jueves, 30 de enero de 2014

Tella Y Sus Ermitas 1. Ermita De San Juan Y San Pablo

Si fuera víctima de una sibilina encuesta con una pregunta rastrera del estilo de ¿cuál es para ti el rincón de mayor belleza de todo el Pirineo? debería callarme, pues ni mucho menos conozco todo el Pirineo, pero como soy dado a las respuestas garrulas e irreflexivas, antes de parpadear contestaría “Tella”. Y me quedaría tan ancho.

 Ya hace algún tiempo que quería publicar una entrada con impresiones y fotografías de este lugar inaudito, pero tenía tanto material que no sabía por dónde empezar. Al final en lugar de teclear tres o cuatro folios y adjuntar diecinueve fotos, he optado por fraccionar el asunto, en un intento de hacerlo más llevadero, por un lado, y no dejarme nada, por otro. En próximas entradas iré añadiendo más comentarios y más imágenes relativas a este tema que me motiva de lo lindo.

 
Subimos por la carretera que recorre el valle del Cinca y lleva hacia Bielsa y hacia Francia, partiendo de Aínsa y, pasado Hospital de Tella, antes de meternos en el sobrecogedor desfiladero de las Devotas, tomamos un empinado y estrecho ramal asfaltado que sale a mano izquierda y, unos ocho o diez interminables kilómetros más tarde, llegamos al techo del mundo. Tella es un pueblo más que pequeño, diminuto. No cuesta nada imaginárselo, durante siglos, como un lugar perdido en el que unos cuantos aldeanos vivían en una economía de montaña, propiamente de subsistencia.

 
Si no fuera, claro, porque en un radio de apenas un kilómetro nos topamos con una iglesia parroquial y tres ermitas. Las ermitas son hermosas, sin duda, pero lo que hace que tengamos que frotarnos los ojos, es el asombroso conjunto de piedra, verdor y cielo que forman los tres edificios sembrados en la roca, con el majestuoso, incomparable paisaje, lo que ahora se llama el entorno.

 
La presencia del más allá, del misterio, de lo sobrenatural es, en este lugar, casi palpable, casi sensorial. No es nada extraño, por tanto, que hombres de todas las épocas, desde los remotos constructores del dolmen, pasando por hechiceros, druidas, brujas, sacerdotes de olvidados cultos paganos, hasta llegar a la heredera reciente de la creencia en “lo otro”, la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, se hallan aposentado aquí en la búsqueda del contacto con esa otra realidad que hoy en día, ay, nos es tan esquiva, tan lejana, tan ignota.

 
Hoy sólo colgaré fotos de la Ermita de San Juan y San Pablo (dos pesos pesados), que con la proverbial economía de palabras que nos caracteriza a los aragoneses (menos a mí), se han contraído en San Juanipablo (ver mapa). Es fama que se trata de la ermita más antigua de todo el Sobrarbe, consta de una nave rectangular, rematada por un único ábside. En su interior (accesible, de momento) hay una curiosa cripta. Con ser muy linda y asaz románica, lo que corta la respiración es su enclave, junto al Llamado Puntón de las Brujas, con la montaña del Castillo Mayor al fondo. Para creer en la magia, vamos.
 
 
 
 

martes, 28 de enero de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 20

Tal vez de una manera interesada, un día me compadecí de él y fui a hacerle compañía a su solitario refugio frente a los urinarios. Junto al radiador, bajo la ventana que daba al soleado patio de recreo tuvimos, a partir de entonces innumerables conversaciones sobre todo lo divino y lo humano, que acabaron convirtiéndonos en almas gemelas. Resultó que estábamos leyendo el mismo libro, una novela neoclásica titulada “Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes”, del padre Isla, una obra muy apreciada entonces por los jóvenes empollones, pues encontrábamos muy gracioso su lenguaje y su léxico y nos permitía acrecentar nuestra pedantería de seres muy leídos. Ahora que él no podía seguir decantándose por el deporte (de hecho, dudaban acerca de si volvería a caminar bien), resultó que compartíamos todo tipo de aficiones: éramos medio artistas, medio científicos, medio poetas, medio músicos yeyés y más que medio ingenuos y bobos (pero esto último, sólo lo sabían los demás, nosotros lo ignorábamos, gracias al cielo). Charlábamos acerca de la temible reválida de Grado Elemental de junio, un examen con el que todo el estamento docente se gozaba en atemorizarnos, de que el próximo curso elegiríamos Ciencias, como alumnos buenos que éramos, de que, en ese futuro inmediato y fascinante, iríamos a la misma clase con chicas, esos seres misteriosos que eran depositarios a nuestros ojos de todas las maravillas imaginables: la belleza, la delicadeza, el atractivo y otras cosas de todavía mayor enjundia y más enigmáticas. Chus no solía estar tan cachondo como Rivero, pero no cabía duda de que el bello sexo y sus inauditas posibilidades eran su tema favorito. En estas andábamos, cuando entró Biela, el profesor de Física en los lavabos, se situó de espaldas a nosotros, encajado en un urinario y comenzó a aliviar una copiosa micción. Esto nos dejó un poco cortados, pues en aquel entonces, los profesores eran para nosotros seres sobrehumanos y no podíamos imaginar que fueran víctimas de necesidades fisiológicas. Pero el colmo de nuestro asombro llegó cuando, a renglón seguido, abrió el grifo del lavabo y se lavó esmeradamente las manos. A continuación salió, dedicándonos un discreto, casi imperceptible saludo. Nosotros, a duras penas, podíamos reprimir las risotadas que estallaron cuando creímos que habría alcanzado la sala de profesores:

 - ¡Se lava las manos después de mear! ¿Es que tiene asco de su propia polla?

 - ¡Igual es que se las ha manchao de pis! Se le habrá escapado entre los dedos.

 - ¡O igual tiene lepra en la picha!

 - No seas repulsivo. Lo más probable es que le dé repugnancia el olor de su orina rancia o, vete a saber, igual sólo llevaba una costra de tiza en las manos.

Unas carcajadas entrecortadas como cacareos, que tan sólo evidenciaban nuestra necedad y patanería compartidas, fueron como las vigas maestras que apuntalaron la mutua amistad en los años siguientes.

