lunes, 1 de febrero de 2016

Cuento Nº 2 - Eugene Ionesco

¿Sirven las palabras para entenderse? El dramaturgo rumano Eugene Ionesco pensó que no se trataba de una pregunta tan sencilla, deparándonos este cuento tan absurdo como inolvidable, tan enigmático como evocador, tan gracioso como alarmante.

Encomiado por su contemporáneo, el reputado psicólogo, especialista en teoría del conocimiento, Jean Piaget (como puede verse en la última página), Ionesco no subestimaba la inteligencia de los niños y a ella dirige este guiño tierno y malévolo. Nada de la moda actual de inculcar valores al uso, de concienciar, de educar en el respeto al medio ambiente, a la multiculturalidad y tantas otras cosas que aburren soberanamente a los niños que, certeros, intuyen o perciben la hipocresía del narrador a sueldo de la corrección política (hipocresía, en tanto que los valores que se pretenden transmitir, no son los que realmente cuentan en el cuerpo social). Lo de Ionesco es subversión.

 
Subversión en el uso y significado de las palabras: el joven lector es forzado a superar una inicial perplejidad, pues los niños creen, a pies juntillas, en una relación indisoluble entre el nombre y la cosa nombrada. De este modo, les pilla por sorpresa que las palabras respondan a convenciones y que con ellas sea posible jugar al encubrimiento o al engaño. Esta extrañeza inicial les seduce y divierte: notarás que las fotocopias dantestimonio de un libro viejecito y gastado, y es que ha sido uno de los más manoseados en mi casa; diría que, cuando mis hijos eran pequeños, no se podían creer tamaño atrevimiento y querían aprenderse de memoria las permutaciones de significado. E incluso, probar otras propias.

 
La ambientación anticuada (primer cuarto del siglo pasado) supone una fascinación añadida. Y las ilustraciones, desmañadas pero muy sugestivas, que parecen hechas con lápices de color, añaden un mayor misterio a este (aparentemente) absurdo cuento. Así pues, insisto, no subestimes a los niños y, a la menor ocasión, ofréceles esta delicatesen: puede que gorjeen de agradecida sorpresa… O tal vez sigan prefiriendo las pantallas. Por intentarlo, que no quede (en mi pueblo, unos jóvenes actores se atrevieron con “El Rinoceronte”, una obra de teatro del absurdo de este mismo autor, Eugene Ionesco, rumano y genial; tampoco tuvieron demasiado éxito).
 
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viernes, 29 de enero de 2016

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 49

En un principio pensé que se trataba de una irrepetible tarde de suerte. Pedí un chato de blanco y me puse a jugar a la escoba con Chus, Josemari y Jezú. Gané esa ronda y la siguiente y la siguiente y la siguiente… Estaba tan crecido que pedí una de cubalibres.

 - Mira Pinchaúvas – dijo Chus mosqueado – que ésta te va a tocar pagarla a ti. Y como no acostumbras a llevar más allá de tres pesetas, tendrás que estar fregando los vasos de Serafín toda la semana que viene.

Volví a ganar y esta vez el que se mosqueó fue Jezú:

 - Cagonlá, Pinshito, por mis muertos que la de ahora no la ganas ni aunque te emborrashe como está hasiendo, me ví a consentrá. ¡Serafín, otra de cubalibres!

 
Andábamos ya bastante bebidos y montábamos un vocinglero alboroto, acompañado de golpes en la mesa y risotadas, el asiduo y jovial estrapalucio, nada que no hubiéramos puesto en escena otros viernes al anochecer. Había perdido la cuenta de las rondas que habíamos trasegado… Y aún no me había tocado pagar ninguna.

 - ¿No habías quedado con la Mejillones? – Me preguntó Josemari con acento vitriólico, teniendo en cuenta que hacía meses que no usaba ninguna alusión despectiva referente a Nines. Puede que, desde lo del teatro, hasta anduviera un poco colado, ¿estaría celoso? – Vamos a jugarnos la última, que hoy Pinchaúvas está sembrado, tiene el siete de oros amaestrado el muy cabrón. ¿Otra vez cubalibres?

