando salía para llevar una entrega con las manos enrojecidas de descamar lubinas. “Quiero que nos veamos a las ocho”, le dije sin más explicaciones y, sin más explicaciones, aceptó muy contenta. Su docilidad me ponía de los nervios y estuve a punto de entregarle el papelito en ese momento. No lo hice por temor a que le diera por ponerse histérica y, alertado por los berridos de su hija, saliera el Congrio del establecimiento, armado con el tentáculo de un gigantesco pulpo a modo de látigo, y la emprendiera allí mismo a azotes conmigo.

Una hora después, en la esquina de Puerta Nueva y Gil Bergés, estaba yo esperando junto al portal del bar “La Cuba” y vi llegar a Nines. Se había arreglado con cierto mimo y, de ser ello posible, hubiera estado hasta guapa. De hecho, un borracho que estaba al otro lado del portal, le silbó y le dijo un piropo del cual dispensaré al lector, pues las vulgaridades que decían los borrachos de Jaca en aquella época, eran como las que se gastaban en Pamplona o en Zaragoza y seguro que las ha oído mil veces. Cuando Nines cogió mi mano, deslicé en la de ella el sobre que contenía la nota con la que pretendía darle puerta y le dije: “Toma, lee esto y, cuando acabes, ya sabrás que no tenemos nada más que hablar”. Aprovechando el momento de indecisión que le produjo la sorpresa, eché a andar con rapidez en dirección a la calle Mayor, ni siquiera levanté la cabeza al pasar por delante de “El Arcángel”, torcí a la derecha, pasando por delante del “Hotel La Paz”, cuyo rótulo pintado en la acera con letras blancas fui leyendo de detrás hacia delante, zaP aL letoH. Un timbre jadeante y chillón vociferaba a mis espaldas cada vez más cerca:

 - ¡Teo, Teo, espera! ¡No andes tan deprisa!

“Ya estamos”, pensé, “vamos a tener el numerito aquí en las cuatro esquinas, en el centro mismo del pueblo y mañana saldrá publicado en El Pirineo Aragonés, en la sección de ecos de sociedad, o mejor, en la de sucesos”.

 
Me volví con una cautela rayana en la cobardía, esperaba ver a Nines demudada y llorosa, o hecha una furia, del tipo basilisco, pero nada de eso: estaba arrebolada, estaba como transfigurada, “ha perdido la razón”, pensé aterrado, “bueno, tampoco era para tanto”.

 - ¡Oh, Teo, eres un sol! ¡Eres un artista! ¡Eres un amor! Eres un cielo, qué poema tan bonito, ¡y lo has hecho para mí! No sabes lo afortunada que me siento.

Le brillaban los ojos, mientras blandía ante los míos, ofuscados por el pasmo, un papel desplegado con las catorce líneas de un soneto titulado Nocturno En Do Menor. “¡La virgen!” Acerté a pensar y el pánico descargó un recio calambre en mi espina dorsal, “entonces qué coño le he dado yo este mediodía a Cheles”. Fulminado por la evidencia, no tuve además valor para desengañar a la pobre Nines, que se pasó las dos horas siguientes ronroneando en un estado parecido al éxtasis. Yo ni abrí la boca, estaba tan perturbado que llegué a la conclusión de que la culpa la tenía Mateo, cómo no.

Mateo, cómo no, que a la tarde siguiente, me decía:

 - Es que eres tonto del culo, no tendré más remedio que darle la razón a ese amigo tuyo medio renco, ¿cómo se llama? Ese, ah, el Chus del demonio. ¿Cómo diantres has podido confundir los papelitos, si nada más eran dos? Anda que tú para cartero ibas a ser genial. Pero, hombre de Dios, ¿cómo conseguiste trafucarte? Bastaba con meterlos en un sobre y poner el nombre de la destinataria. En uno, Nines, y en el otro, Cheles, pedazo de oligofrénico, Nines, y le das tu notita, Cheles, y le das mi poema, pedazo de soplagaitas.

 - Pues eso mismo es lo que hice, poner su nombre en los sobres.

 - Entonces es que no sabes leer, “mi mamá me ama, mi mamá me mima, amo a mi mamá”

 - Ahora que caigo, - medité en voz alta – En el de Cheles, puse Mª Ángeles y en el de Nines… Seguramente lo mismo, porque también se llama Mª Ángeles: es que quería subrayar la seriedad del mensaje que contenían y, claro, no pensé, no me di cuenta de que me podía confundir, la verdad es que estaba algo nervioso y…

 - …Y si hubiera un premio Nobel de majadería, te lo llevarías todos los años. –Remachó Mateo.