 
Poco tiempo después conocí a su otro amigo fetén, que durante el curso próximo vendría con nosotros al instituto, pues en los Escolapios, donde estudiaba ahora, solo se podía cursar el Bachillerato Elemental. Se llamaba Josemari. Era el hijo del dentista y nos caímos bien de inmediato, porque él también llevaba el pelo largo y, la primera vez que nos vimos, me comentó:

 - Mi padre es un cafre: a los del seguro les arranca las muelas sin anestesia. Y a mí, ¿sabes qué me dice? “Llevar los pelos largos es de gachís. A ti acabará cayéndosete la minga, Josemari, te lo digo como médico: los mariquitas estáis enfermos.”

Algo más adelante, ya gritaba en el Paseo, a los oídos de un grupo de chicas sentadas en un banco:

 - ¡Josemari, Chus y Pinchaúvas, los tres mosqueteros! Chicas, ¿queréis ver los mosquetones?

A mí me hacía pasar un poco de vergüenza, pero Josemari era así, extrovertido hasta la muerte (de su dignidad, por lo menos).

Corría ya el buen tiempo amenizando un recreo soleado y primaveral, en el que los cantos de los pájaros se percibían apenas, tras los alaridos de gozo y los rebuznos de urgencia de centenares de púberes gozosos, cuando vinieron las chicas de la otra clase, con el cuento de que ellas también querían jugar a Churro, media manga o manga entera. A Chus, que hacía de “madre”, porque aún estaba recién desescayolado y convaleciente, casi le da un ataque de risa:

 -A “Churro”, vosotras, no me digas, si os ibais a escachar con el peso de un cachorro que os saltara encima…

Para tratar de explicar al lego la sorpresa de Chus, resumiré el juego diciendo que se formaban dos equipos de tres a cinco jugadores, compensados en talla y peso; más uno que hacía de “madre”, el cual era a la vez, cabecera y soporte de los que la “pagaban” y árbitro de la contienda. El equipo que la pagaba, formaba una cadena, lo más sólida posible, de jugadores agachados y trabados: el primero, se sujetaba en la “madre” y los siguientes cogían al anterior con firmeza de los muslos y metían la cabeza por entre su entrepierna, con lo que se articulaba una especie de tren de maromos agachados. Los del otro equipo saltaban entonces, de uno en uno, sobre las chepas y riñonadas de los que la pagaban y, cuando todos estaban instalados en lo alto, el último gritaba “¡Churro media manga o manga entera!” situando una mano sobre la muñeca (churro), el codo (media manga) o el hombro (manga entera) del otro brazo. Si el jefe del equipo que la pagaba, lo adivinaba, por ejemplo, decía “!Manga entera!”, que era la mano sobre el hombro contrario, las tornas se cambiaban y los, hasta entonces, cabalgados, cabalgaban a su vez sobre el otro equipo. Era un juego físico y rudo, donde los que la pagaban, a veces, se escachaban bajo el peso del equipo rival, lo que motivaba, de modo inmisericorde, que volvieran a pagarla. Si alguno de los saltadores se caía, se escurría o tocaba suelo, era su equipo el castigado y tenían que poner sus lomos a disposición del peso de sus adversarios.

 
Tanto porfiaron las chicas que, al final, Chus cedió, diciendo:

 - Va, chicos contra chicas.

 - Ya, pero vosotros la pagáis. Y cuando nos toque a nosotras, elegimos qué chicos saltan, que no es lo mismo que te caiga encima Pinchaúvas, que debe pesar como un gatico, que Sánchez…

Y todas y todos se rieron, menos Sánchez que se puso colorado.

Y allí estuvimos jugando, tan ricamente, por primera vez, chicos y chicas juntos, lo cual entonces representaba una deliciosa transgresión. Pero la segunda vez que me tocó saltar, me pasó algo un poco extraño: caí sobre Fefa, una rubia rellenita que, pese a que la acabo de nombrar, cuando salté aún me faltaban cuatro meses para saber cómo se llamaba. El caso es que, al tacto mullido, cálido y agradable de su espalda, una cosa que apenas la rozaba se me puso muy muy dura y crecida, como, recordé, aquellas veces le había pasado a don Gregorio en el cine.

Por supuesto, se lo comenté, más tarde, a mis dos amigos y Josemari me palmeó con efusividad en el dorso:

 - Tienes suerte, chaval. Esta es la prueba de que, aunque lleves el pelo largo, no eres maricón. Un día de éstos tengo que enseñarte a cascártela.

 
La reválida llegó y la reválida pasó y no había sido para tanto: nos habían preparado a conciencia, adiestrándonos para un examen que, en definitiva, todos los años venía a ser el mismo. Así que, si te habían entrenado hasta la náusea, como habían hecho con nosotros, lo pasabas con facilidad. De modo que aprobé con buena nota y mantuve la beca. El buen tiempo había arreciado y todo eran parabienes y planes para las vacaciones.

 - Esto hay que celebrarlo, - dijo Chus – ya os puedo invitar a un trago.

 - ¿Dónde nos van a poner ese trago que dices, a unos pedorros de catorce años, Chusefino? – le objeté.

 - Vámonos al bar de Serafín, - dijo Josemari – ese tío se lo monta de puta madre, y encima tiene buena música en la Sinfonola. Ayer había un disco nuevo de Los Brincos y, como estaba lleno de gente, lo ponían todo el rato.

Trotábamos por la calle Mayor, doblamos a la izquierda por Gil Berges y nos metimos en el bar “El Arcángel”. Yo todavía iba con pantalones cortos.
 