Serafín vino taciturno con una bandeja en la que había tres vasos altos a rebosar del líquido espumoso y oscuro. Yo lo recibí con una carcajada y otras muestras de escandalera:

 - ¡No jodas, Serafín! ¿No ves que te has equivocado al contar? ¡Somos cuatro y te falta traer uno!

 - No me he equivocado al contar. A ti ya no te pongo más.

 - No fastidies ¿y me puedes decir por qué?

 - Porque tú ya tienes bastante. Y además, eres menor.

 - ¿Qué? ¿Cómo? ¿Pero esto qué es? ¿Qué discriminación es ésta? Estos también son menores y les has servido. Y todos los que tienes ahí fuera en la barra, también son menores. Si el único mayor de edad que hay ahora en este bar eres tú.

 - Anda, Teo, has bebido más de la cuenta: sal a que te dé el aire fresco y vete a casa que todavía no vas muy mal…

 
 - Ponme el cubata, joder. Si es el último.

 - Ni hablar, Teo, por hoy ya llevas suficiente, si quieres te pongo un agua de Vichy. – No sé si fue la risita de Chus el detonante que me hizo explotar, pero estallé y me dirigí a Serafín, en plan gallito, con la más absoluta desconsideración y falta de respeto:

 -¡Valiente gilipollas! ¡El agua de Vichy se la pones a tu puta madre!

Un seco estampido puso un final repentino a esta algazara. La mejilla izquierda me dolía terriblemente, el pómulo me escocía y el oído me silbaba. Tardé más de medio minuto en comprender que Serafín me había dado una bofetada. Una muy fuerte.

 - Mira, Teo, no quería hacer esto delante de todos y, además, vas a tener que escuchar algo que tampoco quería decirte en público. Has perdido a tu padre hace pocos días y te has quedado huérfano de la poquísima autoridad que el pobre Emeterio, Dios le haya perdonado y lo tenga en su Santa Gloria, ejercía sobre ti. Desaparecido él, pareces haberte quedado a solas con el recuerdo de su mal ejemplo, como estás evidenciando ahora. Y, en conciencia, no lo puedo permitir y no lo voy a tolerar. Y si te estás preguntando: ¿a éste qué diablos le importa lo que, en adelante, me pase o me deje de pasar? Que sepas que tengo razones más poderosas de las que sospechas para inmiscuirme en tus asuntos, que sepas que hay un motivo muy poderoso que, por ahora no te diré, para preocuparme por tu futuro, para impedir que te eches a perder como Emeterio y para considerarme, a todos los efectos… tu nuevo padre. Así que vete a casa ahora mismo, entra en el excusado del rellano, ponte dos dedos en el paladar y vomita todo lo que has sobrecargado tu organismo en ésta velada de excesos. Vete, entonces, a la cama y mañana será otro día y, si reúnes el valor suficiente, ven otra vez a hablar conmigo, que tengo una cosa muy importante que decirte.

 
Sin más, me cogió por la grasienta mata apelmazada de cabello que cubría mi nuca, me hizo levantar con suavidad no exenta de firmeza y me puso de patitas en la calle. Yo estaba como atontado, no sé si por la hostia que me había soltado Serafín, por la sorpresa asociada o por la curda. Me alejé aturdido, pero no tanto que no oyera a Jezú preguntarle con voz muy beoda a Serafín.

 - ¿Cómo é que os pareséi tanto el shavaliyo y tú?

Entonces me llegó el fragor de otro estampido desde el interior del bar. Una detonación que ya me era familiar. Y, haciendo eses por la calle Gil Berges, me fui camino de casa.

 

miércoles, 27 de enero de 2016

Aquí Te Espero, Compañero

Tomé esta foto (esta atemporal instantánea, iba a decir) en el cementerio de Olvena, hace 40 años. Olvena es un bonito pueblo colgado en la confluencia de los ríos Cinca y Ésera, en una escarpada estribación de la sierra de la Carrodilla. Del exiguo casco urbano al cementerio cimero se transita por un camino estrecho y empinado. No consigo imaginarme (ni lo he preguntado) cómo podían cargar el féretro por esa cuesta implacable hasta la altiplanicie donde descansan los ancestros de los vecinos, en un pequeño recinto en el borde preciso del abismo.

