domingo, 29 de noviembre de 2015

Locomotoras 2

Un tren eléctrico. Esa fue la ambición material que mi infancia, en la España de la estrechez material, vio eludida y quebrantada. Me tuve que contentar con uno de aquellos a los que les dabas cuerda con una llavecita y completaban tres o cuatro vueltas por una vía circular, qué le vamos a hacer, tampoco estaban tan mal. En su propia infancia, mis hijos no le hicieron puñetero el caso al tren eléctrico, adquirido por el padre con el fin de aliviar retroactivamente su frustración. Sin contar que el modelismo ferroviario y sus ansias expansionistas exigen, también hoy, un considerable desembolso de tiempo, dinero y espacio.

Mi infancia, como contaba ayer, estuvo muy próxima al tren. La línea Zaragoza-Canfranc no estaba electrificada, de modo que no comprendo por qué hoy está electrocutada, muerta y abandonada: doscientos mil zaragozanos suben a esquiar cada fin de semana, entre el próximo y el del domingo de resurrección, montando unos atascos de cristo y muy señor mío y no hay un puto tren, han sacrificado todo al AVE, que debe de ser rentable del copón (sobre todo cuando lo reflotemos entre todos los españoles por vía tributaria).
 
Bueno, si dejo de hablar del presente, dejaré de decir tacos y rememoraré cuando, en Francia, vi por primera vez una locomotora eléctrica, como la que la ilustración destripa, en un convoy que hacía casi doscientos kilómetros, entre Dax y Burdeos, en poco más de una hora. Hablo de 1964 y en mi pueblo, entonces Jaca, contar eso era como hablar de la televisión en color o de ir a la luna… En aquel adelantadísimo pais, la renfe se llamaba SNCF (Société Nationale des Chemins de Fer Français) y los trenes, en general, eran más limpios, más cómodos, más rápidos, más puntuales y más frecuentes.

 
Calla, que había por aquí un tren bastante moderno: se llamaba el TAF (Tren Automotor FIAT) y yo siempre lo vi por fuera, ya que el billete era más caro que el yogur de diamantes. En Sabiñánigo, salíamos al balcón para verlo pasar, como si fuera la Vuelta Ciclista a España. Decían los que se montaban para ir a Zaragoza que tenía hasta aire acondicionado y, en vez de tardar cinco horas, tardabas sólo tres en ir de Jaca a la Estación del Arrabal. El vértigo de viajar a una media de casi sesenta kilómetros por hora, era debido al mal trazado de la vía y a las pendientes. De hecho, entre Jaca y Canfranc, hay un túnel donde el tren entra, describe un círculo completo (mejor dicho, una espira) y sale por el mismo lugar que ha entrado, solo que algunas decenas de metros más arriba: este singular lazo, lo hace, sobre todo, para ganar altura, puesto que intentar marear a los viajeros en tren, es un tanto difícil.
 
El TAF era más pulcro que las locomotoras “de carbón”, si consideramos que las emisiones de plomo y otros regalos de los motores Diésel (no manipulados en aquel entonces) son más limpias que la alegre carbonilla de las máquinas de vapor. Los niños de ayer contemplábamos los distintos modelos de las negras máquinas con los ojos como platos, si no recuerdo mal, hasta salían en cromos y sellos…

 
Caramba, nunca pensé que, ahora que nos hemos quedado prácticamente sin servicio, en la línea de Zaragoza a Lérida, plantado en la inhóspita y absurda estación de Zaragoza Delicias, echaría de menos aquella voz metálica y casi incomprensible de los altavoces: “Treeen Ferrobús, con destino Lérida, que se encuentra estacionado en la vía 2, andén principal, va a efeztuar su salida. Tiene parada en todas las estaciones y apeaderos.”  
 
 

sábado, 28 de noviembre de 2015

Locomotoras

Un lector de “La Pequeña Ciudad Episcopal…” que confundía este relato que voy tejiendo allí con una especie de memorias de juventud, ya que la mía transcurrió también en Jaca, me hizo la observación de que en la historia “salían muchos trenes”. Bueno, es verdad, siento amor y odio por el tren y, en consideración a tan poderosos sentimientos, relataré, en esta entrada y la próxima, la “verdadera historia” de mi vasallaje con este, entre nosotros, ultrajado medio de transporte.

Cuando niño, viajaba en tren con mucha frecuencia por un par de motivos que no creo haber referido en estas páginas. Mi familia vivía en Jaca, asomaban los felices sesenta y a mi padre le salió un trabajo de aserrador en una serrería de Sabiñánigo. El trabajo venía con derecho a vivienda, una de la empresa, donde también se asentaba la oficina del escribiente: habitábamos un piso grande, sin una de las habitaciones que, en horario laboral, nos obsequiaba con un incesante repiqueteo de máquina de escribir. Decidimos no levantar la casa de Jaca: Viviríamos de lunes a sábado en Sabiñánigo y del mediodía del sábado a la tarde del domingo, en Jaca, que era más chic (!)

Nuestro piso de Sabiñánigo se alzaba al lado de la vía del tren, a menos de cinco minutos de la estación. El tren subía desde Zaragoza y tenía su hora de llegada a la localidad a las doce del mediodía, instante preciso en el que mi madre me solía mandar a la estación a preguntar con cuánto retraso venía, mientras ella iba terminando las faenas de la casa y el equipaje. “Hoy trae media hora”, “han avisado de que lleva hora y cuarto de retraso”… Parece un procedimiento aventurado pero, en tres años, perdimos el tren dos veces, es decir sólo en dos ocasiones fue lo bastante puntual para dejarnos en tierra.

