domingo, 12 de enero de 2014

Hay Que Tender Puentes

Hoy me ha dado por los puentes. Comenzaré, como es frecuente, quejándome y reivindicando. Vivo a orillas de un río no muy caudaloso, el Cinca (traicionero). Una hendidura que descose de forma tajante el territorio que habitamos en esta remota provincia. Me explico: su curso marca una frontera infranqueable, atravesado cada veinticinco kilómetros por un puente (o un conjunto de ellos especializados, pero en el mismo punto). En tiempos premodernos había barqueros, pero esa honrosa profesión ha caducado por aquí, de modo que dos pueblos de distintas orillas, que se divisan muy cercanos el uno del otro, pueden estar separados por carretera unos treinta kilómetros… Otrosí digo: mi pueblo se extiende en la orilla izquierda del río y en la derecha hay una bonita, extensa y agradable zona de parque natural, el llamado soto de la Pinzana, a menos de dos kilómetros de la localidad. De modo que un paseante podría acceder, atravesando el puente sobre el Cinca ¡pero éste carece de cualquier habilitación para peatones! ¡Maravilloso! Propongo a la Renault, la Opel o la Ford que costeen un monumento a los alcaldes de mi pueblo, lo tienen bien ganado.

 
En las láminas de mi vieja enciclopedia, he encontrado un pequeño muestrario de puentes. Me dan ganas de comenzar una colección de fotografías de puentes, pero no llegaré a tanto, me conformaré con rememorar la fascinación que siempre me ha producido esta obra, cuyo simbolismo más obvio es el de permitirnos acceder al territorio de la otra orilla… ¿Qué habrá en la otra orilla? Tal vez sólo una esperanza de encontrar algo mejor que lo que conocemos en ésta, aunque para no perder tal esperanza, lo mejor sería no atravesarlo. No obstante nuestra vida es un continuo cruzar de puentes, algunos sin retorno, y una sucesiva exploración de orillas desconocidas. Hace muchos años, leí una novela que me gustó muchísimo, que extravié y que no he podido volver a conseguir traducida al español. Se trataba de “Climas” de André Maurois y, en ella, se hablaba primordialmente de relaciones sentimentales, amorosas, humanas… Bien, el caso es que leí una cita que se quedó instalada en mi magín de adolescente, decía: “hay personas que son como puentes, las cruzas y ya estás al otro lado”. No lo explicita, pero se supone que las dejas atrás y te han servido para acceder a otro estado en tu evolución vital. Conforme me he ido haciendo mayor, he ido pensando en esta frase desde otro punto de vista: me hubiera gustado servir de puente a muchas personas que, dejándome inevitablemente atrás, hayan podido acceder, a través de mí, a otras realidades, a otras vivencias, a otras orillas.

 
Y como me he puesto trrrascendental, usaré un contrapunto de corte chabacano para despedirme por hoy. Como va de puentes… A ver, que levante la mano el que no aprecie, con una semisonrisa, esta canción.
 
 

viernes, 10 de enero de 2014

Babel - Alejandro González Iñárritu

Tres películas por el precio de una. Y las tres, más que buenas, extraordinarias. En algo más de dos horas y cuarto, a veces trepidantes, a veces remansadas, se dibuja en “Babel” el destino de cuatro grupos de personas, pertenecientes a cuatro culturas diferentes, esparcidas por tres continentes distintos. Un hilo azaroso y dramático ensarta y va hilvanando, de Marruecos a Japón, de Estados Unidos a Méjico, la aventura vital de unos personajes aturdidos por sus conflictos, a los que la cámara mira con una desgarrada ternura, con una estremecedora emoción, con una palpitante complicidad, retratados en trances que les resultan, más que duros, abrumadores.

 
Muy a menudo, no entiendo la velocidad con la que los medios de comunicación introducen y descartan, en una actualidad vertiginosa, los productos, los logros, las propuestas culturales, los escándalos y otras polvaredas… Para cuando te quieres dar cuenta, el foco ya está en otro lado y todo el mundo ha dejado de atender a lo que, unos instantes atrás, se hacía acreedor a la máxima expectación. Esta película tiene apenas ocho años, un periodo de tiempo muy malo: pasó de moda, ya no es de actualidad… y faltan, al menos otros diez, para que se la empiece a considerar un clásico del cine, o sea rescatada como una obra maestra.
 
