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martes, 15 de noviembre de 2016

La Superluna

¿Alunizando o alucinando? Ninguna de las dos cosas por desgracia. La prensa (digital e impresa) anunciaba para la noche de ayer una Superluna, más grande, más luminosa y más mediática que las vulgares lunas que surcan el cielo sin atraer otras miradas que las de los enamorados, los hombres lobo y los distraídos, así que a las 18:18 estaba yo, en las afueras de mi pueblo, cámara en ristre para captar el fenómeno: la Superluna superguay asomando por el horizonte...



Solo que, supercegato de mí, no advertí que los cables del tendido eléctrico, esos que cruzan el horizonte en todas direcciones, se interponían entre mi objetivo ávido de captar la secuencia de la salida de nuestro ciclado satélite y afeaban su dorada faz. Cagada, colega, en dos sentidos: todas las fotos tenían la luna rayada y desenfocada, porque además el enfoque automático se fijaba en los cables. Esta es una de las fotos reales, la anterior estaba, ay, retocada.




Intenté paliarlo cambiando de ubicación, pero no era mi noche: la Luna cercana al horizonte se ve menos nítida que cuando está en su cénit, así que no son las mejores fotos que he conseguido sacarle. Una ocasión perdida.




Aprovecho la oportunidad para plantear una cuestión curiosa: extendiendo el brazo, ¿con qué objeto redondo podrías tapar enteramente el disco lunar, ¿con un plato? ¿Con una pelota de ping-pong? ¿Con una moneda?




La respuesta correcta es desconcertante ¡bastaría con una lenteja sostenida entre tus dedos índice y pulgar! Pruébalo.




jueves, 14 de abril de 2016

Castillo Bajo La Luna

¿Cómo se sujeta la Luna en el cielo? ¿Y qué pasaría si la Luna se cayera sobre la Tierra? Estas eran dos invariables preguntas que los niños me hacían cuando me tocaba intentar suministrarles un conocimiento básico del Sistema Solar: planetas, satélites, estrellas, asteroides, cometas y toda la parentela, representando en los cielos su danza incomprensible y luminosa. El hecho de que la Luna no nos pueda caer encima, con el consiguiente desnucamiento, me temo que continuaba siendo un arcano para los más temerosos de entre los alumnos, pese a mis esfuerzos didácticos y a los esfuerzos científicos de Galileo, Newton, Kepler y el resto de los muchachos.

Tierra y Luna: comparación de tamaño

Cuando renuncié a hacerme entender, traté de consolarlos con el insignificante tamaño de la Luna. Esta es una buena pregunta ¿cuál es el tamaño de la Luna? Ellos me la comparaban con un plato espacial, con un balón astral, con un queso cósmico… Pero cuando conseguía convencerles de que, con el brazo extendido, basta un simple garbanzo entre los dedos para taparla completamente (probadlo), el consuelo era muy eficaz: la caída de un simple garbanzo celeste no puede ser tan devastadora…


Evidentemente, la luna de la foto está inflada, no sé si como venganza sobre mis antiguos y entrañables alumnos, o como homenaje a Lars Von Trier, cuyo planeta Melancholia viene a caer sobre la Tierra en una estremecedora fábula cinematográfica sobre el fin del mundo.



El castillo de Monzón recibe al atardecer una luz ciertamente melancólica (quizá la que me gustaría ver cuando mi mundo, o sea, mi existencia, se liquide). Y en la imagen, una Luna recrecida por artificio fotográfico, pone una nota entre ominosa, ingenua y poética en la plácida luz del ocaso. En fin, pasatiempos propios de quien no aprecia la programación televisiva.

martes, 10 de noviembre de 2015

Sobre El Cielo, El Firmamento... Y Más Allá, El Paraíso

Se conoce como dolor metafísico aquél que experimenta el ser humano al tomar conciencia de su limitada condición, asediada por las carencias (aunque tengas un chalet con cuatrocientos cuartos de baño) y propensa al tedio, al hastío y a la insatisfacción (que no remedia ni la farlopa de mejor calidad).