 
Las locomotoras eran de vapor, negras como el rey Baltasar, y dejaban las sábanas que mi madre había puesto a secar en el balcón de la cocina tiznadas de una carbonilla aceitosa. En invierno hacía tanto frío que las sábanas, en lugar de secarse, se helaban y  se quedaban tiesas como hojaldres y como hojaldres se quebraban si las doblabas. Ennegrecidas y rotas, pobre madre.

El trayecto entre Sabiñánigo y Jaca, unos dieciocho kilómetros, duraba alrededor de media hora, incluía una parada en la estación de Navasa, donde nunca subía ni bajaba nadie. Había, en aquel tren que la gente llamaba “el canfranero”, vagones de primera, segunda y tercera clase. Estos últimos tenían los bancos de madera, los de segunda estaban tapizados en un plástico con tendencia a agrietarse y escupir una espuma esponjosa y rancia. Los de primera no lo sé, nunca viajábamos en primera.

 
El nombre de “canfranero” aludía a que el convoy llegaba a la estación internacional de Canfranc, uno de los edificios más lujosos (junto con el del Pilar) que yo vi de pequeño. Ahí se podía enlazar con los trenes a Pau y, desde aquí, al resto de Francia.

Y esto me lleva al segundo motivo que me hacía usuario del ferrocarril, en aquella época donde no se había democratizado, no ya el avión, sino siquiera el automóvil, el “coche particular” según le llamaban entonces. Tal motivo procedía de que mis abuelos paternos vivían en Francia, exiliados a consecuencia de la Guerra Civil. Ir a verlos hasta la Auvernia, en el centro del país vecino, era un viaje en el tiempo, una incursión en la libertad, una odisea ferroviaria, un veraneo asequible para mi familia y muchas otras cosas de índole más personal: algunos de los veranos más dichosos de mi infancia y primera juventud transcurrieron tras este desplazamiento de unos mil kilómetros en tren. Por eso tengo el inconsciente poblado de locomotoras, igual que otros han soñado cuando eran niños con caballos.  

miércoles, 25 de noviembre de 2015

No A La Guerra 2 (El Regreso)

“La violencia nunca ha solucionado nada.” Osama Bin Laden.
“Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen.” Mateo 5 - 44. Palabras de Jesús, que el Santo Oficio hacía grabar siempre en alguno de los leños con los que se quemaba vivos a herejes, apóstatas, brujas, blasfemos y algún que otro endemoniado.

Nunca deja de sorprenderme la poca huella que cincuenta siglos de religiones monoteístas han dejado en la conciencia de los descendientes de Lucy (el homínido más antiguo conocido, de cuyo descubrimiento se cumplían ayer 41 años, felicidades yaya).

No es que otras religiones (incluyendo el positivismo) hayan tenido más éxito en adecentar este error evolutivo que es el ser humano, pero bueno, si tienes un dios que te exige poner en su altar el corazón palpitante de los enemigos recién degollados, debe estar dando saltos de contento, mientras que si tu dios es Amor, es llamado el Misericordioso y te ha hecho a su imagen y semejanza,  un calabacín sería adorado con mayor merecimiento.

Así que, a lo que parece, se avecina otra guerra, ¿o es la misma? Como decía el gran Gila, “Óigame, ¿la guerra del catorce? No, ésta es la del dieciséis, la del catorce es más abajo”.

 
¿Ayudaremos a los franceses o a los yihadistas? Según los que han convocado la manifestación del próximo sábado en la plaza del Museo Reina Sofía, “a ninguno y que gane el mejor”. A esta manifa madrileña estamos invitados todos los demócratas (incluido el señor Mas) y los islamistas de buena voluntad. La foto de las Antiazores se la harán, cual nuevo triunvirato de un tiempo nuevo, don Kichi, Colau y Santisteve, bajo las pancartas de “No A La Guerra” y “No En Mi Nombre” (un consejo, sería práctico traducirlas al árabe, digo, y tampoco estaría mal "Molan Los Que Se Inmolan") y luego los pacifiestas se irán a tomar unos callos y a cercar unas sedes del pepé o, mejor aún, de upeydé, que estarán más desguarnecidas.

¿Cómo vamos a ayudar a los franceses – quizá diga la señora Colau - si ellos nos trajeron los Borbones, contra quienes aún estamos embarcados en nuestra guerra, uy perdón, lucha popular de liberación nacional?

 
Pero la más expresiva ha sido esta vez la alcaldesa de Madrid que, a mí, me recuerda a la tía Leo de los antiguos anuncios de Avecrem, cuando ha manifestado: "Para evitar este terrorismo y cualquiera es fundamental trabajar muchísimo en lo que siempre se debe trabajar, para la paz, y es en el diálogo y en buscar alternativas para hacer posible que haya una empatía, para intentar ver en el otro a un ser humano, y hacer lo imposible para lo que lo llamo la educación para la paz". Me conmueve: la imagino sentada en una terraza, tomando una zarzaparrilla y espetándole este discursito al tío del Kaláshnikov… Cuando el intérprete del ayuntamiento de Madrid, le traduce estas bellas palabras al supuesto terrorista, al hombre, al ex agresor, se le humedecen los ojos y de ellos se desprende la venda que le ofuscaba al infeliz, en ese momento, aunque es un pobre marginado, decide sentarse y pagar él la ronda.

Claro que esto puede ocurrir un viernes por la noche y hallarse el intérprete disfrutando de su asueto, de weekend en Túnez. Entonces esa víctima de la exclusión social que empuña el AK-47, no se entera de nada, suelta la ráfaga justiciera y nuestra incomprendida regidora queda hecha un colador o mejor, dada su jerarquía, una inoxidable escurridera. Qué desastre, qué barbaridad, qué horror como dijo el bueno de François, no quiero ni pensarlo.
 