 

lunes, 27 de enero de 2014

Construya Su Propio Submarino Nuclear

Los aficionados al bricolaje tienen aquí un verdadero desafío: uno de esos que puede mantenerte ocupado los fines de semana de, al menos, un trimestre. En la casa donde vivíamos anteriormente, se instaló un vecino en el piso situado encima del nuestro y, recién llegado a su nueva vivienda, comenzó a levantar el suelo del piso entero, para reemplazar las baldosas por otras de un tono más fucsia o menos beige, no llegué a saberlo. También destruyó todos los tabiques, a fin de redistribuir los espacios más a su gusto. El caso es que durante las primeras horas de los sábados y domingos de una buena temporada, el alegre repicar de un martillo neumático o el ameno tañido de un pico, amenizaban nuestros despertares y una generosa parte de la mañana. Mi mujer y yo nos mirábamos perplejos: “si no le gustaba el piso, ¿para qué se lo ha comprado?” Ahí lo tenemos: para consagrarse al bricolaje, para tener un reto.
 
 
Estas láminas de la antigua enciclopedia ilustrada, nos dan acceso a algunos de los secretos mejor guardados de occidente, ríete tú de Güiquilics; nada menos que cómo son las tripas de los submarinos atómicos norteamericanos, para uso de cualquier patriota que, salvo que viva en Paraguay o en Bolivia, quiera construir, botar y sumergir tan amenazadores ingenios.

De crío, uno siente la fascinación por estos pintorescos vehículos y piensa que sería una saludable y divertida idea navegar, a bordo de uno de ellos, yendo desde Barcelona hasta Montevideo, saludando a los calamares y poniéndose, de cuando en cuando, el traje de buzo para salir a recoger un ramillete de algas aromáticas. De mayor, uno comprende que se trata de artefactos ominosos y costosísimos, fabricados con finalidades militares, que se chupan enormes cantidades de presupuesto. Los políticos de toda laya aseguran que sería mejor destinar estos millones que se arrojan al agua al bienestar social (OTAN, de entrada no, y esas chorrimemeces), pero una vez instalados en el poder, con sobornos o con amenazas, o con ambas cosas, se ven impelidos a seguir autorizando su financiación. Faltaría más. Y no sé por qué digo “políticos de toda laya”: no hay más que una y todos pertenecen a ella. No recuerdo qué escritor inglés, decía que la política era el pasatiempo en que se ocupaban los vástagos más degenerados de las clases altas. Hoy en día, habría que añadir a todos aquellos que, careciendo por completo de escrúpulos, quieren acceder rápidamente a ellas.

 
Tampoco es que me queje de que los submarinos nucleares estén destinados al desguace, a la chatarra o a la basura: apañados estaríamos si se emplearan a menudo. Ya parecemos haberlo olvidado, pero en los años ochenta, bajo el imperio de Ronald Reagan, flotaba en el ambiente un palpable pánico al desastre nuclear. Había gente que empleaba su afición al bricolaje para construirse un refugio contra el holocausto atómico y otros, más pudientes, adquirían estos bunkers de supervivencia (hormigón y plomo), en un mercado que me consta que fue floreciente: se ofertaban refugios equipados con alimentos, medicinas, generadores eléctricos y pilas de sudokus para ocupar los trescientos años que tardarían en disiparse las radiaciones más nocivas. Me pregunto si aún estarán habitables para la “élite” que habrá de sobrevivir a la amenaza, no ya de los rusos, cuyos K-19 parecen yacer desde siempre en los fondos marinos de la ineficiencia y el olvido, sino de cualquier potencia islamergente, organización terrorista o cualquier otro hombre del saco que justifique tener sumergido y alerta ese horror bajo la superficie de los océanos.

 
Así que, o te apuntas a Grinpís, para afearles la conducta a los del complejo militar-industrial y, de paso, defender el hábitat del pez regadera del acoso del lanzamisiles subacuático, o te construyes tú mismo un Nautilus para operaciones de represalia con estos planos. Estás avisado.    

 
 

sábado, 25 de enero de 2014

Puertas Y Ventanas En El Valle De Benasque

Hace treinta años, cuando fui a pasar mis diez primeros días de vacaciones de verano a Benasque, me encontré con un entorno rural que comenzaba a ser tocado por el rey Midas del desarrollo turístico. Su sabor tradicional no había desaparecido todavía bajo la maraña de apartamentos, segundas residencias y remodelaciones urbanísticas. Bien es verdad que de “encanto” o de “sabor” no se vive y, en líneas generales, los servicios han mejorado mucho. Además un notable patrimonio arquitectónico ha sido preservado.

Pero, pese a esta consciencia, el vertiginoso, incluso en algún momento, explosivo crecimiento de la construcción y la incesante ampliación del coqueto casco urbano primigenio, ha dado lugar a disfunciones, esparciendo aquí y allá la característica fealdad de nuevo cuño y llevándose algunas de esas imágenes que me gustan a mí: rincones residuales, donde el tiempo se detiene entre lo meditativo y el abandono, lo inmemorial y lo agreste… Normalmente, cuando se “arreglan” las casas, este encanto inmaterial se pierde, el “confort” se lo lleva a un lugar melancólico de la memoria de los que lo apreciaron y al olvido de todos los demás.

Pero bueno, aún he recogido una buena gavilla de imágenes, puertas y ventanas, que tienen ese algo del que hablaba y que no sé muy bien lo que es.

 
Empiezo con el portal de la iglesia de Anciles, en una especie de recinto mágico y silencioso al que se accede por el arco que se ve a ala izquierda. Anciles es una umbría aldea de piedra, situada a menos de dos kilómetros de paseo desde Benasque, por una carreterita que sería una delicia de no ser por la sempiterna prisa de los conductores.
 
 
 Aquí nos descansamos en un apacible rincón con una especie de hornacina y una jardinera hecha con una rueda de molino (para comulgar).
 
 
Este portal  de Anciles da acceso a un patio. Cuando lo fotografié tuve una fantasía recurrente: el portal que se ve al fondo, da acceso a un patio con un portal al fondo, que da acceso a otro patio con un portal al fondo...
 
 
Las hiedras rodean la ventana que parece emerger de ellas, como de una selva de trepadoras que ha devorado la casa. La ventana se ha abierto paso aleteando con los postigos.
 
 
Los pasos perdidos conducen a otra puerta sin señas, que no sabemos cuanto tiempo lleva cerrada. Nada nos impide pensar que muchísimo.
 
 
De regreso a Benasque capital, fotografío la puerta de la iglesia. El lucernario tan abocinado me recuerda el ojo de un cíclope, sobre el espacioso y elegante arco (la boca).
 
