domingo, 25 de agosto de 2013

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 09

Se rio muy fuerte, como si exagerara sus ganas, con unas carcajadas como ladridos de perro afónico:
 - ¡Jo, jo! ¡Qué ocurrencia! ¿Tengo yo cara de policía, pequeño? ¿Tú me has mirado bien?

No lo había mirado bien, así que lo hice ahora. Tenía el hombre una narizota gorda, curva y un pelín colorada. Toda la piel de su rostro era más bien colorada y muy lisa, como si estuviera tirante, lo único que arrugaba era la frente, brillante igual que la calva. Bajo unas cejas blanquecinas muy peludas, y detrás de las gafas de montura dorada, había unos ojos grises o de color azul claro que parecía que se estuvieran siempre riendo, al revés que la boca, gruesa y desagradable que, no pude evitarlo, pensé que se parecía a los morros de un tocino. Iba vestido con un traje de pata de gallo gris marengo, mejor que el que mi padre llevaba en los bautizos y comuniones de nuestros parientes, aunque al señor le brillaban un poco los codos de la chaqueta y ésta ostentaba algún pequeño lamparón de tinta, iba con corbata azul oscuro y zapatos de charol…

 - ¡Pero chico no me mires tanto, que parece que te has quedado hipnotizado! Y ahora dime, ¿te parezco un policía o no?

 - Pues no, no señor, no parece usted un policía. Usted parece un… ¡Un señor!

 
Otra vez se volvió a reír y me fijé en su barriga que, con movimientos de flan, se agitaba mucho cuando se carcajeaba.

 - Bueno, has acertado, no soy un policía, soy… Un señor que trabaja en un banco. En el banco Hispano Ansotano, ¿sabes cuál es?

 - Sí señor, uno que hay en la calle Mayor, donde hace esquina con la calle del Carmen.

 - ¡Huy, pero qué chaval más listo! Pues mira, en ese banco trabajo yo. Soy el director de esa sucursal.

Empecé a mirarlo confundido de respetuoso respeto. Mi silencio le inquietó, porque al cabo de unos minutos comenzó a carraspear.

 - …Y todos los días ¡ejem! Cuando salgo de la oficina a mediodía, si hace bueno vengo a sentarme al Paseo ¿sabes? Vengo porque me encanta ver a los niños que juegan y que corren por aquí porque, como yo soy soltero, no tengo niños y me agradan enormemente los niños, sobre todo si son espabilados como tú, me gusta mucho hablar con ellos y que me cuenten cosas de sus juegos y de sus estudios y así.

 - Yo no soy espabilado. Bastante zoquete es lo que soy. Hoy en la escuela me han pasado todos y me he quedado el último. Me ha preguntado el maestro un animal incrustáceo y le he respondido que las chinches, que se me incrustan en la cama y de ahí ya no las saco, y resulta que no eran. se me han reído todos y además me llaman Cagamanturrio porque soy muy cobardica y…

Así continué durante largo rato, hasta conseguir fatigar a don Gregorio, que ya queda dicho que así se llamaba mi nuevo amigo, el cual, antes de irse bostezó con vehemencia, atirantando aún más la piel de sus atildados belfos y me acarició el coco con una manaza distraída, mientras con la otra esbozaba un saludo de despedida de simpatía un tanto exagerada.

Eso sí, se fue dejándome con la cosecha de piñas a medio hacer, pues no me ayudó a recoger ni nada, precisamente aquel día que mi madre mostró un inusitado interés por mi colección, regañándome por lo menguado del saco.

 
Al día siguiente y al otro y al otro, don Gregorio venía a sentarse cerca de donde yo me hallaba ufanado en mis quehaceres recolectores. De todo me preguntaba y todas las respuestas las encontraba inteligentes y graciosas, cosa ésta que no me ha vuelto a pasar nunca más con nadie que haya oído mis respuestas. De hecho, mi padre ni siquiera quería oír mis preguntas: hacía pocos días había ido, por indicación de mi madre, a rescatarlo al bar Laín y, como vi que andaba con dificultad y tropezándose continuamente en el traicionero adoquinado, le pregunté “¿qué te pasa papá, que vas así como cojeando?” y no sólo no me contestó, sino que me soltó una respetable galleta, de modo que llegamos a casa por enrevesados vericuetos, llorando todavía yo, y él cantando una bonita copla de Antonio Molina, aunque algo desafinado.

Cuando don Gregorio se comenzó a percatar de mis aficiones por la letra impresa, de que yo leía todo papel que caía en mis manos con tal de que tuviera algo escrito, aunque fuera un anuncio de “el remedio, pegamento Imedio” donde se veía un señor recién guillotinado que se proponía reinstalar su cabeza sobre sus hombros con ayuda del portentoso adhesivo, de lo que yo me reía, diciéndole a mi nuevo mentor “eso es imposible ¿verdad?” y él me mostraba un interés que parecía subir varios enteros cada día que pasaba.

Así que una mañana me regaló un atlas. El libro más bonito y lujoso que yo había abierto en mi corta vida.

 - Toma -me dijo-, para que sepas por dónde viajan los protagonistas de “La vuelta al mundo en ochenta días”.
 
 

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