Por un lado, parece un lugar idóneo para el despegue de las almas hacia el anhelado paraíso, por otro convoca un intenso recuerdo de la rima de Bécquer “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!” Aunque he de observar que, en este caso, la eterna soledad les alcanza en un lugar privilegiado: un balcón o mirador sobre la sierra abrupta, árida y, a su modo, hermosa.

 
Si no porque parece un deseo impracticable, me apuntaría a descansar en un lugar así, junto a la herrumbrosa cruz del paisano con su chapa ilegible a modo de leyenda o epitafio, yaciendo en este soleado y ventoso peldaño de la “escalera hacia el cielo” de aquella canción de Led Zeppelin. Bueno, si me hago incinerar, tal vez alguien se anime a subir mis restos aquí, en una de aquellas bonitas latas metálicas de Cola Cao que, cuando joven, usaba de cajas de tambor para acompañar, con solemnes porrazos, el ritmo de la canción citada. Lástima que quedaran tan abolladas.
 

martes, 26 de enero de 2016

Insulte, Pero Primero Consulte: Inventario General de Insultos - Pancracio Celdrán

El insulto es un ataque, un asalto, una demolición de la fama o del honor de la víctima del agravio verbal. Creo haber leído (en una novela de ciencia ficción de los 90) que la fama es todo aquello que los demás saben o creen saber de ti mismo, mientras que el honor es aquello que tú no puedes ignorar de ti mismo. Parecería pues que un insulto puede ensuciar la fama de un ser humano, pero para enturbiar su honor, hace falta dar en la diana y abrirle los ojos a una evidencia desconocida. Ser tratado con respeto pone a salvo, de todas formas, tu fama; en cuanto al honor, tú sabes si lo posees o lo has perdido.


Uno está sumergido en la sensación desalentadora de que, últimamente, todos nos hemos perdido mutuamente el respeto; sin embargo las injurias son cosa de toda la vida y de todos los tiempos, sobre todo durante la niñez, en la que van curtiendo nuestra delicada piel, hasta convertirla en un recio y calloso caparazón. Yo tuve que lidiar toda mi infancia con Cuatrojos, Cegato, Rompetechos y Gafotas. Los niños se insultan con una ferocidad y una puntería desconcertantes y no estoy hablando del acoso, sino del pan nuestro de cada día. Estoy seguro de que los docentes en activo tratan de sofocar diariamente varios fuegos cruzados de insultos en las aulas, pasillos y zonas deportivas o recreativas de cualquier centro de enseñanza.



Tengo la imprecisa teoría de que el insulto nos da más detalles acerca de la persona que lo profiere que de la que lo recibe. Y esta certeza difusa me llevaba, en el desempeño docente, a tratar de atajar las acometidas verbales tratando de explicar qué nos decían acerca del talante del agresor. Por ejemplo una de mis alumnas llevaba el nada antiestético nombre de Rebeca y sus escarnecedores aprovechaban que estaba un tanto entradita en carnes, para llamarla Revaca, muestra soberbia de destreza en la crueldad. En estos casos, sancionar sirve de muy poco y mi intervención tendía a brindar la idea de que si te metes con una persona porque tiene una masa corporal algo generosa, tal vez el problema es tuyo, al ser incapaz de aceptar a los demás tal como se te muestran y eso te llevará, tarde o temprano, a la marginación, a la carencia de amigos y, por supuesto, a la infelicidad, ya que acabarás no aceptándote a ti mismo. 
- ¿Y colaba? 
– A veces.


Todo esto viene a cuento de estar leyendo el “Inventario General de Insultos” (1995) de Pancracio Celdrán Gomáriz, una genuina obra de consulta para todo deslenguado que quiera alzarse por encima de la barrera de lo soez y lo limitado en que ha caído en la actualidad el muestrario de improperios, que se limita hoy a unas pocas palabrotas cuya reiteración obsesiva ha devaluado, amortecido, descafeinado y desafilado su poder devastador sobre la fama ajena.