 
Éste es mi portal favorito, con dos escudos, uno en la clave y otro sobre el propio arco, que anuncian que, tras el portón, ofrecen el doble de hidalguía. Destaca también, la puerta claveteada que, a juzgar por su color, da acceso al mismísimo reino de la aterciopelada noche (y, sin embargo, es la claridad del día lo que se filtra por ella).
 
 
 Sobrevolada por un ventanuco con el postigo cerrado y trabada por dos candados, uno cuya cadena se asemeja a la de un gigantesco reloj de bolsillo y el otro, en los bajos, pareciendo el de un cinturón de castidad, ésta muy rústica portada, es de una solemne nobleza, un poco venida a menos: el enlucido se ve un poco deslucido y está tan obstinadamente clausurada que rehuía mi objetivo y no pude centrarla.
 
 
En ocasiones se ha rehabilitado con conciencia y aquí el portón conserva su alma y el ritmo de sus líneas: cuadrado-redondo-cuadrado. El pavimento es otro punto a favor.
Y vale de fotos por hoy, aunque hay tantas puertas (y ventanas) sugestivas por este valle, que amenazo con volver el día menos pensado.
 
 

miércoles, 22 de enero de 2014

Fragmentos De Un Discurso Amoroso - Roland Barthes

En la revista Rockdelux de Enero de 2014 se hace un repaso acerca de los mejores discos, películas y libros del año 2013. La lista correspondiente a los libros más destacados está encabezada por “La Trama Nupcial”, una novela de Jeffrey Eugenides, así que me la consigo, me calo las antiparras y me pongo a devorarla, de momento con agrado.
 
Trata de la vida y milagros de Madeleine, una joven universitaria norteamericana que está a punto de concluir sus estudios de literatura inglesa. En un seminario avanzado con el desalentador nombre de “Semiótica 211”, ha de leerse “El discurso amoroso” de Roland Barthes, que en las páginas de la novela de Eugenides, se cita con profusión.
 
Entre que soy de ciencias y que tampoco soy el lector más culto del condado del Cinca Medio, tengo que reconocer que escasamente había oído hablar de Roland Barthes. Si de un prohombre me dicen que “fue un filósofo, escritor, ensayista y semiólogo francés”, estructuralista, por más señas, pues me imagino que es un tipo difícil y no salgo corriendo a comprar sus obras. Craso error, pues sus citas, en la novela de Eugenides, me han gustado tanto que las copio aquí, para que no se me olviden:
 
“La espera
L attente / la espera
Tumulto de ansiedad provocado por la espera del ser amado,
sometido a demoras triviales (citas, cartas, llamadas
telefónicas, compromisos de reciprocidad)
 

...La espera es un encantamiento: he recibido órdenes de no moverme. La espera de una llamada telefónica está por tanto trenzada de infinitas prohibiciones diminutas e inconfesables: me prohíbo irme de la habitación, ir al aseo, incluso llamar por teléfono (para evitar que la línea esté ocupada)...”
 
 
 “Días especiales
Fête / Fiesta
El sujeto amoroso vive cada encuentro
con el ser amado como una fiesta.
 
 1. La fiesta es aquello que se espera, lo esperado. Lo que espero de la presencia prometida es una totalidad inaudita de placeres, un banquete; me regocijo como un niño que ríe al ver a su madre, cuya sola presencia augura y significa una plenitud de satisfacciones: voy a tener ante mí, y para mí, a la «fuente de todas las cosas».
 
«Vivo unos días tan felices como aquellos que Dios reserva para sus elegidos; y sea lo que fuere de mí, no podré decir nunca que no he gustado de los gozos más puros de la vida.»
 
 
En el libro, publicado en estos pagos por Ediciones Siglo XXI, se comenta: “Entre los intelectuales de izquierdas de la época imperaba la ideología de la liberación sexual y del freudo-marxismo, para los cuales el sentimentalismo era sinónimo de conformismo de pequeño burgués. Barthes quiso volver a dar voz a aquello de lo que ya no se podía hablar…”
 
Y como me ha parecido interesantismo (si no, no pondría esto aquí), he rebuscado y he encontrado unos fragmentos adicionales en esta dirección:
http://books.google.es/books?id=hd6g8cv5rUQC&pg=PA79&hl=es&source=gbs_toc_r&cad=4#v=onepage&q&f=false
 
 Si me topo con el libro de verdad, no me quedará más remedio que hacer una reseña como es debido. À bientôt, j'espère.
 
 
 

lunes, 20 de enero de 2014

Lies - Thompson Twins

Me doy otra vuelta (nostálgica, claro) por la época de la frivolidad y de la despreocupación. Para mi gusto (o mi carencia de él), “Lies” es “la” canción de los años 80. La interpretan unos animosos músicos y vocalistas llamados “Thompson Twins” y, antes de que la solemnidad y el aburrimiento se abatieran sobre las dos o tres décadas siguientes, la pasearon haciendo un vigoroso, atolondrado y burbujeante playback por todos los escenarios del mundo mundial. La canción es chispeante y divertida hasta el aturdimiento. Y el “look” del grupo era tan rabiosamente moderno en 1982, como estrafarrancio se ve ahora (anda, que cuando se pasen de moda los tatuajes… vete preparando la lija).
 
Tom Bailey era la voz solista y el líder de este entonces popular grupo, pero a mí me molaban sobremanera las trazas de Alannah Currie, una espigada cantante y percusionista, cuyo peinado me parecía el colmo de lo sugerente, despertando mi, nunca dormido del todo, fetichismo.

 
Además, y este es otro tanto a favor, tomaron su nombre de la entrañable pareja de torpes detectives de las historietas de Tintín, que en el idioma original son Dupond et Dupont, en España se llamaron Hernández y Fernández y, en el mundo anglosajón, Thomson & Thompson. Aunque se hincharon a vender discos (o quizás precisamente por eso), la crítica ni se los miró. Hoy me los he encontrado tan encantadoramente pasados de moda, que no he podido evitar copiar y ponerme a traducir la letra de “Lies” (mentiras). No confundamos la época: las mentiras a las que se refieren no son las de los insaciables políticos, las grandes corporaciones esquilmadoras o los vendidos medios de comunicación, sino las de un enamorado/a olvidadizo, embaucador y trolero, que hace dudar de la misma veracidad del sentimiento amoroso, llegando a plantear la identidad amor = mentira. Y es que en los 80 presumíamos de ser muy escépticos.

