domingo, 27 de marzo de 2016

El Abandono (3 de 5)


3
El señor ministro de Sanidad, Consumo y Ocio arruga el periódico con negligente rabia y abre una línea de interfono:

 - Ortega – brama – déjese caer por mi despacho a la velocidad de la luz.


Luego medita con levedad, en que no recuerda si la velocidad de la luz son trescientos mil kilómetros por segundo o por minuto, pero poco importa, porque ya Ortega asoma su melindrosa cabeza abriendo una rendija en la puerta de ébano fluorescente:


 - Excelencia, ¿da usted su permiso?


 - Déjate de hostias, Ortega, si te mando llamar es que doy mi permiso y no hace falta que pierdas tiempo en la puerta, cojones. ¿Has visto la solemne mamonada que han publicado hoy estos hijoputas de la Prensa? Dos páginas centrales de reportaje y una gacetilla que es casi un editorial, me cago en la leche que mamaron…


Y esto diciendo, arroja a Ortega un cadáver de periódico. Ortega lo caza al vuelo y balbucea:


 - S… sí, excelencia.




El señor Ministro truena:


 - ¿Y no te das cuenta de que me van a sacar a ese gilipollas en mis mismas narices en la televisión pública? ¿Me oyes? ¡En la pública! ¡Semejante mamón! ¡En la pública, para darme por culo y echar más tierra en nuestra inmacuLAda e intaCHAble campaña institucional de publicidad sanitaria!


 - Sí, see… ñorministro.


 - Y que un capullo como tú no sepa informarme a tiempo, pagado para eso y no me informa a tiempo de dar marcha atrás al programa de esta noche, con el que se nos va a descojonar de risa medio país y el otro medio va a ponernos de vuelta y media, ¡cretino! ¡Eunuco!


 - Su excelencia, yo…


 - Vuela de aquí a poner en marcha todos los mecanismos que hagan falta y más para vetar ese programa. Anda que como lo emitan en plena Campaña de la Juventud sin Alcohol, vaya cagada, ¡vuela! ¡A la velocidad de la luz!


Ortega hace mutis y el señor Ministro de Sanidad, Consumo y Ocio comprueba aliviado que ahora recuerda perfectamente el monto exacto de la velocidad de la luz: trescientos mil metros por segundo.


Una tarde macilenta y lluviosa destila sus últimos estertores a través del alambique de vidrio blindado del ventanal del despacho del señor Ministro.


El cual no las tiene todas consigo: “Mira que si me sacan – piensa - al payaso ese por la tele, cinco mil millones de pesetas en publicidad institucional a la mierda, las comisiones que me abona la empresa publicitaria en el tejado, cinco mil millones del presupuesto al vertedero… La oposición se pondrá loca de alegría”.


Y luego matiza:


“Cerdos”.

… … …


4
El reportaje televisivo en cuestión se intitulaba: “La bodega íntima”. La cámara recorría anaqueles y anaqueles de botellas antes de enfocar el rostro, más íntegro que pícaro, cuajado de arrugas, de Dionisio:

 - Todas las botellas están vacías – le espetaba a un hipotético telespectador más horrorizado que divertido. – He tardado alrededor de cincuenta años en beberme su contenido, a razón de dos diarias. Hay treinta y dos mil ciento diecisiete botellas, todas diferentes, de tres cuartos o de un litro en su mayoría.




La cámara esbozaba esta vez una panorámica vacilante. La abigarrada babel de vidrios y etiquetas oscilaba, se desenfocaba y, finalmente, se fundía para dar paso, otra vez, al abotargado primer plano de Dionisio:


 - Todo el vino, champán, cerveza o licor que llenaba estas botellas, está ahora en mis entrañas – añadía, más resignado que fatuo.


 - ¡Este Ortega es más tonto que el ojo del culo! – Bramaba el ministro, arrellanado en un sillón de cuero color fucsia, dándose golpes con el mando a distancia en los belfos. – No sólo se me deja colar el programa, sino que para colmo no es capaz de impedir que lo metan en este magazine que tiene una audiencia del copón… Mañana lo pongo de patitas en la puta calle o dejo de llamarme Gumersindo.


En la pantalla seguían desfilando los pormenores del espeluznante pasatiempo de Dionisio. El cual había alternado la existencia de un, hasta cierto punto, respetable administrativo de una compañía eléctrica, con la devastadora ejecutoria que lo había catapultado a una momentánea fama: trabajaba hasta las tres de la tarde en la sección de reclamaciones en la oficina central de la compañía, salía y durante la comida trasegaba una botella de vino o sidra, de cava o champán; si era cerveza, tres o cuatro botellines diferentes.




La resolución de variar cada día de marca, de clase, de tipo o de cosecha le había conducido rápidamente a complicaciones en el abastecimiento que, un hombre menos tenaz o menos prevenido no hubiera sido capaz de subsanar.


Dionisio residía en una casa de huéspedes y disfrutaba del privilegio de comer en mesa aparte, de ser tomado por un tanto arisco, reservado, excéntrico y majareta y, esencialmente, de que le dejaran en paz, habiendo tratado de no ocasionar molestias ni solicitudes. Como es natural en un hombre que decide adueñarse de su propio destino, ya para cumplirlo, ya para malbaratarlo, Dionisio era soltero.


Al oscurecer, se recluía en una habitación espartana y trataba de establecer o de medir sus fuerzas para concentrarse en la parte más ardua, más exigente de la jornada: a menudo, los últimos estertores de una tarde lluviosa y macilenta lo turbaban desde un tragaluz poluto que hacía las veces de ventana en su reducido cubículo mientras, previsor, desleía en un vaso de agua dos tabletas de Alka-Seltzer y se disponía, flexionando los dedos, tensando y destensando los músculos de las mejillas, a destapar, primero, y a libar completamente, después, una botella de brandy, de schnapps, de vino dulce, de whisky o de licor de frailes, lo que hubiera previsto para aquella noche.


En una banqueta de rejilla, frente a una mesa de tablas muy bastas, se comportaba como un bebedor metódico, esforzado y solitario, más aplicado que ardoroso, una copita de cinco centilitros cada cuarto de hora, en un esfuerzo que lo dejaba tumbado, más exhausto que ebrio, aunque cuando comenzaba a beber, todavía le duraba el mareíllo de la botella con que había acompañado la comida.




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