 
Este desdichado anhelo, acomete al refugiado sirio, que escapa de los esbirros de Alá para venirse acá, o mejor, a Alemania, y es experimentado por el millonario californiano que se baña en una piscina privada olímpica cuando, al salir del agua, descorcha una botella de Dom Pérignon Vintage, puesta a refrescar en un cubo de hielo.

 
Es un dolor sin remedio: puedes vanamente combatirlo, con la serena meditación o el más festivo de los aturdimientos, lo que te dé mejor resultado. Se logra ahuyentar mínimamente unos instantes, en los que permanece en los márgenes de la consciencia, como un ruido de fondo, y luego regresa triunfante a exigir su tributo: la angustia.

 
Particularmente, soy más dado a la contemplación. Y estos cielos de otoño me ofrecen un magnífico motivo, de ahí que los comparta.

 
Mirando el cielo cambiante de algún revuelto atardecer, consigo olvidar que, tras el espectáculo de luz y color que brindan las nubes jugando al escondite con el sol, más allá, está el inabarcable firmamento, el espacio ilimitado donde nada somos y nada significamos.

 
Y más allá, más lejos de nuestro alcance, el paraíso que, seamos serios, nadie debería habernos prometido. Dado que no soy creyente, el paraíso me hace mucha gracia y evapora parte de mi angustia en una leve hilaridad: noche tras noche, mil años con cada una de aquellas huríes que me hayan sido destinadas, sin que ellas pierdan nunca su virginidad, vaya un encargo a mis años…

 
O una eternidad viendo a dios, cara a cara, si cuando aún iba a misa se me hacía una hora increíblemente larga… En fin, confiemos en que, más allá del firmamento, la divina presencia que contempla el fallido ensayo humano, decida que no vale la pena preservar semejante especie y destine el paraíso a… sus fieles cigüeñas, por ejemplo. Y a nosotros que nos deje sumidos en el embrutecimiento del bienestar terrenal, para lo que bastaría con mejorar los programas de televisión y hacer más eficaces los analgésicos usuales.

Estos dos párrafos anteriores, los considero una oración personal, un padrenuestro en plan lerdo.

 

lunes, 19 de mayo de 2014

30.000 Atardeceres

Estoy en la pared orientada al oeste de una ermita que corona una pequeña elevación cerca de mi pueblo, aunque alejada de su ajetreo. Un poyo de obra brinda un descanso frente al crepúsculo y, en su contemplación, me asalta una ocurrencia entre filosófica y fotográfica: una persona que no tiene otro compromiso, acude aquí todas las tardes de su existencia a documentar el ocaso del día. ¿Cuántas veces le sería dado hacer este cotidiano registro? He calculado que, teniendo la fortuna de ser lo bastante longevo, unas 30.000 veces. Esas son las dimensiones de nuestro perdurar. No me preguntaré si son muchas o pocas, aunque sé que casi todos anhelaríamos ser testigos de unas cuantas más, ignoro si muchos ambicionarían el tedio de ser millonarios en este desempeño.

 
Los crepúsculos así registrados serían tan parecidos y tan diferentes… Constituirían una colección y un testimonio, a la vez apasionante e insípido, que sería una metáfora de nuestra propia vida, mira tú por dónde.

 
Yo, como soy muy voluble, sólo tuve paciencia para hacerlo en una ocasión, pero si cierro los ojos y multiplico la secuencia por treinta mil, me hago una idea de la dilatada secuencia que enmarca nuestro transcurso. Y también, ay, que habrá uno que será el último que habremos contemplado. Estaba el otro día releyendo a mi admirado Borges y me coló la palabra “eviterno”. Como no recordaba su significado, lo miré en el diccionario y ponía: “Que habiendo comenzado en el tiempo, no tendrá fin; como los ángeles y las almas racionales”. Ahí está el quid, con fe o sin ella, nos pretendemos eviternos.

 
Me hubiera gustado que la secuencia hubiera tenido un encuadre fijo, a pulso queda poco profesional, pero uno no sale por ahí a meditar en la fugacidad de nuestra existencia con un trípode. ¿O sí?