LIES

You told me you loved me
so I don't understand
why promises are snapped in two
and words are made to bend.
(The bigger, the better)
some stolen from Japan
collected from around the world,
they'll catch you if they can.

 Chorus:
Lies lies lies yeah
lies lies lies yeah
lies lies lies yeah.

 Do I have to catch you out
to know what's on your mind?
Well, Cleopatra died for Egypt,
what a waste of time,
white ones and red ones
and some you can't disguise
twisted truth and half the news
can't hide it in your eyes.
(Repeat chorus)
You say you'll try harder
but I think it's just too late,
well, the car is revving in the drive,
and I'm not the sort to wait.
The bigger, the better,
some nicked from old Saigon
collected from around the world,
love lies on and an and on and on and on and
lies lies lies yeah (they're gonna get you)
lies lies lies yeah (they won't forget you)
lies lies lies yeah (they're gonna get you)
lies lies lies yeah
oh you know i know.
(Repeat chorus)
oh you know i know
(repeat chorus)

 MENTIRAS

Dijiste que me querías
así que no comprendo
por qué rompiste en dos tus promesas
y buscaste palabras para liarme.
(Lo más grande, lo mejor)
Algunas robadas en Japón,
o recogidas alrededor del mundo,
si pueden, te pillarán.

Estribillo:
Mentiras, mentiras, mentiras, sí
mentiras, mentiras, mentiras, sí
mentiras, mentiras, mentiras, sí

¿Tengo que pillarte en falta
para saber lo que piensas realmente?
Bueno, Cleopatra murió por Egipto,
vaya un desperdicio de tiempo,
las blancas, las rojas
y las que no puedes disfrazar
mezclando verdades a medias y cuentos
que tus ojos no saben esconder.
(Repetir Estribillo)
Dices que te has puesto en serio,
pero creo que ya es un poco tarde,
bueno, el coche está acelerando en el carril
y no soy el tipo que va a esperar.
Lo más grande, lo mejor,
algunas son muescas del viejo Saigon
o recogidas alrededor del mundo,
el amor miente una y otra y otra y otra vez
mentiras… , sí (te van a pillar)
mentiras… , sí (no se van a olvidar de ti)
mentiras… , sí (te van a pillar)
mentiras, mentiras, mentiras, sí
tú lo sabes y yo también.
(Repetir estribillo)
tú lo sabes y yo también.
(Repetir estribillo).

En este programa de la televisión británica estilo Los 40 Principales, el sonido no es muy allá, pero la imagen tiene su encanto.
 
 

sábado, 18 de enero de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 19

12.                        LLEVAR LOS PELOS LARGOS ES DE GACHÍS

La verdad es que hacernos yeyés, por una parte nos llevó una buena temporada de adaptación y por otra, no fue una idea nada original. Los treinta y dos alumnos de cuarto de bachillerato, cuatro octetos de maromos malolientes y acneicos, parecíamos poseídos por la misma ansia de modernización, en la que el sector pijo tomó con presteza una neta ventaja, ocasionada por su mayor disponibilidad de efectivo. Mi “paga” de entonces consistía en cinco duros a la semana, el cine costaba tres y un disco sencillo, el bien más preciado en aquellos días en que queríamos dejar atrás a Marisol, a Manolo Escobar y a Joselito, costaba veinte duros, así que ahorrábamos y lo comprábamos entre varios. Como además yo no tenía, ni mucho menos, uno de aquellos voluminosos y crepitantes tocadiscos de maleta, los discos que se habían comprado con mi colaboración, eran valiosos pero inciertos bienes colectivos, cuya escucha tenía lugar siempre en casa de algún amigo, pues se solía dar el caso de que su familia estuviera en situación más desahogada que la mía: nosotros aún no teníamos ni siquiera un televisor, otro de los enseres más ambicionados por las familias de aquella época de sabañones y juanetes, de estrecheces y letras mensuales.

 
Aquél curso hubiera sido también opaco en mi memoria, de no ser por unos cuantos indicios y movimientos, que luego darían paso a mi breve incursión en determinadas ambiciones vitales. Por lo pronto, me cambié de amigos. Rivero, Zaborras y mis otros compañeros de fútbol callejero y trastadas predelictivas, tardaban en asimilar el ideario yeyé: meses después de apuntarnos a la nueva moda, su garrulería permanecía intacta. Zaborras, como he dicho, se había quedado atrás y ya no iba a nuestro curso. Nos veíamos poco, fuera del patio de recreo, donde jugábamos a “Churro, media manga o manga entera”, un juego masculino y brutal, que entonces hacía furor. Sus costumbres, para conmigo, eran cada día de mayor abuso y desconsideración: había dado el estirón antes que yo, en altura y en anchura, en tanto que yo me había dejado crecer un flequillo con el cual creía asemejarme a Ringo Starr, aunque más bien me parecía, decían, a una hermana pequeña y fea que el famoso Beatle hubiera podido tener. Cada vez que el animal de Zaborras me veía, cosa que ocurría todas las mañanas en el patio del instituto, me cogía fuertemente del pelo (por supuesto, también corría más que yo), me doblegaba, encaminando mi nariz hacia sus ciclópeos glúteos y se echaba un pedo sonoro y nauseabundo, reteniendo mi napia medio aprisionada en la canal de su repulsivo trasero. Cuando estaba totalmente seguro de que yo había disfrutado hasta la última brizna de su fétido vapor, me soltaba entre risotadas, gritando siempre la misma despedida: “¡El pelo largo es de gachís!” y me largaba un puntapié, con tan jovial ferocidad, que un día perdió el zapato que quedó medio incrustado entre mis doloridas nalgas. Cómo hacía, el muy cafre, durante meses y meses, para tener una ventosidad preparada para mi almuerzo, es algo que nunca llegué a saber, pues al curso siguiente desapareció del centro. Dijeron que lo habían metido en un internado, pero luego me enteré de que había ido a parar a una especie de reformatorio, pues, en aquella época severa, no se disculpaba al que robaba en las tiendas con asiduidad, salvo que estuviera detrás del mostrador.