En su día, quizá ya nadie lo recuerde, causó un considerable revuelo, incluso un cierto escándalo, al tratarse de una propuesta que atiende poco a la corrección política. Los nuevos censores la tacharon de etnocentrista, de racista o de dar una visión despectiva de la pobreza, con un tono peyorativo y denigrante para los países emergentes. Por otra parte, el hecho de tratarse de una cinta ambiciosa hasta rozar la pretenciosidad y de mostrar una elevada complejidad formal, hizo que la crítica norteamericana la acogiera con una frialdad rayana en el desprecio.

Afinando la puntería
Cuando la vi hace unos años, me gustó, aunque algunas cosas me quedaron poco claras y hubo bastantes detalles que no advertí. La he vuelto a ver esta semana, en formato DVD, y me ha parecido una película monstruosa, inmensa, una especie de representación completa del cosmos que habitamos, que da para reír y llorar, alegrarse y sufrir, en un tumultuoso tapiz lleno de furia y vitalidad, probablemente una de las obras más intensas que pueden verse en una pantalla.

...Y dio en el blanco
La acción comienza en un Marruecos árido y montañoso. Abdullah compra un fusil para espantar a los chacales y que no se coman a sus cabras. Sus hijos son traviesos e inconscientes. Yussef, probando el fusil de su padre para ver el alcance que tiene, dispara desde un cerro sobre un autobús, hiriendo accidentalmente a una turista americana. Este hecho fortuito, fruto de la irresponsabilidad, desencadenará, como una piedra arrojada a un estanque, una onda expansiva de consecuencias globales…
 
Richard (Brad Pitt) y Susan (Cate Blanchett) son una pareja de turistas norteamericanos en viaje por Marruecos, decididos a superar el trauma de la pérdida de un hijo y reencontrarse sentimentalmente. Ella es la persona herida por la bala del fusil. Pierde mucha sangre y el hospital está a cuatro inalcanzables horas de viaje. La desesperación se instala en ellos, mientras su gobierno, el norteamericano, se obstina en denunciar un ataque terrorista. Los otros dos hijos pequeños de Susan y Richard se han quedado en Estados Unidos, a cargo de Amelia, una robusta y amable niñera mejicana.
 
Debido al dramático incidente, los padres de Debbie y Mike, que así se llaman los niños, se retrasan y el tiempo corre en contra de Amelia, cuyo propio hijo se va a casar en Méjico. No tiene con quién dejar a los niños, así que ¿qué hace? ¡Se los lleva a Méjico a la boda de su hijo! Cuando ésta concluye, vemos que es más fácil salir de Estados Unidos que volver a entrar: tienen problemas en la frontera del Primer Mundo y una alocada huida los llevará a extraviarse en el desierto…
 
Amelia, una niñera prodigiosa
Un tercer hilo argumental enlaza con Chieko, una hermosa adolescente japonesa a quien el hecho de ser sordomuda y el trauma de haber perdido a su madre que se ha suicidado, sumen en la marginación, la desesperanza y una frágil perplejidad. La animosa Chieko se pasa toda la película salida como una gatita en celo, intentando seducir sin éxito a los jovencitos de su edad, a un dentista y a un detective de policía que está indagando la procedencia de un fusil. Un fusil que era del padre de Chieko, el cual se lo regaló, tras una cacería a su guía marroquí. Que se lo vendió a Abdullah. Y sí, aquí se cierra el círculo que relaciona a tan dispares personajes.
 
Siento haberte chafado el final, pero es que no hay tal: en la cinta se van contando las tres historias en un abigarrado puzzle y con una inexacta coincidencia temporal. Digamos que no se narran sincronizadas y que hay un cierto desfase… Si vas a enfrentarte a tanta complejidad, conviene que vayas sobre aviso. Un ejemplo: verás una emotiva conversación telefónica entre Mike y su padre, Richard. La verás desde ambos extremos del hilo ¡y separada, en la película, en dos secuencias distantes más de una hora de lapso!

Pero, aparte del fondo, que versa sobre las abismales diferencias y las impredecibles interrelaciones que hay entre todos los mundos que conforman nuestro mundo, los aspectos formales de la película, como espectáculo visual, son insuperables. Hay momentos donde el abigarrado montaje y el maravilloso colorido hacen desfilar el esplendor emocionante del mismísimo palpitar de la vida ante nuestros ojos, casi prohibiéndoles parpadear. Yo me quedo con dos secuencias de espléndido dinamismo: la boda en Méjico y la tarde/noche de fiesta en Japón.