 
Cuando le comento a mi amigo el Resentido, la ocurrencia del testimonio fotográfico de todos los atardeceres que nuestra vida nos permitiera contemplar, me pregunta que cuál sería la finalidad, la remuneración o el fruto de una empresa tan disparatada. Le contesto que cualquier otra empresa que acometamos tiene, en su balance final, unos resultados muy parecidos y, por una vez, no sabe qué contestarme.
 


 
 
 

jueves, 6 de febrero de 2014

Fondos De Escritorio HDMI

Soy una persona bastante voluble. De joven, unos amigos de Zaragoza me decían: “tú tienes más pareceres que una fulana”, frase ésta que me sonaba llamativa y sentenciosa y que no ha empleado nadie más que yo haya oído, en ninguna circunstancia, desde hace mucho tiempo. El caso es que tengo la costumbre de cambiar, cada dos o tres semanas, el fondo de escritorio del ordenador. A veces echo mano de una página que se llama “Fonditos” ( http://www.fonditos.com/ ) y, a veces, busco en Google a pelo, sin más. Cualquier cosa que me guste o me haga gracia (y ocurre a menudo), la zampo en mi escritorio, donde hace de wallpaper hasta que me canso, que suele ser pronto.
 
 

Por este motivo, el otro día andaba yo de navegación, con el ánimo de pescar una buena imagen y escribí en el buscador: “fondos de escritorio HDMI”, lo de HDMI viene a cuento porque gasto un monitor de 1920x1080 píxeles, es decir, alargado, panorámico, y de nada me sirve pillar una imagen que me guste, si luego tengo que recortarla (mal), o deformarla (peor aún).
 
 
El caso es que le doy al “intro” para que Google se ponga a buscar sitios e imágenes por mí, cuando, cuál no sería mi (grata) sorpresa, da con una de mi propio blog, de Entusiasco. Me sentí muy halagado por esta fortuita (y afortunada) coincidencia, así que hoy he decidido hacerlo aposta, con alevosía: mandar a la nube (o al viento), una docena de imágenes de 1920x1080 para que se las ponga en su monitor, sin tener que modificarlas, cualquier navegante que las encuentre de su gusto. Y desde aquí le doy, además, las gracias, ¿o no?
 
 
Incido en mis habituales temas fetiche: flores, cielos y demás. Procuro que las fotos sean “naturales”, frente a las imágenes demasiado “perfectas” que se suelen encontrar por ahí como fondos…
 













 

lunes, 2 de diciembre de 2013

El Lenguaje Perdido De Las Grúas

El título de esta entrada, lo tomo prestado de una novela (The Lost Language of Cranes, 1986), nacida de la pluma de David Leavitt, un escritor neoyorquino de gran predicamento en la comunidad gay. La novela habla de incomunicación, soledad y frustración y, sí, también habla de grúas.



Si mal no recuerdo, en algún capítulo, se contaba el estrafalario caso de un niño desatendido, que imitaba el comportamiento de las grúas porque era lo único que veía desde la ventana de su habitación. No es sólo que en Norteamérica estén un poco “p’allá”, sino que, es cierto, las grúas tienen un algo de misterioso y atractivo, sobre todo vistas al atardecer, en el momento en que cesa su actividad, como acostumbraba yo a contemplarlas desde mi ventana, cuando crecían como setas en las extensas afueras de mi pueblo.

Por aquél entonces, su misterio se materializaba en que eran el símbolo más visible de una prosperidad económica, más o menos ficticia, que se ha evaporado sin dejar otro rastro que la pobreza que ya nos adornaba y otra tanta que hemos importado. Planteaban un enigma: ¿quién va a poder adquirir todas estas viviendas, si cuesta una vida ganar el dinero necesario para comprar una casa?