En cuanto a Rivero, le sobrevino el estar todo el día “cachondo”. Como yo era un tanto ignorante y mi despertar a las pulsiones de la vida en el ámbito sensual, se hallaba todavía en la claridad incierta que precede al amanecer, no acababa de entender su metamorfosis. Un día, tras la clase con la Giner, una joven y severa profesora de latín, ayudante de don Marcelino, alta, morena y que, en opinión de Rivero, estaba “como un tren”, poseído de un extraño fervor, pintó en un balón de baloncesto alrededor de la válvula, con un bolígrafo, algo que quería dar a entender una maraña de pelos ensortijados. “Así debe de ser el chocho de la Giner”, decía, y se frotaba el balón por la ingle, hasta que le daban como unos calambres y se quedaba quieto, encogido y gruñendo, un rato.

 
Con estos y otros majaderos andaba, cuando me vino dios a ver. Había un tío bastante majo y simpático en mi clase, que me parecía interesante porque también era lector y sacaba buenas notas sin esfuerzo aparente… Además era divertido, hacía los mejores chistes sobre los profesores y siempre estaba de chufla. Dos detalles nos distanciaban: él era deportista y de familia pija y yo, no y no.  ¿Sabéis quién era? Sí, el hijo del director que había sustituido en el banco Hispano Ansotano al pobre finado don Gregorio. Se llamaba Chus y nos íbamos tratando, pero no quedábamos porque siempre tenía que ir a entrenar a baloncesto, balonmano, balón volea y balón pollas en vinagre: era el depositario del honor competitivo del instituto. Con tan mala suerte que, en una salida, en la que fue a jugar a balonmano contra los dominicos en Zaragoza, uno de aquellos adversarios como armarios, le cayó en plancha sobre el talón que tenía apoyado y le hizo astillas todos los huesos del tobillo. El pobre fue intervenido por los traumatólogos más feroces, provistos de su arsenal de sierras, tenazas, mazos y berbiquíes, dos operaciones seguidas, faltó mes y medio a clase y cuando ya especulábamos sobre si acabaría echando carreras con Germán, nuestro tullido bedel, hete aquí que reaparece Chus en persona, un buen día, con cara de amargado y dos muletas. Una vez que todos se hubieron interesado por él y por su más que evidente sufrimiento, y se hubieron saciado con los detalles más macabros de su desdichado percance, el pobre fue a dar a los inmundos lavabos de los chicos. Allí relegado, se convirtió en una silueta abandonada, que atisbaba por la ventana nuestros animados y saludables juegos.
 
 

jueves, 16 de enero de 2014

Matemáticas y Diversión 6. El Puente Y La Linterna

He encontrado un precioso problema de razonamiento, un acertijo lógico que se ha quedado conmigo. Te lo transcribo a mi estilo, para hacerte sudar y disfrutar de tu segundo órgano favorito (el cerebro). Tómatelo con calma, si no lo conoces, es un hermoso reto intelestual.

Cuatro amigos, Anselmo, Bartolo, Casimiro y Demetrio (A, B, C y D, para abreviar) son apasionados practicantes de los deportes de aventura y, en una salida a la montaña, les sorprende la noche. Sólo llevan una linterna (de esas frontales) y llegan exhaustos a la orilla del Barranco Nosevelfondo. Para salvarlo, hay una larga y estrecha pasarela sin barandilla, que sólo aguantará el peso de dos personas como máximo. A es deportista y tardará un minuto en cruzar y B tardará dos. C y D están muy cansados y tardarán 5 y 8 minutos respectivamente. La idea es simple: cruzan dos y regresa uno con la linterna. Así hasta que todos hayan pasado. Cuando dos vayan juntos, irán lógicamente al paso del más lento. En la otra orilla, hay un refugio que les permitirá no morir de frío durante la noche. El indicador de la linterna avisa de que queda batería para 15 minutos. Y sin linterna se precipitarían al vacío. La pregunta es ¿pueden pasar todos en un máximo de 15 minutos?

Con Paint, he montado un ingenuo esquema
Puesto que yo, a veces y no sé por qué, me creo muy listo, razoné así: Como A es el más rápido, es el que debe encargarse de volver con la linterna. Así que:

Cruzan A y D. A regresa con la linterna. Tiempo transcurrido, 8+1 = 9 minutos.

Ahora cruzan A y C. A vuelve con la linterna. Tiempo que tardan estos dos, 5 + 1 = 6 minutos.

Por último, cruzan A y B en 2 minutos más (vaya paliza se ha pegado el pobre Anselmo).

Han empleado un total de 9 + 6 + 2 = 17 minutos, ¿me sigues? Por tanto son más de 15 y no les llegará la batería. Muerte.

Mi razonamiento ha sido muy simple y me he quedado muy ufano. Pero es falso. Resulta que sí, que se puede pasar sin rebasar el límite de los fatídicos 15 minutos. Cuando vi la solución, me quedé de pasta de boniato: es relativamente asequible y, claro, no tiene trampa.

El libro del enigma
De aquí a un mes o así te la contaré, aunque si no eres tan prepotente y simplista como el que escribe esto, la puedes hallar por ti mismo: su lógica es inapelable. Este problema, con el nombre de “acertijo del Puente y la Antorcha” apareció por primera vez en 1981, en el libro “Super Strategies For Puzzles and Games” de Saul X Levmore. Es un problema bastante famoso, pero debería serlo aún más. Suerte.

Saul X Levmore
Parece que hay una colaboradora

martes, 14 de enero de 2014

La Hierba Roja - Boris Vian

Releo esta novela, uno de los libros-fetiche de mi juventud, y me doy cuenta de que se trata de una historia de una tristeza, más que terminal, desesperada. Es curioso, la primera vez que la leí me pareció tan graciosa como absurda. Me partía de risa, vamos.