En la boda mejicana del hijo de Amelia, la plasticidad de los planos, su vivacidad, su ambiente festivo un poco despendolado, los tempos del baile, los niños correteando en libertad, la novia hundiendo sus mejillas en la tarta, los momentos de coqueteo y romanticismo, configuran un todo espléndido, vitalista y emotivo, un prodigio de montaje. Algo vibrante y cautivador, antesala del drama que van a vivir Amelia y los niños norteamericanos, en su azarosísimo regreso a casa.

Esta novia está comestible
No exactamente paralela, con algunas pastillas y un poco de alcohol, y tras deshacerse de sus bragas en un lavabo, Chieko en su fiesta urbana, con sus jóvenes amigas y amigos japoneses, se muestra en un abigarrado caos de planos, que culmina en una multitudinaria discoteca, donde asistimos al siguiente experimento cinematográfico: alternamos entre fuera y dentro de la mente de Chieko, momentos de estruendo musical, entreverados de momentos de denso silencio e incomunicación. Muy fuerte.

Chieko se columpia
2006 fue sin duda un buen año para la creación cinematográfica: “La Vida De Los Otros”, “Infiltrados”, “Pequeña Miss Sunshine”… “Babel”, la película que nos ocupa, estuvo nominada para 7 Oscars, pero al final solo obtuvo uno, el de mejor banda sonora original, gracias a la música de Gustavo Santaolalla, de corte “étnico”, cuya expresividad subraya los numerosos momentos emotivos (de buena ley y sin trampas) del film.
 
También merecieron una mención especial el magnífico (y complejo, repito) guion original del escritor Guillermo Arriaga y la dirección de González Iñárritu, cuya batuta hace brillar a los actores, a las estrellas consagradas y a los de reparto. Aparte de los árabes, cuyas dramatizaciones son espléndidamente “naturales”, quiero yo apuntarme aquí dos actrices conmovedoras en particular: Adriana Barraza, en el papel de Amelia, la niñera (de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso, pero ella está sublime, sin tropiezos) y Rinko Kikuchi, en el difícil papel de la joven atormentada y sordomuda, Chieko, de la que aún ando un poco enamorado (cuando vea “Pacific Rim”, igual se me pasa).

Y el montaje. El montaje, repito una vez más, es soberbio (es el “plus” de esta película, lo que la hace vibrar en otra dimensión).

 
 

miércoles, 8 de enero de 2014

Ciudadanos, Súbditos, Patricios Y Plebeyos

Una de las funciones que mejor cumplen los medios de comunicación es la de halagarnos, agasajando obsequiosamente nuestro intelecto. Yo no puedo evitar ronronear de satisfacción escuchando, viendo o leyendo a un tribuno de la plebe deshacerse en elogios sobre lo agudos que somos, lo bien preparados que estamos y el buen sentido que nos caracteriza a los ciudadanos de este país.

Luego reflexiono y caigo en la cuenta de que, en realidad, siempre quieren vendernos algo y, haciendo uso de los principios de la publicidad, tratan de engatusarnos para colarnos los mensajes que les permiten mantener a salvo el negocio ganadero, en el que no nos toca otro papel que el de reses malamente apacentadas.

Viene esto a cuento del uso y abuso de la palabra “ciudadanos” con la que, de modo gratuito, parece derramarse sobre nosotros una gracia que no sé si merecemos. Por lo menos yo, voy a confesar que no me siento acreedor a tan indiferenciada distinción, al no haber sido agraciado con una educación que catalogue nítidamente mis derechos y responsabilidades, al no haber sido objeto de una pedagogía que canalice y reclame mi participación en alguna, hoy por completo imprecisa, empresa colectiva. El uso y abuso del citado término ha producido un gracioso fenómeno: todos los demás parecen peyorativos. En inglés usan el término “people”, que a mí me parece bastante neutro. Aquí, “gente” se considera un poco así como ramplón y vulgar, se teme que haya escasa distancia entre gente y gentuza. Todos ciudadanos.

 
Por tal motivo, se trata de una categoría por completo otorgada a sujetos de una inanidad absoluta. Luego en los medios a los que en párrafos anteriores atendía, hablan de los barones, subrayo la palabra porque no es casual, barones autonómicos de tal o cual partido y tan feudal terminología me devuelve a la realidad: somos súbditos o, en el mejor de los casos, plebeyos sometidos, como siempre en este país, a una caterva de patricios cuya incombustibilidad, privilegios e impunidad se disimulan peor cada día que pasa. Mi amigo el Resentido me dice que ciudadanos son los de Francia, que tuvieron los arrestos de cortarle la cabeza a un rey, sacudiéndose una tutela de la que aquí disfrutábamos hace cincuenta años en crudo y ahora, en maquillado.

