jueves, 31 de julio de 2014

Castillo Del Insomnio

Hace un par de días di por terminada mi estancia vacacional en el Pirineo y regresé a mi pueblo.  Como mecanismo de defensa, la memoria diluye con rapidez los malos recuerdos y yo ya me había olvidado del calor que hace en estos lagartales del llano. No es que este verano sea particularmente exagerado, de momento, pero hay que ver cómo aprieta Lorenzo (“el Sol se llama Lorenzo / y la Luna Catalina…”). No hace mucho, oí decir a un agricultor de los Monegros: “Qué calentamiento global ni qué niño muerto, aquí toda la vida nos hemos asao de calor en verano”. Pues eso.

 
Con el calor llega el mal dormir y el insomnio provocado por el aire sofocante que no renuevan las ventanas abiertas. Las sábanas se empapan de sudor y las horas pasan muy lentas. En estas, me levanto porque recuerdo haber escrito un poema, un soneto, sobre las interminables horas de insomnio y se me ha ocurrido publicarlo para matar el rato. Lo encuentro y es una fantasía delirante que va bien como alucinación producida por la canícula:

 CASTILLO DEL INSOMNIO

 Podrás no ignorar nada de murallas,
castillo de mi ensueño, con almenas
cinceladas de grueso vidrio y penas,
con guardianes de añil cota de mallas.

  Podrás, torre de cúpulas obscenas,
no temer la traición de los canallas
y, al toque de un clarín, tener agallas
y triunfar, cercenando mil cadenas.

  Firmamento soñado, ponte rojo,
miremos a poniente de reojo,
contemos el botín, salga la luna.

  Castillo en la vigilia mal resuelto,
cobarde fui sitiado, yo que he vuelto,
qué insomnio pertinaz y aún no es la una.

 
 Un grandísimo poeta de Madrid, poco apreciado por la hemipléjica memoria histórica propia de nuestros días, escribió, en los primeros años de la posguerra española, un poema sobre el insomnio que, este sí, merece recordarse de veras (hay que ver lo que ha crecido la población, en general, y la de insomnes, en particular).

 
INSOMNIO

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar a los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como el perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?

(Dámaso Alonso. En “Hijos de la ira”, 1944).
 
 
 

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