  

lunes, 23 de noviembre de 2015

Encinas Agarradas A Las Rocas

Estas encinas que he tenido la ocurrencia de fotografiar se afianzan en las rocas del mismo modo que nosotros nos aferramos a… ¿qué? Ay amigo, si lo supiera, en vez de estar haciendo filosofía barata en esta página de mongólogo interior, estaría escribiendo un libreto para Broadway, con el título de “Qué bello es vivir 2”, mientras un productor andaría buscando una réplica de James Stewart con el sex-appeal adaptado a los gustos actuales (una especie de maltratador desaliñado pero tierno, con tatuajes en la chepa, ¿o ya está pasada de moda esa pinta? Tendré que hojear alguna revista de actualidad para ver anuncios de desodorante masculino, antes de seguir diciendo indocumentadas necedades…

 
Volviendo a las encinas, que aquí llamamos carrascas, he de decir que, personalmente, encuentro que se trata de seres vivos fascinantes, con los que tiendo a identificarme mucho más que, pongamos, con los alcornoques. ¿Y por qué? Las carrascas son unos sólidos árboles de hoja perenne, muy parcos en sus necesidades vitales y detentadores, hasta donde yo sé, de una utilidad muy escasa: ni su madera es particularmente apreciada, ni su fruto convoca la rapiña de ningún gourmet, ni su sombra es nada del otro mundo...


 
Por ejemplo cuando, en verano, intento frenar el sofoco bajo uno de estos poderosos árboles, apenas me da la sensación de proporcionar frescor y su copa cobija miríadas de latosísimos insectos; el suelo pedregoso y árido, erizado de hierbas ásperas y secas, no invita a yacer cómodamente: es como si la carrasca ejerciera la voluntad de privarse de la cercanía de un indeseable como yo, cosa que le aplaudo…

Pero lo que más me admira, claro, es su terca decisión de asentarse y sobrevivir, incluso en estas intemperies tan adversas de las llanuras y somontanos altoaragoneses. Desafía a un sol que evapora las piedras, a las nieblas, a las heladas, a la tenaz sequía y a un viento que sopla por aquí, capaz de desplazar una excavadora hasta el barranco más próximo. De ser necesario, sus raíces se hincan en la roca, llegando a quebrarla como si fuera hojaldre…

 
Su pertinacia admirable me impulsa a llenarme, ahora cuando caigan, los bolsillos de bellotas y, el día que llueva y el terreno esté blando por unas horas, enterrarlas aquí y allá, en los confines de mis paseos para ver si, andando el tiempo, alguna brota y me llena de paternal e insensato orgullo…

 
Y como dicen que una imagen vale más que mil palabras, pongamos que, si la imagen te sale a ochenta céntimos, no esperes más de dos euros por diez mil palabras, así que, por esta vez, lo dejaremos aquí en 475 palabras, nueve céntimos y medio, no me extraña que nadie pueda vivir de periodista (y tengan que malvenderse al poder). En cambio, las espartanas carrascas podrían vivir de lo que escribieran, si les diera por ahí.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

El Paisajista Comodón

He conseguido toparme, una vez más, con otro testimonio de mi discreto pero apasionado paso por el mundo de la pintura paisajística. Tratando de dar a conocer mi, no por poco afortunada menos entusiasta labor pictórica, perpetré una exposición en Jaca y cuatro o cinco en Monzón, todas a medias con otro esforzado artista (Carlos Cardona, Enrique Pérez Tudela…), que se arriesgaba a comparecer en mi compañía en el lugar de los hechos. De las de Monzón, guardo muy buen recuerdo, particularmente de la última, en la sala Goya (hoy desaparecida y entonces situada en la Avenida de Lérida). En tal ocasión, conseguí colocar casi todos los cuadros, con el agravante de que, como ya no sabía cómo ni hacia dónde continuar, dejé prácticamente de pintar al óleo. Cezanne se quedó sin uno de sus más oscuros continuadores. Fin.

En una entrada venidera hablaré de esta última exposición, pero lo que ahora me ocupa es un par de cuadros que de ella quedaron en mi poder (y aún los tengo): uno me gustaba tanto que lo conservé para mí. El otro era tan desafortunado que no lo conseguí vender ni a los módicos precios que entonces manejaba. Ambos son lienzos de 100 x 70 cm y están basados en fotografías (bastante defectuosas) que, con una cámara de chicha y nabo (una Olympus Pen-EE 3), yo había tomado en mis paseos, con la finalidad de llevarlas al gran formato del cuadro, donde intentaría (sin mucho tino) transcribir lo que esos paisajes decantaban a modo de vibración en el fondo de mi psique ortopédica (o algo similar, no me acuerdo).

 
Uno es un paisaje de ruina urbana en Zaragoza: me pregunto por qué me atraen tanto los edificios cuya funcionalidad (y algo más) se ha menoscabado a punto de venirse a pique. Debe ser que soy un okupa espiritual.

 
El otro, del que he encontrado la foto, es una vista general de Monzón, desde un lugar ante el que se extiende una plantación de arbolitos. Le di una imprimación oscura al lienzo, ocupado en sus dos terceras partes por un cielo fantasioso y poco creíble. La factura del “skyline” de Monzón es también premiosa y poco afortunada. El cuadro se quedó sin vender y el padre de la desgraciada criatura, a estas alturas, le ha cogido mucho cariño, así que no pujéis por él… El caso es que ya no sería capaz de pintar un cuadro así. Ni de ninguna otra manera. Ni con lazarillo.

 
Y eso que ahora, para firmar y autentificar las obras, tendría un precioso sello que, con la técnica del “carving”, me ha hecho una persona por la que siento admiración y afecto: le pedí que pusiera en mi “escudo de armas” una bellota, como las de las carrascas de este lugar, que forman parte también de mi catálogo de seres vivos favoritos. En fin, aquí está.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Siempre Nos Quedaba París

Quisiera escribir un sincero mensaje de condolencia por las víctimas de la barbarie, en esta ocasión, una vez más, en París. Una de las capitales mundiales de la libertad y de la tolerancia, hogar de gente muy comprensiva y multicultural. Muy lógico, puesto que lo que pretenden esos desperfectos morales y culturales con sus agresiones indiscriminadas y recurrentes es, precisamente, demostrarnos que nadie está a salvo si solamente lo ampara la libertad y la tolerancia, cosa que por otra parte ya sabíamos. Nadie está a salvo, punto.