Y es una lástima porque, en el ámbito español, la fama ajena es algo que, de forma obsesiva, nos vemos compelidos a mancillar, menospreciar y, si fuera posible, devastar con un epíteto certero y oportuno. Pongo por ejemplo al político cuya posición ideológica nos produce rechazo. Por supuesto que no nos molestaremos en rebatir sus argumentos (en caso de que los expusiere), faltaría más, que tuviéramos que ponernos a pensar. Es mucho mejor y más simple la descalificación: XX es un memo, un rufián, un tarugo, un sarnoso, un odioso pisamierdas. Y tan anchos.

Recuerdo un viejo chiste en el que un nuevo Dante baja al infierno. Los condenados están en gigantescas calderas de aceite hirviendo, agrupados por nacionalidades: los holandeses, los franceses, los italianos, los ingleses… De cuando en cuando, un réprobo consigue trepar por el interior de la caldera hasta agarrarse al borde. Entonces, uno de los demonios, con un tridente, empuja al infortunado que cae de nuevo al fondo de la marmita. En esto, el visitante del infierno observa que no hay ningún diablo vigilando la caldera de los españoles y pregunta a los guardianes: “¿Y no tenéis miedo de que los españoles escapen del fuego?” “Quiá”, le responden, ”cuando un español trepa por la pared interior, mucho antes de que llegue al borde, sus compatriotas ya se encargan de cogerle de los pies y arrastrarle otra vez al fondo”.


Bueno, pues volviendo al libro, que ha de leerse de forma intermitente, ya que nos hallamos ante un extenso diccionario, el autor, Pancracio Celdrán, define el significado de cada denuesto, lo sitúa en época y contexto, de modo que remite con frecuencia a obras clásicas de lexicografía o etimología, ubicándolo en citas literarias, poemas y refranes, que enriquecen lo que de otro modo sería un seco muestrario. Cervantes, Quevedo y el siglo de oro, en general, tienen una notable presencia ya que, en aquella época, más brillante que feliz, los escritores de relieve eran unos maestros en el arte del agravio, la injuria y el baldón.

Dado mi talante malévolo, eludiré por superfluo el comentario de lo mucho que me he divertido, sobre todo con aquellos términos más desusados de nuestra acerada bilis patria. Te dejaré algunos para que puedas reducir el círculo de tus amistades. Por orden alfabético, pues recuerdo mis tiempos en la escuela, donde hacía escribir a los niños “el abecedario de las flores”, “el abecedario de las frutas” o “el abecedario de los nombres de persona”. Nunca, claro, les animé a escribir el abecedario de los insultos (no hacía falta): Acémila. Borrego. Cabestro. Dompedro. Estafermo. Fargallón. Gurrumino. Hediondo. Inepto. Julandrón. Lechuguino. Mastuerzo. Necio. Ñiquiñaque. Orate. Pelafustán. Quejica. Robaperas. Sabandija. Trapisondista. Uñilargo. Vilordo. Yeti. Zullenco.


Uno por letra, difícil elección, todos están extraídos del “Inventario General de Insultos”, todos están definidos y glosados por don Pancracio Celdrán; he aprendido algunos que desconocía, aunque el ingenio del capitán Haddock y de los personajes de Francisco Ibañez ya me habían puesto en contacto con el grueso de la obra, excepción hecha de las que mi hijo aún denomina “palabrotas”, que esas se aprenden en la calle.

No enlazo al libro, que es fácil de encontrar en PDF, y termino con unos versos del mismo que me califican al pelo, pues hoy me he extendido de lo lindo: 

“Pedancio: a los botarates
que te ayudan en tus obras
no los mimes ni los trates:
Tú te bastas y te sobras
para escribir disparates.”

sábado, 23 de enero de 2016

Coñaques

Estaba hoy, sábado por la tarde, en el momento de tomar café, copa y puro… Y en estos momentos me conformo con el café y con el recuerdo. Y hoy me ha asaltado uno burbujeante y chistoso. Rara vez veo la tele (sólo el futbol en abierto y no siempre), así que no sé a ciencia cierta desde cuándo no hay anuncios de coñac en la, antaño denominada, caja tonta. ¿Hace 30 años o más? Qué más da, pero hoy venían a mi mente una miríada de anuncios ¡de coñac! O de brandy, como hemos tenido que llamarlo luego.