Ser “ciudadano” sería pues el resultado de una dura lucha y de un arduo aprendizaje, de una tensa vigilia y de un prolongado entrenamiento. Pero claro, esto es muy pesado: imaginemos el tedio de controlar a nuestros representantes, exigirles vigilantemente explicaciones de por qué legislan lo que legislan, en qué se gastan lo que se gastan, cómo se han articulado consensos para armonizar intereses contrapuestos… Todo lo cual sería muy denso, habría que articular la exigencia de una carga de veracidad y de lealtad que nuestra “clase política” está muy lejos de detentar, ¿ y qué hacemos? Pues conformarnos sin más con el halagador discurso en el que todo, de nuevo, nos es otorgado y, como decían los antiguos romanos, ¿quién vigila a nuestros guardianes? Pues nadie, que se vigilen entre ellos y luego nos asombra que, en lugar de vigilarse, se ponen de acuerdo para perpetuar su ordeño.

Ciudadanos. Vaya encargo. Marchemos todos y yo el primero por la senda que nos encamina al redil, que si fuéramos ciudadanos, no podríamos eludir el pago de impuestos y, peor aún, habríamos de preocuparnos en determinar y controlar a qué se destinan. Es mucho más sano reivindicar el papel de plebe, de chusma, sumerjámonos en las turbas vocingleras, integrémonos en la cultura de nuestro pueblo (seamos pueblerinos aragoneses, asturianos, vascos, catalanes…).

 
Encontré un artículo que había escaneado hace unos años, por desgracia a muy poca resolución, de modo que casi cuesta leerlo. Pero lo recomiendo muy encarecidamente. La lucidez de que hace gala el profesor y escritor Antonio Escohotado, retratando nuestro laberinto político en una instantánea de hace nueve años, perfectamente extrapolable a la actualidad, me parece muy aguda, muy didáctica y muy iluminadora. Ahora eso sí, es denso. Reconozco que los trolls de Twitter son ciudadanos más divertidos.
 
 

domingo, 5 de enero de 2014

Sol De Invierno En La Chopera De Monzón

Ignoro si es debido al calentamiento global, pero de unos cuantos inviernos a esta parte, la estación de los fríos por estas latitudes es más breve, más suave y, sobre todo, más soleada.

 
Cierto es que soy una especie de analfabeto meteorológico, hasta el extremo de que me da corte hablar del tiempo en el ascensor con los vecinos, no sea que descubran que no entiendo muy bien lo de los milibares y el anticiclón de las Azores, pero recuerdo perfectamente que antaño los inviernos eran mucho más duros. Ahora mismo estoy viendo en mi memoria un Seat 850 que no arranca, cubierto con una gruesa costra de escarcha y el usuario, que lo necesita poner en circulación para ir a trabajar esa cruda mañana de invierno, primero prende un fuego con papeles y abrojos bajo el chasis y luego me solicita que lo empuje un trecho por una bajada. Finalmente, se pone en marcha pedorreando un denso y maloliente humo negro. Yo me quedo ahí y me sale vapor de la boca, la respiración que se condensa.

 
Y la interminable temporada de la niebla. En estos llanos y terrazas donde el Leteo se junta con el Cinca, la niebla era muy persistente. Solía dejar de verse el sol a finales de noviembre y no volvía a aparecer hasta febrero. En aquellos días y días que se sucedían como si viviéramos dentro de un vaso de leche (y no se veía ni leches), la oscilación térmica era de un par de grados: entre uno bajo cero de madrugada y uno sobre cero al mediodía. El reloj del ayuntamiento, en la plaza, era un disco velado y fantasmal que sustituía a la inexistente luna. Ahora es muy raro que la niebla se establezca más allá de una semana seguida. Toco madera.

 
De modo que los breves días de invierno son, ahora más a menudo, luminosos y soleados. El Sol, que va muy bajo sobre el horizonte, deslumbra casi a cualquier hora y, como apetece pasear, me echo la cámara al hombro y me voy a la chopera, donde las ramas desnudas de los árboles se recortan nítidamente en el cielo y parece que quieren simbolizar algo, aunque no sé muy bien el qué. De todas formas, las fotografío.