Quisiera testimoniarle a esa especie de paisana que, con inefable decoro, ostenta la alcaldía de París, mi más conmovida expresión de apoyo y dolor compartido. Mucho me compadecí de las víctimas del 11-M en Madrid, una piedad que no sirvió de nada y para nada, así que ahora rememoro el horror y me doy cuenta de que es el mismo, dispuesto a servirse a sí mismo, a perpetuarse, desde las pirámides de cabezas de los antiguos reyes asirios. Algo hemos progresado pero, en lo esencial, se mantiene el mensaje milenario: ¡ay de los vencidos!


Y parece que continúa la escalada de la Tercera Guerra Mundial, esa especie de guerra civil a nivel global: resulta que ya hace algún tiempo que nos la han declarado, y esta vez nos ha pillado tomándonos unas cañas, porque nosotros seguimos por ahí, dándole coba al enemigo, ya que hablando se entiende la gente y hay que negociar, que para eso están los fusiles de asalto y los explosivos, para reforzar los argumentos de estos desfavorecidos mentales, de estos oprimidos religiosos, de estos defensores de la verdadera fe. (Me asaltan dudas piadosas, / ¿y si hubiera malgastado / mis boñigas asquerosas / con el dios equivocado?)


Una vieja redondilla, que recoge el académico Pérez-Reverte en un artículo sobre historia de España, dice: “Llegaron los sarracenos / y nos molieron a palos / que dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos”. Y es que, aunque no es pertinente señalarlo, sí, hay por medio un tema de religión: me consta que los terrorilleros no abrieron fuego mientras tarareaban “Imagine” de John Lennon (“…and no religion too”). Y sí, puede que haya un islam moderado, del mismo modo que hubo un Santo Oficio cariñoso y el amor a los enemigos fue la norma evangélica que impregnó las guerras de religión en la Europa de los siglos XVI y XVII. Y es que los ignorantes somos la monda… Los verdugos harían bien en reírse con solidaria complicidad en vez de malgastar municiones con nosotros.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 45

27. MIDNIGHT CALL
Serafín iba a cerrar por fin aquella noche temprano el bar. Faltaba una nutrida parte de la muchachada que habitualmente lo atestaba y podría irse a casa cuando acabara de fregar una decena de vasos que perlaban el mugriento mostrador.
Tomó el hecho de que fueran diez exactamente, como un aviso, una admonición divina. En los últimos tiempos, la senda del vicio que comenzaba delante de su mostrador, le tenía algo absorbido y había descuidado sus deberes, no sólo para con Dios, sino también para con la Virgen María, cuya intercesión en los últimos momentos de la vida de un pecador arrepentido, había salvado una miríada de almas de las garras del mismísimo Lucifer, cuyo amargo rencor, en su república infernal, a no dudar se estaría descargando en los lomos de otros réprobos menos afortunados.

Echó el cerrojo y decidió utilizar los vasos como si se tratase de cuentas de un rosario, “primer misterio de dolor, la Agonía de Jesús en el huerto”, murmuró y abrió el grifo de la pileta, mientras rezaba el Padrenuestro y luego frotó cada vaso con cada Avemaría. Frotó y aclaró, aclaró y secó, desgranando las oraciones distraídamente. Conforme avanzaba en los misterios, su espíritu iba regresando a su territorio favorito: el pecado de la lascivia y el consiguiente arrepentimiento; la culpa cierta y el eventual e impreciso perdón… Volvió a un tibio y oscuro cuartito de la limpieza de muchos años atrás, ¿Qué podía él haber visto en Anacleta? No era joven, no era guapa en modo alguno y no era fogosa, ni ardiente… Ni siquiera cordial con el joven inclusero, a quien había recogido el señor obispo con la intención de que abrazara el orden sacerdotal. Y él, en lugar de eso, desagradecido, había abrazado de forma impúdica a la mujer de la limpieza del palacio episcopal, menuda y redonda como un garbanzo y arisca como una fuina, solo que una fuina en celo… Sus encuentros con ella fueron menudeando y ganando en una dolorosa intensidad, pero apenas intercambiaban unas pocas palabras casuales: “mi marido no me toca. Hace años que no me toca”, le dijo ella un día que había dejado exhausto al joven, a modo de explicación.

Serafín enseguida comenzó a navegar por los tortuosos mares de la culpa: aun siendo bastante inocentón, se daba cuenta de que aquello entrañaba algún tipo de yerro, aunque sólo fuera por el sigilo y el ocultamiento que envolvía aquellos tropiezos anhelantes que, primero lo asustaron un poco, y luego le hacían enfebrecer de ansiedad a tal punto que, el pobre, creyó que se había enamorado de aquella especie de ovillo rugoso, cuya furia sumisa confundía con una ternura y una mansedumbre rayanas, a su modo, en la santidad. Y el obispo, en la inopia.

