miércoles, 10 de febrero de 2016

El Conde Sisebuto

Hoy me sale recordar a mi difunto padre, con este largo y disparatado poema que él recitaba de memoria en cuanta ocasión festiva se presentaba. Siendo yo niño solía desternillarme con las absurdas hipérboles de este engendro del romanticismo tardío, y le pedía que me lo repitiera siempre que tenía la oportunidad. Luego he desentrañado quién era el autor de las hilarantes redondillas: Joaquín Abatí Díaz (1865-1936), un comediógrafo español de pluma muy fértil y musa muy chusca.
Lo que no puedo reproducir aquí son las cómicas inflexiones de voz con que mi padre aderezaba el relato. He respetado, en cambio, ligeras transformaciones que él hacía sobre el ya muy ripioso texto original, fruto de su desmemoria o de su empeño en acentuar su aspecto oral a costa de pequeños errores formales. Te dejo con este portentoso hito del humor rancio que a mí, personalmente, me sigue maravillando, dudo que lo conozcas completo.
  EL CONDE SISEBUTO

 A quince leguas de Pinto
y treinta de Marmolejo,
había un castillo viejo
que edificó Chindasvinto.

 Perteneció a un gran señor
algo feudal y algo bruto;
se llamaba Sisebuto,
y su esposa, Leonor,

 Cunegunda, su hermana,
y su madre, Berenguela,
y una prima de su abuela
atendía por Mariana.

 Y su cuñado, Vitelio,
y Saturnina, su tía,
y su nieta, Rosalía,
y el hijo mayor, Rogelio.

 Era una noche de invierno,
noche cruda y tenebrosa,
noche sombría, espantosa,
noche atroz, noche de infierno,

 noche fría, noche helada,
noche triste, noche oscura,
noche llena de amargura,
noche infausta, noche airada.

 En un gótico salón
dormitaba Sisebuto,
y un lebrel seco y enjuto
roncaba en el portalón.

 Con quejido lastimero
el viento fuera silbaba,
e imponente se escuchaba
el ruido del aguacero.


 Cabalgando en un corcel
de color verde botella,
raudo como una centella
llega al castillo un doncel.

 Empapada trae la ropa
por efecto de las aguas,
¡como no lleva paraguas
llega el pobre hecho una sopa!

 Salta el foso, llega al muro,
la poterna está cerrada.
—¡Me ha dado mico mi amada!
-exclama-. ¡Vaya un apuro!

 De pronto, algo que resbala
siente sobre su cabeza,
extiende el brazo, y tropieza
¡con la cuerda de una escala!

 —¡Ah!... -dice con fiero acento.
—¡Ah!.. -vuelve a decir gozoso.
—¡Ah!.. -repite venturoso.
—¡Ah!.. -otra vez, y así, hasta ciento.

 Sube que sube que sube
trepa que trepa que trepa,
en brazos cae del querube,
la hija del conde, la Pepa.

 En lujoso camarín
introduce a su adorado,
y al notar que está mojado
lo seca bien con serrín.

 —Lisardo... mi bien, mi anhelo,
único ser que yo adoro,
el de los cabellos de oro,
el de la nariz de cielo,

 ¿qué sientes, di, dueño mío?,
¿no sientes nada a mi lado?,
¿que sientes, Lisardo amado?
Y él responde: —Siento frío.

 —¿Frío has dicho? Eso me espanta.
¿Frío has dicho? Eso me inquieta.
No llevarás camiseta
... pues toma esta manta.
Y le dio una servilleta.

 —Ahora hablemos del cariño
que nuestras almas disloca.
Yo te amo como una loca.
—Yo te adoro como un niño.

 —Mi pasión raya en locura,
si no me quieres, me mato.
—La mía es un arrebato,
si me olvidas, me hago cura.

 —¿Cura tú? ¡Por Dios bendito!
No repitas esas frases,
¡el jamás de los jamases!
¡Pues estaría bonito!

 Hija soy de Sisebuto
desde mi más tierna infancia,
y aunque es mucha su arrogancia,
y aunque es un padre muy bruto,

 y aunque temo sus furores,
y aunque sé a lo que me expongo,
huyamos... ¡vámonos al Congo!
a ocultar nuestros amores.

 —Bien dicho, bien hablado,
huyamos aunque se enojen,
y si algún día nos cogen,
¡qué nos quiten lo bailado!


 En esto, un ronco ladrido
retumba potente y fiero.
—¿Oyes? -dice el caballero-,
es el perro que me ha olido.

 Se abre una puerta excusada
y, cual terrible huracán,
entra un hombre..., luego un can...
luego nadie..., luego nada...

 —¡Hija infame! -ruge el conde.
¿Qué haces con este señor?
¿Dónde has dejado mi honor?
¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?

 Y tú, cobarde villano,
antipático, repara
cómo señalo tu cara
con los dedos de mi mano.

 Después, sacando un puñal,
de un solo golpe certero
le enterró el cortante acero
junto a la espina dorsal.

 El joven, naturalmente,
murió como un conejo.
Ella frunció el entrecejo
y enloqueció de repente.

 El conde… también se volvió loco
de resultas del espanto,
y el perro...
el perro no llegó a tanto,
pero le faltó bien poco.


 Desde aquel día de horror
nada se volvió a saber
del conde, de su mujer,
la llamada Leonor,

 de Cunegunda su hermana,
de su madre Berenguela,
de la prima de su abuela
que atendía por Mariana,

 de su cuñado Vitelio,
de Saturnina su tía,
de su nieta Rosalía
ni de su hijo Rogelio.

 Y aquí acaba la leyenda
verídica, interesante,
romántica, fulminante,
estremecedora, horrenda,

 que de aquel castillo viejo
entenebrece el recinto,
a quince leguas de Pinto
y treinta de Marmolejo.

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