Boris Vian (1920-1959) publicó esta novela en 1950, pero aquí, gracias a la censura que preservaba nuestros castos ojos y entendimientos de estas estridencias de erotismo, violencia, inmoralidad, burla política y ateísmo, no se editó hasta casi treinta años más tarde. La inefable Bruguera (Libro Amigo) dio a conocer una obra que no había perdido un ápice de su vigencia (yo creo que aún la había ganado). Y aún ahora parece que, no sé por qué motivo, Vian vuelve a ponerse un poco de moda (otra vez), así que me animo a hablar un poco de “La Hierba Roja”.

 
Esta novela, junto con “La Espuma De Los Días” (llevada al cine hace poco por Michel Gondry) y “El Otoño En Pekín”, forman una no declarada trilogía: son grotescas y absurdas historias de amor y de muerte, tan humorísticas como desesperadas, síntesis de lo que de maravilloso y terrible a la vez hay en la vida y en el destino del ser humano. En las tres, el protagonismo recae en una doble pareja de jóvenes enamorados, uno de cuyos personajes masculinos es, parece ser, un trasunto del propio autor, que también murió joven y a quien también aterrorizaba el aburrimiento… Si conoces cualquiera de los tres títulos y te ha gustado, deberías acometer los otros dos. Si te ha desagradado, pues ya tienes bastante.

Amén de algunas otras vanguardias literarias, el existencialismo y las concepciones surrealistas influyen en estas novelas. A pesar de su carácter de literatura un tanto experimental, son obras entretenidas y asequibles: sólo exigen del lector dejar a un lado algunos prejuicios y algún exceso de lógica racionalista, pudiendo así acceder a una corriente lógica más profunda, más propia de lo inconsciente, cuya coherencia alternativa desentraña Vian con singular pericia. En todo caso, una dramática diversión está asegurada. En todos estos relatos de Boris Vian, se manifiesta de modo diáfano, la indisoluble dualidad del erotismo y la muerte, la carga de violencia autodestructiva de la que somos portadores y una desternillante mala leche para poner en cuestión todo tipo de valores: religiosos, éticos, educativos, utilitarios, sociales… Al final, solo queda sin demoler, como un cerro testigo, un vitalismo individualista cargado de una obligación muy simple: respirar, latir, buscar el sol y el aire fresco, seguir los impulsos elementales, no resistirse a los deseos.

El estilo de Vian es ágil y dinámico y se engalana febrilmente con chistes absurdos, vocablos inventados, imágenes imposibles, dobles sentidos, juegos de palabras y comparaciones y metáforas disparatadas (un ejemplo, “nubes veloces, que se perseguían unas a otras como la policía a los huelguistas, ocultaban por momentos el sol”). Algo de todo aquello se pierde inevitablemente en la traducción, de modo que habría que leerlo en francés, pero aun así es ligero, accesible y divertido (de muerte).

 
En “La Hierba Roja” Wolf, el protagonista, es un ingeniero (como lo era el propio Vian) que, junto con su ayudante Saphir Lazuli, ha inventado una misteriosa y amenazadora Máquina. Wolf está casado con Lil y su ayudante tiene como pareja a la hermosa Folavril. Los amores de Lazuli y Folavril se ven perturbados, porque él ve un hombre de aspecto triste, vestido de oscuro, que le mira con desaprobación, siempre que abraza a su amada. Ésta visión/obsesión le perseguirá toda la novela y será uno de los desencadenantes de la tragedia.

Tampoco es que Wolf esté mucho mejor que el pobre Lazuli, (en cambio, se esgrime una curiosa y convincente razón por la que las mujeres son más fuertes). Wolf quiere deshacerse de todos sus recuerdos, pues “es insoportable, tener que arrastrar contigo lo que has sido en el pasado”. Y así nos enteramos de para qué sirve la ominosa Máquina: “Está hecha para olvidar, pero antes tienes que recordarlo todo. Sin omitir nada. Con más detalles aún. Y sin sentir lo que sentías entonces.” Así se lo explica a su ayudante, que quiere saber qué ocurre en la cabina de la Máquina: “Desde allí dentro, se ven las cosas tal como fueron. Eso es todo.”

Capítulo a capítulo, Wolf emprenderá la revisión y el borrado de toda su memoria: infancia, familia, religión, estudios, amores, pasiones… Poco a poco, la Máquina se va volviendo más peligrosa e incontrolable, convirtiendo a Wolf en un hombre sin recuerdos. Una experiencia que Wolf creía que, tal vez, podría llevarle a una vida más nítida en el puro y perfecto presente y, en cambio, le lleva… a la nada.

 
Pero mientras se incuba el desastre, asistimos a una descacharrante inauguración de la Máquina y a una melancólica fiesta posterior en la que “Wolf se aseó un poco antes de regresar a la sala donde los demás bebían y bailaban. Se lavó las manos, se dejó bigote, constató que no le favorecía, se lo afeitó inmediatamente y se anudó la corbata de otra, más voluminosa, manera, ya que la moda acababa de cambiar. Luego, aun a riesgo de que le resultara chocante, enfiló el pasillo en sentido contrario. Al pasar, hizo oscilar el fusible que servía para dar variedad a la atmósfera durante las largas noches de invierno. Debido a ello, la iluminación fue reemplazada por una emisión de rayos X de baja potencia, despuntados para mayor precaución, que proyectaban sobre las paredes luminiscentes la imagen ampliada del corazón de los que bailaban. Por el ritmo de los latidos se podía ver si amaban a su pareja.” Maravilloso e inquietante.