Evidentemente las esbeltas grúas no tenían la respuesta, su secreto lenguaje consiste, por estas tierras, en una sucesión de silbidos y crujidos, unos ruidos como de mecánicos suspiros inertes que el viento va tañendo en sus afilados perfiles. Ahora se echan un poco de menos en el paisaje. Allá donde las levanten en este momento, escucharán su idioma indescifrable (y algún niño perturbado como aquél de la novela, las imitará extendiendo sus brazos y girando como un derviche).




sábado, 5 de octubre de 2013

Esplendor En Los Cielos De Otoño

 

 Con cierta frecuencia, el otoño nos obsequia con atardeceres esplendorosos, donde el sol, bajo el horizonte visible, ilumina el vientre de las nubes, tiñéndolo de una incomparable gama de anaranjados, malvas, ocres, rosas, dorados, violetas y granates, en un delicadísimo registro luminoso y cromático. Vamos, que es digno de verse.
 
 
Lo más común es que se trate del remate de un día ventoso y desapacible. Cuando ha hecho mucho aire, como decimos aquí, las nubes se han visto desgarradas, retorcidas, torturadas y estos destrozos y jirones arremolinados permiten que la luz se cuele por insospechados pasillos y se vaya matizando en disparatadas claraboyas.
 
 
Estoy mirando al cielo desde mi terraza y, antes de que me dé un arrebato de melancolía por la fugacidad del tiempo, o algo semejante, entro a por la cámara digital para atrapar estos incorpóreos juegos de la luz en el poniente.
 
 
Las fotos pertenecen a momentos de otoños anteriores. No están retocadas más allá de algún recorte o algún adecentamiento muy básico, es decir, son reflejos naturales de atardeceres plasmados tal cual. Para retratar el cielo así, la única previsión que hay que tomar es poner la compensación de exposición EV entre -1 y -2. A veces el enfoque automático por detección de contraste no funciona y hay que echarle paciencia. La misma que para aguardar el momento de estas luces mágicas con la reverencia que merecen.
 
 
 

lunes, 29 de julio de 2013

Una Señal Del Cielo

Esta vez me veo obligado a jurar por mi honor que no se trata de una imagen manipulada, sino de una toma real. Sólo he retocado los niveles, porque la exposición se llevó a cabo en una hora muy tardía y salió algo oscura. Tomé la foto en el Sobrarbe hace unos días, mirando hacia el Pelopín, que es el pico que se ve a la izquierda en segundo término.

 
Ahora bien, el resultado me hace reflexionar: ¿es una señal del cielo? Unas fuerzas cósmicas parecen haber dibujado una “F” en el firmamento. Lo primero que me acude a la cabeza es “F de fiestuqui”. Tal vez más allá, sobre nuestras cabezas, estén celebrando una fiesta, o quizá las fuerzas que mueven el firmamento quieran bendecir la fiesta de los que estamos en estos rincones pirenaicos de vacaciones.

Pero hoy, al ver en la prensa las extensas multitudes de enfervorizados jóvenes brasileños, me ha venido, como a San Pablo en el camino de Damasco, una repentina y cegadora iluminación: es la F de Francisco, el Papa que está de gira por Latinoamérica, , predicando la insurrección en nombre de la fe, la santificación de las favelas, la pobreza inmanente decretada por Dios para la salvación de los hombres, el daño que hacen las drogas no suministradas por él y algunos otros estribillos por el estilo. Y cosechando un éxito similar, cuando no superior, al de una estrella del rock en sus mejores tiempos. ¿Qué tendrá este hombre que hasta el neón del cielo publicita su alias de guerra? Su mensaje no es nuevo: esta canción lleva más de dos mil años sonando en nuestros fatigados e irredentos oídos… Su compromiso es dudoso, y si no que prueben los de las favelas y traten de desplazarse al Vaticano a vivir del bueno de Francisco. Pero es indudable que algo deben ver las multitudes en él.

Algo que, por cierto, yo no soy capaz de apreciar. Me alegro de que este anciano tan incuestionablemente religioso propugne con ardor el Estado laico. En eso, por lo menos, estaremos de acuerdo: yo, a mi vez, me siento tan laico que no puedo ver en él, sino al jefe del Estado más pequeño del mundo y uno de los menos democráticos. Aunque el que la jerarquía y el poder, en tal Estado, estén vetados a las mujeres, lo acabo entendiendo. Imaginemos que un día el Papado se abre a la influencia feminista e igualitaria y transige: podría acabarse llamando el Mamado.

Y francamente, suena mal.