 
Incluso me permito la mayor transgresión técnica a la hora de hacer las tomas: disparo la cámara de cara al sol, desafiando la sobreexposición, el contraluz, los reflejos y todo lo que salga de semejante despropósito. Me llevo una sorpresa, porque quedan bien. Y me divierte pensar que he hecho como los niños cuando dibujan un paisaje, lo primero un sol bien grande, bien redondo y con un montón de rayos. Y con la luz derramándose a franjas por el camino.
 
 
 
 

sábado, 28 de diciembre de 2013

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 18

11.                        NOS HACEMOS YEYÉS

Los cuatro primeros años de la vida académica en el Instituto de Enseñanza Media de la recoleta ciudad que me vio nacer, crecer e incluso, mucho después, acometer fieros intentos de reproducirme, languidecer más tarde, y alcanzar cierto grado de muerte, al menos del espíritu, en su inexorable atonía, aquellos digo, fueron los preparatorios años de siembra y esperanza que, hoy, se me confunden en la continuidad de un incierto borrón, y de los que haré gracia al lector, por no acrecentar el grado de insipidez del relato.

Merced a esta oportuna y astuta elipsis, pasaré por alto desazones y estrecheces, estancamientos y tedios, que poblaron mi existencia. Carencias variadas, que fueron dotándola de los elementos característicos en casi todas las vidas que conozco, y que se resumen en el amueblado de un denso compás de espera entre dos abismos inexorables.

Aun hoy, me pregunto qué esperaba yo del futuro en la pulcra ciudad episcopal, un ámbito detenido y cerrado, donde los sepulcros que cuidaba mi abuelo, no eran tumbas más mortecinas que otras menos silenciosas y más agitadas, pero igualmente señaladas por el polvo y las telarañas del hastío, del abandono y del olvido.

 
No obstante, aquél verano de 1965 iba a estallar una pequeña aunque consistente revolución en nuestras vidas, algunos ya habíamos extendido las antenas a los vientos que llegaban “de fuera”, ya nos habíamos bautizado como enteradillos de las modas extranjeras, pero aquél caluroso estío, no un bautizo, sino un chaparrón cayó sobre el conjunto de nuestro apocado y timorato cuerpo social: había comenzado la era yeyé, algo así como si, en Historia, se diera paso a la Edad siguiente a la Contemporánea. Lo cierto es que no se hablaba de otra cosa: los mayores con reticencia y desconfianza; una mezcla de burla y temor los posicionaba frente al nuevo fenómeno. Los jovencitos andábamos algo perdidos, oyendo campanas aquí y allá, hasta que dio comienzo el curso y supimos cuál sería nuestra fidelidad hasta la muerte.

Una tersa y brumosa mañana de septiembre, nos reunieron en el amplio y funcional salón de actos del Instituto: en aquella época erizada de formalidades, era costumbre iniciar el curso con una especie de solemne charla inaugural. Germán, el bedel, se afanaba removiendo cortinajes y abriendo los oxidados marcos de los ventanales, para intentar disipar, sin éxito, el olor a cerrado. Los pegajosos asientos de escay rojo acogían nuestros inquietos traseros, mientras frente a nosotros se alzaba un estrado donde los profesores iban tomando asiento con una desgana superior a la nuestra que, al menos, estaba tamizada de cierta curiosidad. Era fama que habían mandado (¿de Madrid? ¿De Zaragoza? ¿En qué arcano lugar se tomaban tales decisiones funestas?) un nuevo Jefe de Estudios con una siniestra aureola de coco, se decía, para poner coto a cierto tufo de permisiva liberalidad, que estaba empezando a impregnar el ambiente todo del centro de enseñanza.

Desde su frontera fila de sillas, tomaron la palabra varios profesores, de los ya conocidos, para desgranar, con una evidente falta de entusiasmo, los acostumbrados saludos de acogida, las novedades en la organización del centro y las habituales recomendaciones sobre las bondades del estudio, del buen comportamiento y del interés que debía movernos a aprovechar el tiempo y no hacer el payaso. Una vez consumado el ritual, se instaló un silencio algo incómodo y la figura que ocupaba el centro de su docta fila, tras provocar dos o tres veces el pertinaz silbido de los acoples del micrófono, tomó la palabra con un timbre grumoso y un tono acerado y campanudo que nos lo hizo detestable al punto:

 - Queridos alumnos, alumnas y otros seres más indeterminados. Me llamo Marcelino Portuno. Para vosotros seré don Marcelino, a secas, o eso espero. Acabo de llegar a esta hermosa plaza con el cometido prometedor de ser vuestro Jefe de Estudios. También seré el profesor de Latín de los de los cursos superiores. Dado que tengo las mejores expectativas de vosotros, haré muy breve mi alocución. Que estará encaminada a preveniros de un desagradable fenómeno disolvente, donde se aúnan desfachatez y gamberrismo, falta de respeto, inconsciencia e irresponsabilidad. Como todo lo malo, esta moda nociva viene de fuera. Y yo espero y preveo que no va a anidar entre nosotros, porque aquí la luz que nunca se apaga, la atenta mirada del Caudillo, el faro de occidente, ha determinado guiarnos, inmunes a esa decadencia, por inmarcesibles senderos de gloria, por donde firmes transitaremos, aunque sea a capones.

 
Tosió, carraspeó, movió el micro ocasionando otro horrible ruido de acople y prosiguió su fatuo discurso:

 - Es mi deber, qué digo mi deber, mi irrenunciable y sagrada misión, apartaros de esta epidemia que nos acecha, de esa infección contagiosa: esos gamberros melenudos que dan alaridos infrahumanos y se hacen llamar yeyés; esos monos ruidosos y frenéticos consagrados al gamberrismo y a la delincuencia, esas nuevas hordas de vándalos vociferantes que son la vergüenza de sus padres, el oprobio de su nación, una lacra para nuestra civilización y unos guarros indecentes. Unos cerdos que chillarían como niñas histéricas, al ver la maquinilla de cortar el pelo que llevo en esta mano por si, durante el curso, me hiciera falta usarla con alguno que desembarcara por aquí.

Blandió una maquinilla de rapar y alguna desmayada risita afloró aquí y allá en el abarrotado salón de actos. A su lado, en el estrado, los otros profesores miraban en diferentes direcciones, hacia lo alto, como si la cosa no fuera con ellos (hoy sé que eso se llama vergüenza ajena).

 - Así que nada más quiero que os quede clara una cosa: no consentiré ninguna manifestación de la nueva moda, ni el pelo alborotado, ni las medias de color, ni las faldas descocadas, ni el aspecto sucio, indecente y desaliñado, ni nada por el estilo. Que no llegue a mis oídos ninguna nauseabunda noticia que tenga que ver con ustedes, acerca de guateques, discos con música para zulúes, guitarras desafinadas y berridos selváticos. De cualquier modo que se transluzca que un alumno está infectado por esta moda subversiva e inaceptable, será objeto de sanción disciplinaria y académica. Espero que, como hasta ahora, todos demos ejemplo de decencia y comedimiento, mostrando a esos asquerosos británicos nuestra firmeza de costumbres, nuestra entereza y sobriedad, a ver si, de una vez por todas, nos hacemos acreedores a su respeto y nos devuelven Gibraltar.

 
La pincelada patriótica nos arrancó unos desganados aplausos y nos fuimos a disfrutar del solecico. Zaborras, que ya no vendría a nuestro curso porque había suspendido y tendría que repetir, nos propuso ir esa noche a celebrar nuestro último día de vacaciones.

 - Podríamos colarnos, a eso de las once, en las piscinas municipales – dijo - . Mañana es el acto de clausura de la temporada y estaría bien que se encontraran un buen surtido de zurullos flotando en el agua.

Rivero se mostró de acuerdo:

 - Así nos vengamos del nuevo portero, ese gilipollas que no nos deja pasar gratis como el que había antes, que era majo y nos dejaba colarnos todos los días. Yo sé por dónde atravesar la valla, por un sitio muy fácil. Luego nos despelotamos y nos echamos al agua, soltamos unos cerotes y la dejamos bien adornada, así que chicos, que nadie vaya a cagar en todo el día, por muchas ganas que tengáis, ¡venga! ¡A comer ciruelas!

Y partiéndonos de risa, nos separamos.

Aquella fue una noche oscura, perfumada y tibia. El agua deshacía unos inciertos reflejos en un chapoteo regular, un rumor acogedor mezclado con los murmullos sofocados de los compinches. Yo estaba frente al bordillo en la parte más profunda, agarrado a la escalerilla metálica. Zaborras defecaba desde el trampolín. También una sustancia templada y granulosa borboteaba escurriéndose en mansas oleadas desde mis entrañas. Cerciorándome de que nada extraño ni amenazador turbaba la paz de los bañistas, le dije muy convencido a la pandilla, sabiendo que ese día ponía punto final a nuestra infancia y sus trastadas:

 - Yo creo que todos, a partir de este momento, deberíamos hacernos yeyés. - Y cómo nadie estuvo en desacuerdo, tal fue nuestro destino en adelante. 
 