"Otoño" acuarela de Mateo Lahoz

Una de las reprimendas más ásperas que su conciencia le recalcaba al infortunado muchacho, simple como los pobres de espíritu que Jesús convoca en el sermón de la montaña, era la que martilleaba aquella tórrida tarde de agosto en su cerebro: “una mujer casada, una mujer casada, una mujer casada…” Que, cada ocho o diez repeticiones, se condensaba en una sola palabra, “adulterio”. Cuando llevaba dos horas así, cayó en la cuenta de que el adulterio en cuestión la señalaba como culpable a ella, el sólo era reo de fornicación, lo cual no le consoló en exceso. De pronto se le evidenció la manera de acabar con todo aquello: tenía que confesárselo a su tío, que es como él denominaba al señor obispo. Si era secreto de confesión, éste no lo podría divulgar: despediría a Anacleta y, esto le constaba a Serafín, ella saldría ganando, pues había oído conversar a su tío con algunas de las más principales señoras de la ciudad, que alababan a su asistenta, ponderando que tenía el extenso e intrincado palacio “como los chorros del oro” y solicitando de monseñor que les cediera los servicios de tan valioso tesoro. O sea que, Anacleta, además de salvar su alma, no se iba a quedar en la calle por su culpa. En cuanto a él, pondría su penitencia en manos del señor obispo.
Ya estaba casi seguro de su arrepentimiento, cuando oyó la puerta de la calle abrirse y esto le sorprendió, pues don Ángel se hallaba de visita pastoral en el balneario de Panticosa y no volvería hasta muy tarde. Echó un vistazo y vio con sorpresa que Anacleta atravesaba el patio embaldosado con lo más parecido al garbo que le permitía el bamboleo de sus ancas reumáticas, saludó a Crescencia, el ama del palacio y se encaminó al escobero donde se puso a cacharrear y a hacer ruidos afanosos para llamar la atención de Serafín, cosa que no era necesaria por esta vez.

Serafín reflexionó en su cuartito, habían tenido un desvaído revolcón esa misma mañana. El muchacho había vuelto a advertir a su querida algo ausente, como ocurría siempre durante estos últimos días, cosa que él achacaba al calor sofocante y no a falta de apasionamiento, el cual por su parte había pasado de fogoso a abrasador. Era muy raro que ella volviera para dispensarse otro achuchón, fuera de su horario de faenas, cosa que podía despertar la suspicacia de Crescencia, pues la pobre era más alcahueta que beata y ambas cosas en grado superlativo. Además estaba lo de su categórico arrepentimiento… Serafín decidió bajar y colarse como una sombra sigilosa en el cuartito, como hacía siempre, para dispensarse un último revolcón, el de la despedida: le pediría que le masajease allí, donde ella sabía, con sus tetas ciclópeas y se derramaría sobre ellas, pidiendo perdón al Señor y jurando a la Santísima Virgen tomar ejemplo de su inmaculada castidad para el resto de sus días miserables de expiación sin límites.

"El Paseo" lámina de Teo Gómez. Pichot le puso un 3'8

Cuando, apenas un fantasma solapado, cerró la puerta del cuartito por dentro, buscando a tientas el velludo foco de sus anhelos, Anacleta le soltó un soplamocos que le dejó marcadas en la cara hasta las huellas dactilares:

 - ¡Desgraciao! ¡Engreído! ¡Chuloputas! – Le siseó, tomándole de una oreja como si fuera a masticársela - ¡Con esta ya van dos faltas, te has lucido!

 - Co… Co… ¿Cómo? – repuso Serafín que no había comprendido nada y se había mordido la lengua con el sopapo.

 - ¡Que me has dejao preñada, sinvergüenza!

 - Baja la voz, que se va a enterar Crescencia.

 - ¡Ya lo sabe!

 - Pero entonces se lo dirá al señor obispo…

 - ¡Ya lo sabe también!

Unos pocos minutos le fueron suficientes a Serafín para comprender el alcance de su sentencia: su tío, que ya había sido puesto al corriente por la propia Anacleta, no sólo había perdonado su flaqueza, sino que había conseguido persuadirla de que diera a luz al niño en el seno del santo matrimonio, aprovechando que su marido era un borrachín a jornada completa, que no sabría si había tenido relaciones con su esposa incitado por el demonio del alcohol, o no las había tenido y era un suceso similar al acaecido a la santa Virgen. En todo caso, lo que nunca podría pasársele siquiera por las mientes, es que el adefesio rasposo que era su parienta había tenido una aventura fuera del matrimonio, como si la muy pazpuerca fuera la mismísima Ava Gardner. El señor obispo había resuelto que las mujeres son débiles y la culpa es de la obstinada concupiscencia del hombre, el cual, tras cercarlas, las acomete con su rejo lujurioso. Pobre señor obispo, dijo Anacleta, es que no sabe nada del mundo.

Así que el sacrificado era el dilecto sobrino que, caído en desgracia y testigo molesto, además de actor que encarnaba al villano del enredo, debía desaparecer para siempre y consagrar a la penitencia el resto de sus días. A don Ángel se le partía el corazón, claro, pero si se trataba de recomponer el rompecabezas él, Serafín, era la pieza sobrante. Su tío había decidido que el joven marcharía sin pérdida de tiempo y tomaría las órdenes menores en un monasterio benedictino a más de cuatrocientos kilómetros de allí, en el alto Pisuerga, donde quedaría confinado hasta que su ejemplar conducta le hiciera acreedor a algún tipo de promoción en la jerarquía eclesiástica…

Diecisiete años más tarde, Serafín se sacudió el sopor en la barra de El Arcángel. Se había quedado traspuesto y uno de los vasos, mil veces fregoteado, se le escurrió y se hizo añicos tras el mostrador. Unos golpes perentorios hacían temblar los cristales en la puerta del local.

 - ¡Está cerrado! – Gritó con voz soñolienta.

"El Arcángel" apunte de Mateo Lahoz

Los golpes se repitieron y esta vez hicieron crujir la madera de la gruesa puerta.

 - ¡Que está cerrado! – Vociferó Serafín otra vez. Llamaron algún tiempo más, cada vez con menor fuerza, pero ya no se molestó en contestar. A toda prisa recogió los vasos, barrió los cristales rotos, puso cervezas y refrescos en los frigoríficos, echó un chorro de lejía en el retrete, desconectó las últimas luces que bañaban el local en una penumbra brumosa y, apenas veinte minutos después de ver interrumpido su ensueño, salió a la fresca calle.