Los que velan por nuestras constantes vitales y por nuestro confort moral, casi nos han hecho olvidar que en nuestra sociedad los vicios van evolucionando y, lo que hace 50 años era normal y público hoy se considera dañino y debe perseguirse o, cuando menos, soterrarse con pudorosa vergüenza. Correlativamente, cosas que, en aquella época censora y parcialmente censurada, se consideraban una perversión o una lacra, hoy son mostradas como ejemplo de conducta. Pero dejémonos de relativismos morales y volvamos a las copas, cuyos anuncios martillaban en la televisión pública (única existente entonces) y contribuían a financiarla, porque pedir un canon para su mantenimiento (como en Francia) era aquí cosa impensable (Franco ya nos educaba en el todo gratis).


El más presente y entrañable era el coñac Fundador. Durante una época vino con un disco sorpresa de obsequio, un single de contenido musical variable (desde infecto a extraordinario), que se promocionaba con aquello de “Redondo es el disco sorpresa de Fundador”, a través de un cordial muñequito, llamado don Pedrito “que está como nunca”, un dibujo animado de un señor cabezón con sombrero y bigote, con el que se podían identificar pléyades de padres mientras saboreaban la copita de coñac y, en la tele, sonaba: “Está como nunca el coñac que mejor sabe, Fundador, está como nunca porque es seco y es suave”.


Por el contrario, Terry, jugaba la baza del erotismo, con una chica rubia montando a pelo en un hermoso caballo blanco jerezano: “Terry me va… “ Decía el macho, “Usted si que sabe” ronroneaba una sugestiva voz femenina. Luego me enteré de que una de las modelos empleadas en el anuncio fue Nico, cantante con The Velvet Underground, e icono a finales de los 60 y comienzos de los 70, toma calidad.


Aunque la palma, en lo que a machismo se refiere, se la llevaba Soberano, “Porque Soberano es cosa de hombres”, a través de unos anuncios que, hoy, nos parecerán seguramente increíbles.


Había muchos otros, a cual más dionisíaco:

Veterano, “Veterano tiene eso. Y, por eso, con Veterano me quedo.”


501, “Es el momento oportuno de tomar 501”.

Bobadilla 103, “El calorcillo”.

Magno, “Un poco de Magno es mucho”.

Y tantos otros (¿cuál de ellos era “para los entendidos que no son esnobs”?) Decididamente el consumidor masculino se ha sanificado, el brandy está de capa caída y la época dionisiaca ha caducado (al menos, la mía). O tempora o mores, que decían ya los clásicos romanos.

jueves, 21 de enero de 2016

De Los Nombres De To' Cristo

La primera carga que los padres imponen a su vástago, aparte de la vida, es la de un nombre que, acertado o desacertado, será una gracia o una lacra, un adorno o un baldón que le acompañará toda su existencia.

Antiguamente, los nombres solían denotar pertenencia a un estrato social. Las clases altas, conscientes de la dificultad de la elección, hilaban largos nombres compuestos, para que el retoño o la retoña, alcanzada la madurez, usara del que le viniera en gana, teniendo un amplio muestrario procedente de los más variados ancestros y ancestras. Traigo aquí, a cuento de lo expresado, dos ejemplos hallados por mis infatigables investigaciones. Un varón de cuna ilustre, podía ser bautizado como: Ignacio Armando Leandro Tristán Leocadio de las Nieves y del Sagrado Corazón. Una damisela distinguida podía ser agraciada con el nombre de Sagrario Enriqueta Damiana Cristina Presentación del Señor.
 