 
  

viernes, 27 de diciembre de 2013

Jose Ignacio Wert, Español Del Año

¿Puede un ministro de Educación, Cultura y Deporte, en un país como el nuestro, ser una persona respetada, querida, admirada y popular? Por supuesto que no, pero llegar a unos niveles de inquina, rechazo, execración y aborrecimiento tan unánimes como los que ha conseguido este sociólogo sesentón, no deja de tener un admirable mérito. Él se muestra con un talante inmune al acúmulo de denuestos que los medios hostiles (que son casi todos) vierten sobre su ejecutoria. Tal vez piense, como Oscar Wilde o Dalí, que lo importante es que hablen de uno, aunque sea mal.

No es cierto que se presentara a un casting
para obtener el papel de Gollum
Bromas aparte, el encargo que recae sobre este señor no es una cuestión que pudiera resolverse, entre nosotros, con una caja de paracetamol y cuatro tiritas. Trabajé muchos años en el sector en el que este personaje sería mi jefe y tengo buena memoria, pese a todo no sería capaz de responder con mínima coherencia a ninguna de estas preguntas: ¿Cuándo comenzó la Educación en España a adquirir el decidido carácter esperpéntico que la caracteriza en la actualidad? ¿Puede pensarse, siquiera un momento, en un ámbito o sector con menores posibilidades de consenso? ¿Podría una reforma educativa diseñada por los más reputados expertos del mundo mundial tener, en un contexto como el nuestro, la menor probabilidad de éxito? Mis respuestas provisionales son “ni se sabe”, “no” y “no”. Y además, no es una cuestión de recursos humanos o materiales: hasta donde recuerdo, me he movido entre profesionales cuya capacidad y entrega, en la mayoría de los casos, difícilmente pondría en duda.

Y es cierto, ahora, merced a los inmisericordes recortes, hemos retornado a la cutrez de medios, característica de nuestro sistema educativo en casi todas las épocas recientes y pretéritas. Pero cuando se vertían generosas asignaciones presupuestarias (¿cuándo?) en bibliotecas, laboratorios, apoyo al profesorado y atención a la diversidad, juro que tampoco noté yo que, no ya se incrementara la calidad de la educación, sino que siquiera se frenara su deterioro.

Dicen que la LOMCE revitalizará
la educación musical
Entonces, ¿qué? Pues muy sencillo, resumamos diciendo que se trata de una cuestión estructural y de modelo social, que queda muy bien y parece un argumento muy sólido.
Los valores, propósitos y finalidades del marco socioeconómico que alimenta a las instituciones educativas, aquí y ahora, no permiten formar competentes investigadores que, en sus ratos libres, lean a Dostoievski, sino gente mucho menos cualificada, fruto del fracaso escolar y de la falta de perspectivas laborales y de horizontes vitales. Gente apta para sumarse a la cola del paro que amenaza con dar tres vueltas a la península. Leí no sé dónde que los empresarios se quejan de que el personal está sobrecualificado y en otro sitio, para incrementar mi sorpresa, que tenemos la generación mejor preparada de la historia del país… Y sin embargo es un hecho verificable que el sistema educativo está licenciando un número cada vez mayor de analfabetos funcionales, ¿cómo se come esto? ¿Es una contradicción real o sólo aparente?

Por lo pronto, ahí está el señor Wert con sus palabras, que si “la promoción del esfuerzo personal”, que si “el cultivo de la excelencia” y yo me pregunto ¿quién le va a agradecer esos desvelos? ¿Es ése el modelo educativo que los ciudadanos demandamos? Bah. Los ciudadanos demandamos guarderías, lo más gratuitas y entretenidas que sea posible, hasta los veinticinco años, de donde salgan nuestros vástagos con una titulación superior que les dé acceso, por lo menos, a un desempeño bien remunerado, de asesor en la consejería de confort y medio ambiente de la instancia política más próxima a su domicilio, o en su defecto, a un trabajo artístico que aúne libertad creativa y subvención pública, en algún medio comprometido pero influyente. En mis tiempos se decía: seamos realistas, pidamos lo imposible. Y así nos va.