A lo que no había nada más que añadir, pero él añadió que no volviera a hablarle de mis penas amorosas en tanto no hubiera dejado preñada a una chica y me tuviera que casar con ella, lo cual, en principio, era un margen considerable de tiempo, dado el estado de las cosas.

A partir de ese día aciago, Nines estuvo cada vez más pegajosa y, para darle esquinazo, me iba a deambular de anochecida con Mateo al Paseo de la Cantera, hasta el banco de la Salud, construcción de obra que circundaba el tronco enorme del árbol homónimo, es decir, árbol de la Salud que, ahora mismo, no recuerdo si era un olmo o un castaño. Un cocotero, seguro que no.

 
Aquellas noches tibias, perfumadas por las flores de los cuidados jardines de los ricos del pueblo que moraban en aquella zona, iluminadas por una luna a la que daban ganas de aullarle y arrulladas por el rumor lejano del río Aragón que se deslizaba a nuestros pies, hubieran permanecido en mi memoria como un remanso de paz, como un bálsamo para el dolor y la tristeza, procurado por la compañía apacible y sensata de Mateo, de no ser por un fortuito detalle que ensombreció aún más mi amargura.

Íbamos paseando, con el incierto rescoldo de la última claridad vespertina a nuestras espaldas, yo iba comiendo ciruelas verdes y tiraba los cascuellos al suelo, Mateo trataba de sacar humo de su pestilente pipa, de la que salía un sordo gorgoteo de brasa inundada y moribunda, con un rancio olor achacado a la diosa Cibeles: picadura barata impregnada de gargajo fermentado. El bueno de Mateo estaba embarcado en un dilatado parlamento que trataba de sentar las diferencias entre chusma y proletariado, cuando le chisté de forma apremiante. El banco de la Salud estaba ocupado por una parejita a la que convenía no molestar si queríamos espiarlos a conciencia. Mateo entró en el juego, haciendo gestos detectivescos con su pipa, y nos acercamos sigilosamente para ver a los enamorados que se hacían arrumacos, ajenos a la eventual explosión de una supernova. “Vaya, vaya,” susurró Mateo muy quedo, “esos dos tienen las manos verdaderamente ocupadas, habría que ser espeleólogo para encontrárselas”. Y más tarde, aún más bajo: “oye, pero ¿no es ese tu amigo Josemari?” Le volví a chistar, estábamos como a diez metros de la embelesada pareja que se estaba dando el filete y yo, que había reconocido a Josemari, no quería pasar por el bochorno de que me viera espiándolo, así que iba trazando un arco que nos mantuviera alejados de los del magreo y de paso abriera un ángulo que me permitiese atisbar quién era ella, por si la conocía y podía presentarme en El Arcángel con el chismorreo y la guasa propicios para la restauración de mi maltrecha popularidad.

Y vaya si la conocía. Tuve que reprimir un vahído de angustia. La luz de la luna dibujaba inequívocamente su perfil de ensueño. Era Cheles Giral.   

domingo, 9 de noviembre de 2014

Referendums De Ayer Y De Hoy

Hoy que las miradas del mundo convergen en nuestros vecinos, llamados a una consulta soberanista cuyas garantías democráticas se entrelazan en una red invisible que va de Kinsasa a Manresa, de Pyongyang a Lleida, de Mogadiscio a Sant Boi e incluso de Qatar al Camp Nou, uniendo, a modo de polos de máximas garantías en las consultas democráticas, a los ya citados con otros muchos que podrían enumerarse. Hoy que hace 25 años que derruyeron el muro de Berlín, guardando los escombros y cascotes para futuros muros que fuera necesario erigir, con el fin de salvaguardar el patrimonio, o los puestos de trabajo, o las singularidades culturales e históricas, o lo que hubiera menester, de algunas regiones ricas y trabajadoras, de la codicia de sus áridas y empobrecidas vecinas. Ojo, no me refiero a la valla de Melilla, que esa sería menester desmontarla, para erigirla de nuevo en la Nacional II, no queda muy claro si al este o al oeste de Fraga, pues la pregunta olvidada en la consulta (la tercera pregunta) sería: En caso afirmativo, ¿quiere que nos anexionemos los territorios que consideramos parte de los Països Catalans por mor de nuestra interpretación unilateral del universo político, económico, cultural y lingüístico que nos hemos proyectado? Sí, sí, sí, que este amor es tan profundo, que tú eres mi consentida y que lo sepa todo el mundo… (bajemos el volumen de los altavoces).