Los pobres, por el contrario, solo gastaban un nombre. Si los progenitores eran prudentes o discretos, daban en un sencillo José, Juan o Antonio para el macho y María, Carmen o Pilar para la hembra y así ponían a ambos a salvo de ulteriores complicaciones, malentendidos o bochornos de aquellos que la originalidad de los humildes acaba acarreando casi siempre.

En este campo hay nombres cuya deliciosa obsolescencia me hace sonreír, ante la bizarría, la piedad insensata o la falta de cautela de algunos antepasados que usaron estos recios apelativos que, a día de hoy, se consideran decididamente arcaicos.
 

En la provincia de Teruel, conocí a una señora llamada Circuncisión, aunque usaban con ella el diminutivo Circun, éste para mí se lleva la palma como el nombre que me ha parecido más insólito. Otros que me han llamado la atención por su arcana singularidad, han sido: Sinforiano, Tiburcia, Venancia, Santiaga, Reparada, Policarpo, Restituto, Ulpiano, Mamerto, Práxedes, Gelsumina o Hermelando.
 

En nuestros días, los padres no son tan atrevidos y recurren a la seguridad infalible de las modas en vigor. En mis tiempos de docente me encontré, a menudo en una clase, con repeticiones, rayanas en la epidemia, de David, Daniel, Adrián, Alejandro, Vanesa y Jessica. A una muchacha de éste nombre (léase Yésica), le gasté la broma de contarle que unos padres, dudando entre poner a su hija Vanesa o Jessica, le pusieron “Vanésica” (y me dijo: ¡hala, qué feo!)
 

En la España del siglo XXI, las modas más asentadas son la territorial (entre padres autonómicos sensibles al hecho diferencial) y la exótica, entre los padres de las clases más desfavorecidas. A ésta última pertenecen los nombres que más me han llamado la atención en los últimos tiempos, sé que a alguno no le parecerán verosímiles, pero aquí están: Daglas, Brallan, Estifen o Estiven, Yónatan o Kevin Cosme (por homofonía con Kevin Costner). Si digo ahora que mis nombres favoritos se refugian en la sencillez de un Diego, Manuel, Ana, Julia o Alicia, como mi madre, les permito que me digan: “Ahí va, qué rancio”. A mandar.


Toda esta catarata de simplezas, me ha venido a raíz de consultar los nombres más frecuentes por provincias en los enlaces:
http://unadocenade.com/una-docena-de-nombres-de-chico-mas-puestos-en-espana/
 
Y no sacaré más conclusiones que las obvias: los nombres se van apegando al particularismo territorial y se van desapegando del santoral religioso, la historia sagrada y las fuentes tradicionales. Los mapas los he tomado de las páginas enlazadas. No están todos por no redundar.

 

martes, 19 de enero de 2016

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 48

30.  UNA CONSPIRACIÓN A PLENA LUZ Y UNA JUERGA TABERNARIA
El reingreso en los médanos de la cotidianeidad, rumbo al piélago de la desilusión, no estuvo exento de ciertos alicientes y sorpresas. Por un lado los colegas del instituto comenzaron a olvidar poco a poco el incidente que nos había distanciado. El primero en aproximarse fue, cómo no, Mateo. Como él no había ido al viaje de estudios a divertirse, mi atolondrada deserción y las consecuentes represalias sobre el grupo, no le habían estropeado la diversión. Antes bien le habían permitido concentrarse en aprender todo lo que de técnica pictórica puede absorber una mirada atenta en los mil y un museos que jalonaban el camino, en los que atendió reconcentrado hasta la última palabra de Pichot, muy dado a interminables disertaciones sobre los entresijos de las Bellas Artes, esas que tanto apasionaban a mi amigo y tan poco a casi todos los demás.

 
 - Estoy interesado en adentrarme en la pintura al óleo – me dijo Mateo – porque es la técnica más compleja y de más posibilidades expresivas. Tienes que venir a mi casa a ver mis primeros pinitos. Las artes plásticas en general y la pintura en particular serán un vehículo formidable de transformación social en los cambios que se avecinan.