 
He de confesar que, como profesor joven que fui cuando leía esta corrosiva novela, me impactó especialmente la diatriba de Wolf/Vian contra la educación reglada, en unos párrafos de una virulencia enorme y de una lucidez incuestionable, que transcribo íntegros a continuación (para que no se me olviden):

“Dio un golpe al escritorio con la palma de la mano. -Mire -dijo-. Este viejo escritorio. Todo lo que rodea a los estudios es así. Cosas sucias y polvorientas. Pintura que cae de las paredes. Bombillas cubiertas de polvo y de cagadas de mosca. Tinta por todas partes. Mesas llenas de agujeros hechos con la navaja. Vitrinas con pájaros disecados y roídos por los gusanos. Laboratorios de química que apestan, gimnasios miserables y mal ventilados, escorias de hierro en los patios. Y viejos profesores estúpidos. Unos chochos. Una escuela de chochez. La instrucción… Y todo esto envejece mal. Se convierte en lepra. Se desgasta la superficie y se ve lo que hay debajo: mierda.”… … … 
 
“- Envejecer no es una tara -dijo el señor Brul. - Sí -respondió Wolf-. Deberíamos avergonzamos de nuestro desgaste. - Pero si a todo el mundo le ocurre lo mismo -objetó el señor Brul. - Y no tiene ninguna importancia -dijo Wolf-, si se ha vivido. Pero de lo que me quejo es de que se empiece por envejecer. Mire, señor Brul, mi punto de vista es simple: mientras exista un lugar en el que haya aire, sol y hierba, tenemos la obligación de lamentar no estar allí, sobre todo si somos jóvenes.” … …. …
 
 
Más adelante, sigue: “- No se vive impunemente – dijo - en un tiempo dividido en compartimientos sin caer en un fácil gusto por un cierto orden aparente. Y qué más natural, después, que extenderlo a todo lo que te rodea… - Nada más natural -dijo el señor Brul-, aunque sus dos afirmaciones sean en realidad características de su manera de ser y no de la de todos, pero sigamos. - Acuso a mis maestros -dijo Wolf- de haberme hecho creer, con sus enseñanzas y las de los libros, en una posible inmovilidad del mundo. De haber hecho que mis pensamientos se estancaran a un determinado nivel (nivel que por otra parte, ni ellos eran capaces de definir sin contradicciones), y de haberme hecho pensar que algún día, en algún lugar, podía existir un orden ideal. - Pero esto es una creencia alentadora -dijo el señor Brul-, ¿no le parece? - Cuando se da uno cuenta de que no lo alcanzará jamás -dijo Wolf-, y que hay que delegar su disfrute a generaciones tan lejanas como las nebulosas del cielo, este aliento se convierte en desesperación y se lo precipita a uno al fondo de sí mismo como el ácido sulfúrico precipita las sales de bario, para explicarlo en un lenguaje escolar.”… … …
 
E insiste, acusando al sistema, “de su chochez. De su propaganda. De sus libros. De sus aulas que apestan y de los tontos de la clase que se pasan el día masturbándose. De sus lavabos llenos de mierda y de los alborotadores solapados, de los alumnos de la Escuela Normal, verdosos y gafudos, de los del Politécnico, llenos de presunción, de los de la Central, almibarados de burguesía, de los médicos ladrones y de los jueces deshonestos… qué porquería… yo me quedo con un buen combate de boxeo… también está amañado, pero por lo menos es divertido.”

Por si su filípica no me hubiera abatido del todo, remacha: “más nos valdría aprender a hacer el amor correctamente que devanarnos los sesos delante de un, libro de historia.”

 
Menos mal que he dicho que es un libro de humor (no hay nada tan serio como el humor, ni tan lúcido como lo absurdo). Pese a todo, la hierba roja es suave y las florecillas blancas que la coronan son como la espuma (de los días).
 
 

domingo, 12 de enero de 2014

Hay Que Tender Puentes

Hoy me ha dado por los puentes. Comenzaré, como es frecuente, quejándome y reivindicando. Vivo a orillas de un río no muy caudaloso, el Cinca (traicionero). Una hendidura que descose de forma tajante el territorio que habitamos en esta remota provincia. Me explico: su curso marca una frontera infranqueable, atravesado cada veinticinco kilómetros por un puente (o un conjunto de ellos especializados, pero en el mismo punto). En tiempos premodernos había barqueros, pero esa honrosa profesión ha caducado por aquí, de modo que dos pueblos de distintas orillas, que se divisan muy cercanos el uno del otro, pueden estar separados por carretera unos treinta kilómetros… Otrosí digo: mi pueblo se extiende en la orilla izquierda del río y en la derecha hay una bonita, extensa y agradable zona de parque natural, el llamado soto de la Pinzana, a menos de dos kilómetros de la localidad. De modo que un paseante podría acceder, atravesando el puente sobre el Cinca ¡pero éste carece de cualquier habilitación para peatones! ¡Maravilloso! Propongo a la Renault, la Opel o la Ford que costeen un monumento a los alcaldes de mi pueblo, lo tienen bien ganado.

 
En las láminas de mi vieja enciclopedia, he encontrado un pequeño muestrario de puentes. Me dan ganas de comenzar una colección de fotografías de puentes, pero no llegaré a tanto, me conformaré con rememorar la fascinación que siempre me ha producido esta obra, cuyo simbolismo más obvio es el de permitirnos acceder al territorio de la otra orilla… ¿Qué habrá en la otra orilla? Tal vez sólo una esperanza de encontrar algo mejor que lo que conocemos en ésta, aunque para no perder tal esperanza, lo mejor sería no atravesarlo. No obstante nuestra vida es un continuo cruzar de puentes, algunos sin retorno, y una sucesiva exploración de orillas desconocidas. Hace muchos años, leí una novela que me gustó muchísimo, que extravié y que no he podido volver a conseguir traducida al español. Se trataba de “Climas” de André Maurois y, en ella, se hablaba primordialmente de relaciones sentimentales, amorosas, humanas… Bien, el caso es que leí una cita que se quedó instalada en mi magín de adolescente, decía: “hay personas que son como puentes, las cruzas y ya estás al otro lado”. No lo explicita, pero se supone que las dejas atrás y te han servido para acceder a otro estado en tu evolución vital. Conforme me he ido haciendo mayor, he ido pensando en esta frase desde otro punto de vista: me hubiera gustado servir de puente a muchas personas que, dejándome inevitablemente atrás, hayan podido acceder, a través de mí, a otras realidades, a otras vivencias, a otras orillas.

 
Y como me he puesto trrrascendental, usaré un contrapunto de corte chabacano para despedirme por hoy. Como va de puentes… A ver, que levante la mano el que no aprecie, con una semisonrisa, esta canción.