Aquellos que se dejan ojos y codos en el empeño por capacitarse en las obsoletas instituciones académicas, están perdiendo su tiempo. Dado que la habilitación que hoy Salamanca otorga, es tenida por menos que nada, yo propondría, por ejemplo al señor Wert, una solución radical, que le devolvería parte de su popularidad: las titulaciones universitarias deberían venderse en los estancos. Allí iríamos los padres, con nuestros niños ya creciditos, y diríamos: deme una de veterinario y dos de dentista. Las rellenaríamos, pagaríamos las tasas y luego, pues nada, el que tuviera un poquito de escrúpulos y quisiera formarse, se pondría a estudiar con seriedad, y el que no, pues malmetiendo se aprende.

Así ven al señor Wert
los nacionalismos periféricos
Desgrano estas bizarras patochadas, porque me hago cargo de que, en el negocio del señor Wert, contentar a todos es imposible, pero no contentar a nadie también es muy difícil y tiene su indudable mérito. Mi desconfianza hacia su efímera (por impuesta) reforma legal, se debía a la creencia en que todo era, como siempre, un montaje para privilegiar los intereses de la concertada. Pero su favorecida o favorita tampoco está contenta y le va a la huelga, porque (y cito textualmente) “sólo reconoce un tímido avance en favor de la libertad de elección de centro, pero consolida una clara subsidiariedad discriminatoria de la enseñanza concertada frente a la pública”. Cágate, lorito.

Bueno, vale por hoy: me ha convencido, señor Wert, de que es el español que más arrestos, redaños o criadillas le ha echado este año a la situación. Otra prueba de su valía de usted, es la ofuscación que produce en sus adversarios. El habitualmente agudo y despierto escritor Juan José Millás, sufre una pérdida total de lucidez y escribe en “El País” de ayer (26-12-2013): “Ir al cine, escuchar a Beethoven, leer a Dostoievski o visitar el Museo del Prado no son formas de consumo. Son formas de vida. Así que, en vez de señalar en los periódicos, un día sí y otro también, que este Gobierno recorta las ayudas económicas al cine, al teatro, a la educación, etcétera, deberíamos denunciar que recorta las formas de vida actualmente existentes: “El Gobierno recorta una nueva forma de existencia”. “Desciende el número de formas de entender el mundo”. “El ministro de Cultura aboga por el monocultivo cinematográfico”….” Reunir semejante colección de simplezas en un párrafo tan breve sólo tiene una explicación: la impresión que usted le produce, le obnubila el entendimiento y le confunde. Piensa que usted es una especie de genocida, escapado de Nuremberg, para castigar a los espectadores de “Las 13 rosas”.

O el más autoritario de los malos de “Fahrenheit 451” (en este caso, con menor grado de subvención).


Este será el texto imprescindible
para aprobar las nuevas reválidas




lunes, 23 de diciembre de 2013

Feliz Navidad (Pero ¿Qué Celebramos?)

Aristóteles decía: “A medida que me hago más viejo, me gustan más los mitos.”

 
En Navidad el sol alcanza su punto más bajo, la noche es más larga y el día más corto. En la lucha entre la oscuridad y la luz, ésta vence y el sol “invictus” comienza de nuevo su marcha triunfal. El cristianismo conmemora, en ese día, el nacimiento de Jesús, el nacimiento de la luz.

No se trata de celebrar un hecho histórico. En el siglo XII un místico dominico alemán, Maestro Eckhart, escribió “¿De qué me serviría si Jesucristo hubiera nacido de Dios y yo no?” Jesús es el modelo en el cual puedo reconocer quién soy: hijo, hija de Dios. Podemos celebrar nuestra propia fiesta de nacimiento, caer en la cuenta de nuestro origen divino. Jesús es la cara visible de Dios, igual que cada uno de nosotros. Un ser espiritual que ha nacido dentro de un cuerpo para desplegarse en él. Todos nosotros somos Dios.

Esta página entusiásquica, que se complace día tras día en su humor retorcido y chabacano, hoy se pone seria, para desear, cordialmente, Felices Navidades al usuario, a la lectora, al simpatizante y al seguidor, ¡a los cuatro! Y también a cualquiera que se tope con ella navegando por el proceloso mar de la red: éste era el mensaje que encontraste en la botella.

 
Para acompañar el texto, no sabía si poner la coral 64 del Oratorio de Navidad de Bach porque, como dice Salvador Paniker en una entrevista reciente, “No soy ateo porque existe Bach”,
 

o enlazar con una bellísima y poco conocida “The Cold Song” de Purcell, que también tiene un uso navideño. Van las dos, escúchalas y que la paz te inunde.