Le sorprendió ver a escasos metros el carrito de reparto de Emeterio: el hombre era incorregible, seguro que era él el que había llamado. Y a menudas horas.
Le pareció ver un voluminoso bulto, a un lado bajo el carrito, algo que se había olvidado de repartir, seguro.
Se acercó y tanteó con el pie: se sobresaltó al ver que era el propio Emeterio, ovillado en la acera, estaba inmóvil y bastante frío. Y no tenía pulso.

martes, 10 de noviembre de 2015

Sobre El Cielo, El Firmamento... Y Más Allá, El Paraíso

Se conoce como dolor metafísico aquél que experimenta el ser humano al tomar conciencia de su limitada condición, asediada por las carencias (aunque tengas un chalet con cuatrocientos cuartos de baño) y propensa al tedio, al hastío y a la insatisfacción (que no remedia ni la farlopa de mejor calidad).

 
Este desdichado anhelo, acomete al refugiado sirio, que escapa de los esbirros de Alá para venirse acá, o mejor, a Alemania, y es experimentado por el millonario californiano que se baña en una piscina privada olímpica cuando, al salir del agua, descorcha una botella de Dom Pérignon Vintage, puesta a refrescar en un cubo de hielo.

 
Es un dolor sin remedio: puedes vanamente combatirlo, con la serena meditación o el más festivo de los aturdimientos, lo que te dé mejor resultado. Se logra ahuyentar mínimamente unos instantes, en los que permanece en los márgenes de la consciencia, como un ruido de fondo, y luego regresa triunfante a exigir su tributo: la angustia.

 
Particularmente, soy más dado a la contemplación. Y estos cielos de otoño me ofrecen un magnífico motivo, de ahí que los comparta.

 
Mirando el cielo cambiante de algún revuelto atardecer, consigo olvidar que, tras el espectáculo de luz y color que brindan las nubes jugando al escondite con el sol, más allá, está el inabarcable firmamento, el espacio ilimitado donde nada somos y nada significamos.

 
Y más allá, más lejos de nuestro alcance, el paraíso que, seamos serios, nadie debería habernos prometido. Dado que no soy creyente, el paraíso me hace mucha gracia y evapora parte de mi angustia en una leve hilaridad: noche tras noche, mil años con cada una de aquellas huríes que me hayan sido destinadas, sin que ellas pierdan nunca su virginidad, vaya un encargo a mis años…

 
O una eternidad viendo a dios, cara a cara, si cuando aún iba a misa se me hacía una hora increíblemente larga… En fin, confiemos en que, más allá del firmamento, la divina presencia que contempla el fallido ensayo humano, decida que no vale la pena preservar semejante especie y destine el paraíso a… sus fieles cigüeñas, por ejemplo. Y a nosotros que nos deje sumidos en el embrutecimiento del bienestar terrenal, para lo que bastaría con mejorar los programas de televisión y hacer más eficaces los analgésicos usuales.

Estos dos párrafos anteriores, los considero una oración personal, un padrenuestro en plan lerdo.

 

lunes, 9 de noviembre de 2015

El Hombre Invisible - Pablo Neruda


EL HOMBRE INVISIBLE

Yo me río,
me sonrío
de los viejos poetas,
yo adoro toda
la poesía escrita,
todo el rocío,
luna, diamante, gota
de plata sumergida
que fue mi antiguo hermano
agregando a la rosa,
pero
me sonrío,
siempre dicen «yo»,
a cada paso
les suceda algo,
es siempre «yo»,
por las calles
sólo ellos andan
o la dulce que aman,
nadie más,
no pasan pescadores,
ni libreros,
no pasan albañiles,
nadie se cae
de un andamio,
nadie sufre,
nadie ama,
sólo mi pobre hermano,
el poeta,
a él le pasan
todas las cosas
y a su dulce querida,
nadie vive
sino él solo,
nadie llora de hambre
o de ira,
nadie sufre en sus versos
porque no puede
pagar el alquiler,
a nadie en poesía
echan a la calle
con camas y con sillas
y en las fábricas
tampoco pasa nada,
no pasa nada,
se hacen paraguas, copas,
armas, locomotoras,
se extraen minerales
rascando el infierno,
hay huelga,
vienen soldados,
disparan,
disparan contra el pueblo,
es decir,
contra la poesía,
y mi hermano
el poeta
estaba enamorado,
o sufría
porque sus sentimientos
son marinos,
ama los puertos
remotos, por sus nombres,
y escribe sobre océanos
que no conoce,
junto a la vida, repleta
como el maíz de granos,
él pasa sin saber
desgranarla,
él sube y baja
sin tocar la tierra,
o a veces
se siente profundísimo
y tenebroso,
él es tan grande
que no cabe en sí mismo,
se enreda y desenreda,
se declara maldito,
lleva con gran dificultad la cruz
de las tinieblas,
piensa que es diferente
a todo el mundo,
todos los días come pan
pero no ha visto nunca
un panadero
ni ha entrado a un sindicato
de panificadores,
y así mi pobre hermano
se hace oscuro,
se tuerce y se retuerce
y se halla
interesante,
interesante,
ésa es la palabra,
yo no soy superior
a mi hermano
pero sonrío,
porque voy por las calles
y sólo yo no existo,
la vida corre
como todos los ríos,
yo soy el único
invisible,
no hay misteriosas sombras,
no hay tinieblas,
todo el mundo me habla,
me quieren contar cosas,
me hablan de sus parientes,
de sus miserias
y de sus alegrías,
todos pasan y todos
me dicen algo,
y cuántas cosas hacen!
cortan maderas,
suben hilos eléctricos,
amasan hasta tarde en la noche
el pan de cada día,
con una lanza de hierro
perforan las entrañas de la tierra
y convierten el hierro
en cerraduras,
suben al cielo y llevan
cartas, sollozos, besos,
en cada puerta
hay alguien,
nace alguno,
y me espera la que amo,
y yo paso y las cosas
me piden que las cante,
yo no tengo tiempo,
debo pensar en todo,
debo volver a casa,
pasar al Partido,
qué puedo hacer,
todo me pide
que hable
todo me pide
que cante y cante siempre,
todo está lleno
de sueños y sonidos,
la vida es una caja
llena de cantos, se abre
y vuela y viene
una bandada
de pájaros
que quieren contarme algo
descansando en mis hombros,
la vida es una lucha
como un río que avanza
y los hombres
quieren decirme,
decirte,
por qué luchan,
si mueren,
por qué mueren,
y yo paso y no tengo
tiempo para tantas vidas,
yo quiero
que todos vivan
en mi vida
y canten en mi canto,
yo no tengo importancia,
no tengo tiempo
para mis asuntos,
de noche y de día
debo anotar lo que pasa,
y no olvidar a nadie.