También los contribuyentes manchegos y extremeños
pagaron los costes de este despliegue.
Al saberlo, tal vez votarían sí y sí.

Bueno, pues hoy me ha venido a la memoria, no sé por qué, otra consulta a la que fueron llamados los catalanes y el resto de los españoles, a finales de 1966, bajo la égida de otro caudillo del pueblo, ya que somos un pueblo al que no cesan de mortificar los caudillos que, cual nube de mosquitos, se ciernen inmisericordes sobre nosotros. En aquél referéndum, que muchos han tenido la decencia de olvidar, no es mi caso, se trataba de aprobar la llamada “Ley Orgánica del Estado” y la propaganda institucional (también) fue abrumadora: Sí a Dios, Sí a España, Sí a Franco, Sí a la Libertad, Sí a la Paz, Sí al Futuro… No llegaron (como esta vez) a instar a los votantes al omnipresente “sí” por teléfono, porque entonces las conferencias eran muy caras (y los resortes del miedo aún más efectivos).

En realidad, sólo quería contar una anécdota familiar, pues la reflexión sensata sobre el evento de hoy y sus alrededores, puede leerse en éste artículo de Jordi Sevilla: http://www.elmundo.es/economia/2014/11/08/545d126fca474127688b4573.html

La anécdota, rigurosamente verídica, data del 14 de diciembre de 1966, entonces residía con mi familia en Jaca. Mi padre trabajaba en Villanúa de aserrador y regresaba del tajo bastante tarde ya que, en aquellos años oscuros que tan fácilmente despreciamos, sacarnos a flote conllevaba una jornada laboral de 14 horas. Llegó el hombre y se dispuso a arreglarse para ir a votar “sí” a toda la parentela, pues el citado adverbio venía impreso en las papeletas (siento que no se le haya ocurrido, honorable Artur). En estas, un vecino, le vociferó desde el patio: “¡Landaaaa, no hace falta que vayas a votar, que ya te he votau!” (sic). Esto es, ni siquiera se hacía necesaria la presencia física del votante, no me extraña que salieran más síes de los que el censo traía en las listas. La releche.


Sólo me quedan dos puntualizaciones a los lamentables episodios de las consultas democráticas trucadas de antaño y de hogaño:

Una es que el éxito está servido de antemano: salga lo que salga, los separatistas saldrán reforzados, ¿veis, por no dejarnos, lo que ha pasado? Ahí tenéis una nueva exhibición de nuestro poderío: los ciudadanos están muy cabreadoctrinados. Vosotros os lo habéis buscado, por no poner los medios para nuestra emancipación efectiva: ¡105% de sí y sí! Claro que a nadie se le da una pausa para pensar que el divorcio es cosa de dos: uno sólo no puede divorciarse ante ningún juez, por cohechizado que éste se encuentre: si una parte va a ganar calidad económica y democrática, ¿no será a costa de la otra parte? ¿no es justo consultar a ambas? Pues, por lo que parece, no y no.


La otra reflexión me la da una foto aparecida en la prensa durante la “jornada de refracción” (¿se aprecia el hecho diferencial?) En ella, los enardecidos manifestantes portan unas letras como las de Hollywood, con las que componen el mensaje “SEREM LLIURES”. Y uno piensa que sí. Que ya está bien. Que después de trescientos años que han pasado los pobres catalanes recogiendo algodón en los campos de Extremadura, Oriol X tiene razón, es hora de que su lucha por los derechos civiles comience a fructificar y se acabe la segregación. O, en este caso concreto, que dé comienzo. 
Y ahora, te enlazo a un vídeo de la madre de todas las consultas:

jueves, 6 de noviembre de 2014

Nos Vemos En Remuñe

Hoy me toca rememorar una excursión que hice, en dos o tres ocasiones, cuando era más joven y disponía de mejor tracción y un resuello más contenido. Lo hago porque me he comprometido, más o menos, a repetirla con un amigo que me insistió en que si recuperaba algo de visión, como así ha sido, parece, le sirviera de guía por un valle que desconoce, pese a que ha transitado, infatigable por toda la bella zona ribagorzana.