 - ¿Qué cambios? ¡Ah! La tele en color y eso…

 - Voy a acabar comprendiendo por qué te llaman Pinchaúvas, amigo Teo. No. Me estoy refiriendo a cambios políticos: el general Franco va a cumplir 76 años y no puede durar eternamente. Tú no tienes conciencia de las transformaciones que tendrán lugar entonces, claro, pero en este país los trabajadores van a tomar el poder y van a cambiar el signo de la dictadura.

Creo haber señalado que ésta era una de las ventoleras de Mateo, una tabarra política medio incomprensible y medio peligrosa, con la que percutía sin piedad en los oídos de los pocos que no salíamos huyendo al verlo aparecer por una esquina. Me tuvo tres cuartos de hora hablándome de lo importante que era un mandamás chino que se llamaba Mao Tse Tung, el cual les había regalado a sus novecientos millones de amarillos paisanos, un libro que había escrito, un libro que tenía las tapas rojas y por eso se llamaba “El Libro Rojo de Mao”, donde les daba instrucciones para dar todos a la vez una patada en el suelo con lo que, siendo tantísimos, harían temblar al mundo. Del temblor que se produciría, las aguas encharcarían la Tierra entera y todos nos pondríamos a cultivar arroz como los chinos. Y el presidente Mao Tse Tung gobernaría el mundo que, tras la sacudida, sería un oasis pantanoso de paz y prosperidad. A él se lo habían dicho, hace unos días en Zaragoza, unas chicas navarras muy majas que hablaban de libertad sexual y de una organización revolucionaria de los trabajadores…

 - Libertad sexual, vaya suertudo, follaste con ellas entonces... ¿No?

 
No conseguí interrumpirle. Una organización revolucionaria de los trabajadores que iban a crear para que, cuando los chinos dieran la patada que haría temblar el mundo y todo se encharcara, repartir semillas de arroz a todos los que quisieran empezar ya con la siembra y, de este modo, nadie sufriría nunca más desnutrición.

Esto lo dijo mirándome a mí, así que no me quedó más remedio que mostrarle mi superioridad en otro terreno:

 - ¿Has calculado ya las integrales que tenemos para el lunes? Porque si no, te las paso.

Mateo era muy malo en mates, asunto que enmascaraba celosamente, como si fuera un desdoro.

 - No. Ya las tengo hechas. Las he resuelto al mediodía después de comer. No tenían excesiva complicación. Bueno, ¿vendrás mañana por la tarde a echarle un vistazo a mis primeros lienzos? Tráete a Nines si quieres, que me fío más de su criterio que del tuyo.

 
Me quedé con los ojos como platos. Por un lado porque a mí, que era el mejor de la clase en matemáticas, si quitabas a la Yegua y a su amiga de las gafas gordas, que era tan horrorosa que ni me acuerdo cómo se llamaba, las integrales en cuestión me habían costado toda la tarde de ayer y había una que no sabía si la tendría bien, así que para Mateo debían ser como el libro ése de Mao en edición original: un batiburrillo de ideogramas hermético e indescifrable. Por otro lado no comprendía el mecanismo que había cuajado, a los ojos de todo el mundo, mi evasiva relación con Nines: para Mateo y los demás, era mi novia y punto. Vi salir al Congrio de la pescadería y me escondí en un portal. Mira que si él también estaba al tanto… Veía sus brazos como ramas del árbol de la Salud y su mandíbula como la proa de un remolcador y me cagaba en los calzoncillos, por suerte pasó de largo.

 - ¿De quién te escondes? – Dijo Mateo. – El señor Rapún sabe que sales con su hija. Me lo contó mi abuela que estuvo en la pescadería comprando chirlas. Si no te ha saludado es porque está esperando que Nines te lleve a casa para presentarte en plan formal.

El vértigo casi no me dejó articular palabra, pero al final conseguí despedirme:

 - Adiós, pintamonas. Mañana a estas horas me presentaré en tu casa. Ten preparado el ácido clorhídrico.

Así era como llamábamos a su vino rancio, por mor de la etiqueta que lo camuflaba en un rechoncho frasco marrón. Esta alusión me despertó las ganas de echar un trago y me encaminé directo hacia “El Arcángel”.