Es verdad que de pronto
me fatigo
y miro las estrellas,
me tiendo en el pasto, pasa
un insecto color de violín,
pongo el brazo
sobre un pequeño seno
o bajo la cintura
de la dulce que amo,
y miro el terciopelo
duro
de la noche que tiembla
con sus constelaciones congeladas,
entonces
siento subir a mi alma
la ola de los misterios,
la infancia,
el llanto de los rincones,
la adolescencia triste,
y me da sueño,
y duermo
como un manzano,
me quedo dormido
de inmediato
con las estrellas o sin las estrellas,
con mi amor y sin ella,
y cuando me levanto
se fue la noche
la calle ha despertado antes que yo,
a su trabajo
van las muchachas pobres,
los pescadores vuelven
del océano,
los mineros
van con zapatos nuevos
entrando en la mina,
todo vive,
todos pasan,
andan apresurados,
y yo tengo apenas tiempo
para vestirme,
yo tengo que correr:
ninguno puede
pasar sin que yo sepa
adónde va, qué cosa
le ha sucedido.
No puedo
sin la vida vivir,
sin el hombre ser hombre
y corro y veo y oigo
y canto,
las estrellas no tienen
nada que ver conmigo,
la soledad no tiene
flor ni fruto.

Dadme para mi vida
todas las vidas,
dadme todo el dolor
de todo el mundo,
yo voy a transformarlo
en esperanza.
Dadme
todas las alegrías,
aún las más secretas,
porque si así no fuera,
cómo van a saberse?
Yo tengo que cantarlas,
dadme
la lucha
de cada día
porque ellas son mi canto,
y así andaremos juntos,
codo a codo,
todos los hombres,
mi canto los reúne:
el canto del hombre invisible
que canta con todos los hombres.

No he querido condicionar con mis torpes comentarios la lectura de este extenso muestrario de las habilidades poéticas de don Pablo, chileno, embajador y poeta total. Mas, ahora que los ecos del manifiesto de este superdotado de la lírica aún resuenan en las vacuas oquedades de mi cráneo, comenzaré a tirar piedras sobre mi propio tejado o, como se dice ahora, a dispararme en un pie. Hablando el otro día con un amigo que también es muy aficionado a las rimas y a hacer listas de favoritos, sean poetas, restaurantes o políticos regionales, me preguntó acerca de mis preferencias sobre los plumíferos estos que escriben en líneas partidas, como si regalaran el papel. Pensé en Rubén y en César Vallejo, en los Machado y en Omar Khayyam, pero no supe decantarme. Solo encontré una certeza: “te puedo decir, de los que conozco y gozan de universal aprecio y renombre, el que menos me gusta a mí: Pablo Neruda”.
 
 
¿Y cómo justificar lo injustificable? Bueno, diré que todos los poetas líricos cultivan un ego de cíclope, es lo suyo pues la lírica es la expresión del “yo”, pero el de don Pablo, de tan altisonante y megalómano, me achica mis pobres entendederas y me hace sentir especialmente invisible. Sus poemas parecen decirme: tú no existes y, si existieras, deberías avergonzarte de tu irrelevancia, ni siquiera sabrías hacerme un buen par de zapatos. Don Pablo empatiza, de modo primordial, consigo mismo y la destinataria y objeto de sus veinte poemas de amor y de su canción desesperada no parece ser otra que su persona. Es panteísta y, en su efusión e incontinencia, ha decidido suplantar al Cosmos. Una tesina que propongo para las facultades de letras es “La ausencia del otro en la poesía de Neruda”, si alguien la ha escrito ya, le ruego que me mande una copia.
 
 
Mi amigo me contradice: “Pues a mí me gusta”. Hasta ahí podríamos llegar, faltaría más. Pues claro, es lo que tienen los seductores: Neruda es un poeta que gusta.
Aunque a mí me evoca los potentes camionarros de las fotos.


jueves, 5 de noviembre de 2015

Diarios De Un Francotirador. Mis Desayunos Con Ella - Albert Boadella

Según cuentan de antiguos (y sabios) monarcas, estos solían procurarse un ingenioso bufón, no tanto para combatir el aburrimiento en una época anterior a Antena 3, como para que, amparado en las burlas y las bromas, el bufón se atreviera a decirle al rey lo que corría de boca en boca de sus maliciosos súbditos y que nadie osaba expresar en presencia del soberano.