Lago de Remuñe
 
Para estar en una comarca tan turística, Remuñe es un vallecito poco masificado, más bien solitario. En una ocasión, tal que un fin de semana de agosto, estaba Benasque a reventar de gente, en los campings y zonas de acampada ya no cabía un alma y, en cuanto nos echamos a andar hacia Remuñe, mi mujer y yo, nos topamos únicamente con otra persona a lo largo de toda la jornada, alguien de mi pueblo, ya es casualidad.

Valle de Remuñe
 
La relativa, llamémosla, poca atracción de este paseo, en modo alguno se debe a la falta de alicientes: agua en abundancia, cascadas y remansos, flores, marmotas, paisajes maravillosos y perspectivas de notable majestuosidad, culminan en un lago tan azul que se diría que lo han pintado. Al parecer, la ausencia de los visitantes que abarrotan la Escarpinosa, Aigualluts y otros hermosos lugares, se debe a la necesidad de caminar por un terreno incómodo que, si bien no tiene ninguna dificultad real para un excursionista dominguero (like me), es algo molesto de recorrer: pedrizas, corrientes de agua que hay que cruzar quitándose las botas, un itinerario en alguna ocasión algo incierto, cuyas indicaciones se reducen a los hitos de piedra que algún alma bondadosa se toma la molestia de apilar. Sin ser largo, resulta bastante “entretenido”.

La empinada canal accede al ibón grande
 
Al llegar a Benasque, uno sigue por la carretera en dirección al norte, una ruta que lleva a ninguna parte, pues se acaba de golpe unos doce kilómetros más arriba. Alguien tuvo la idea de que un túnel abriría una comunicación con Bagnères-de-Luchon, pero la idea no prosperó, se dice que, como de costumbre, los galos no cooperaron. Bueno pues, cien o ciento cincuenta metros antes de que la carretera se suicide, un sendero a mano izquierda se interna por un bonito pinar, luego se gana altura pasando por un imponente promontorio (Corona de Remuñe) y se accede por fin al barranco homónimo. A partir de aquí la orientación es indudable, río arriba, con la corriente a nuestra izquierda. Tras un incómodo deambular por una orilla pedregosa, empinada y con numerosos torrentes que afluyen al caudaloso barranco principal, llegamos a un bucólico rellano. Aquí a esos terrenos planos, donde un valle se abre, los llaman “pleta”. Así pues, Pleta de Remuñe, un descansito que lo peor está por venir: hay que cruzar el río y una canal obvia, con una pendiente del copón y unas piedras como autobuses, nos lleva en no más de cuatrocientos sufridos metros a un rellano superior, donde se asienta un lago de unas dos hectáreas que quedará a nuestra izquierda conforme recorramos su orilla. No me importa reiterar lo azul que es, azul ultramar, en una ladera bastante abierta.

El ibón grande...

... no cabía entero en la foto
 
A partir de aquí, podemos acceder en pocos minutos a otro lago chiquitito, apenas una piscina olímpica, éste de color verdoso y oscuro. Finalmente, continuando por un reborde, conseguimos bajar el escalón que nos separa del valle principal y completar un pequeño recorrido circular, ahora hemos accedido a una “pleta” superior, en un terreno encharcado, con un curioso covacho de piedra así, como megalítico, que nos puede servir de refugio o merendero. Se puede seguir valle arriba, pero son palabras mayores, algo ya para excursionistas de pelo en pecho… Los benjamines tiramos para abajo, y luego por donde habíamos venido. Debe costar algo así como hora y media alcanzar el ibón grande y cuatro horas completar el circuito.

El ibón pequeño, diminuto
Este paseo me gusta especialmente porque compendia los atractivos del Pirineo Central. Es como si fuera un muestrario o un “menú degustación” de las maravillas que puedes encontrar en otras excursiones más monográficas, hay un poco de todo lo más hermoso. Sentiría darle publicidad y acabar con su carácter recoleto, apartado y solitario, menos mal que no me lee ni dios.
Agua en abundancia

Ah y otra cosa: “in illo tempore” no había dado comienzo la era digital y gastaba yo unas cámaras fotográficas que hoy se negarían a vender en los bazares chinos. A ver si cuando vuelva, consigo unas fotos decentes.
 
El itinerario