Los actuales regímenes políticos, en cambio, se consagran a la ignorancia y ninguneo, cuando no a la represión de las gracias del bufón, particularmente de aquellas que consideran “políticamente incorrectas” o “contrarias a los sentimientos” de las mayorías que dicen representar y encarnar. Malos tiempos para la comedia ya que, una de dos, o los cómicos han de dedicarse a lo chocarrero apelando al humor chabacano de toda la vida, o tienen que halagar al comisariado que los subvenciona y amamanta, pasando a ejercer de aduladores, propagandistas y “concienciadores” en unas representaciones donde, como dice nuestro autor, “la secta se ríe de los que no están en el teatro. Una operación que no necesita coraje alguno.”

El decano de los bufones del reino, el ilustre Albert Boadella, ha publicado éste “Diarios de un francotirador: mis desayunos con ella”, perpetrando en él un libro divertidísimo, con unas saludables dosis de mala leche. Un libro que disgustará a muchos, que demostrarán lo selectivo de su “memoria histórica” preguntando “¿quién es este Boadella?”, otros en cambio lamentarán que la libertad de expresión mal entendida permita “que se publiquen cosas así”, demostrando (si hiciera falta) lo muy cerca que están de los que lo enchironaron a raíz de las representaciones de “La Torna” (1977) y es que las personas y los bandos cambian, pero el argumento de Antígona es el mismo hace 2500 años.

La obra adopta la forma de un diario, que abarca entre julio de 2009 y abril de 2012. No hay 800 y pico anotaciones, porque se omiten muchas fechas: los compromisos del autor y director teatral parecen imponerle una escritura a salto de mata. La estructura de los “capítulos” es casi siempre la misma: el autor y protagonista desayuna con su esposa Dolors y hablan de la actualidad, donde ella impone un cierto sentido común y comedimiento. A continuación, Boadella se despacha a gusto sobre todo lo divino y lo humano, con una escritura incisiva, ácida y, en ocasiones, gamberra, con perlas como: “…como decía el admirado y malogrado cronista Juan Manuel Gozalo, refiriéndose a los corredores de Fórmula 1, ¡que se maten, que para eso cobran!” o cuando, a propósito de determinado tema, anuncia “Hablaré de ello cuando me dé la gana.”

 
¿Y cuáles son los temas que el ilustre cómico desgrana?... Pues muy variados, aunque, de forma recurrente, se imponen cuatro, a saber:

1. Tauromaquia vs. animalismo. Aquí se explaya con denuedo, de modo que al niño: “Nada de proporcionarle las aberrantes cursiladas de animalitos que hablan y tienen los mismos sentimientos que las personas. El pequeño debería distinguir enseguida la diferencia entre un sapo y papá. De otra forma, se convertirá en un gilipollas más de los que acuden los domingos a protestar delante de las plazas de toros.” y más adelante habla de “la masa de pirados que andan siempre persiguiendo asuntos para practicar su intolerancia.”

2. Su larga ejecutoria como hombre de teatro, director de Els Joglars y “subordinado” de Esperanza Aguirre en los Teatros del Canal de la Comunidad de Madrid. Todo lo cual lo resume en éste “intento cuestionar la moda y la moral del momento a golpe de corazonada, lo cual considero mi obligación profesional.”

3. El Arte Contemporáneo como estafa para bobos que desean hacerse pasar por bobos ilustrados. Aquí las sarcásticas diatribas contra ARCO, Tàpies, Miró y los artistas plásticos de las variopintas vanguardias u otras variantes de la nada, le llevan invariablemente al cuento “El traje nuevo del emperador” (donde hay que ser un niño, para advertir que va desnudo).

Y 4. Sí, llegamos al tema de la abducción catalana y, como era de esperar, aquí se despacha a gusto con las multitudes de la nueva Plaza de Oriente y sus melifluos y sibilinos caudillos:

 
“Sentirse o no español, más allá del DNI, forma parte de la voluntad personal y de la época que a uno le toca vivir. Pertenecer a esta nación durante la dictadura no me complacía especialmente, hubiera preferido ser congoleño. Después de la Constitución del 78 se ha convertido en una condición mucho más agradable, sobre todo cuando, por afirmarlo, te ganas el odio de la España más reaccionaria. Me refiero a la España negra de los nacionalismos periféricos, que representan todavía los últimos vestigios sentimentales del franquismo.”

“… las formas de nacionalismo regional que estamos viviendo son lo más parecido al nacionalismo español que nos tocó soportar durante la dictadura.”

“Profusión de banderas y escudos en todas partes, exaltación de la simbología patriótica en imágenes y sonido, enaltecimiento de rasgos diferenciales, imposición de una lengua, amparo al régimen por parte de los estamentos religiosos, división entre afines a la causa y traidores a las esencias, manipulación de la historia, corrupción con encubrimiento étnico y profusión de medios de comunicación adictos al movimiento.”

 Y todo para “…ejecutar la política de limpieza étnica en su versión de chicha y nabo.”

 
“…la cretinización y el resentimiento han usurpado la voz de una comunidad, cuya subordinación general a las consignas del régimen sorprende a propios y extraños…”

“Son inasequibles al desaliento, al documento... ¡y al argumento!”

Y no te pierdas la divertidísima parte donde se sincroniza una actuación del Orfeó Català en el Palau con la detención y confesión de Millet… Tan hilarante como antológico.

La brutal carga burlesca de este libro, más que recomendable si te interesan las artes plásticas, los toros, el teatro, la política, la sociedad actual, la educación y otras hierbas, se atempera con la vida doméstica (en los desayunos…) y aquí es donde la obra pierde un poco de gancho para mi gusto: por un lado, como decía Tolstoi, la gente feliz carece de historia y, por otro, los refinamientos de un burgués bon vivant, en tiempos de crisis, pueden ser un acicate para la envidia que compartimos con el grueso de mis paisanos.

Es una pena que la señora Forcadell ande tan ocupada y no pueda disfrutar de semejante regalo para cualquier lector. En fin, ella se lo pierde.