domingo, 8 de abril de 2018

Numancia En Su Discrepancia

Me he dado cuenta de que las novelas históricas ambientadas en la época romana llevan bastante tiempo de moda por estos lares. He decidido probar, por si llego a tiempo de beneficiarme del tirón editorial pero, apenas comenzada la empresa, me he dado cuenta de sus riesgos y dificultades. Verbigracia:

“El centurión miró fatigado los muros de aquél villorrio, coronados por tres gallinas que picoteaban al azar en la piedra, de donde sacaban chispas. Hacía tres idus que en aquél recinto faltaba totalmente la comida, la bebida, el tabaco y la conexión a internet, por este motivo, aquellas escuálidas aves que ponían huevos del tamaño de guisantes, no tenían acceso a los gusanos que otrora habían coronado su dieta, pues éstos constituían uno de los más deliciosos manjares que se podían encontrar en los restaurantes de toda Numancia, gusano al pil pil, gusano a la chilindrón e, incluso, gusano revuelto con boñiguitas de conejo fritas, la delicia local, mmm...


Sólo los pocos adinerados entre los habitantes de Numancia podían permitirse estas delicatessen, viéndose los más obligados a digerir cortezas de aliagas, raíces de esparto, pinchos de enebro (las bayas eran también para los pudientes), e incluso sus propios excrementos secos, aderezados con lametones a los huesos de una burra que llevaba muerta desde los tiempos de Asdrúbal, mucho antes del sitio al que los romanos habían sometido a esta pequeña, orgullosa y testaruda ciudad.



Desde la crisis de la administración del íbero Zapatero, la estrella de Numancia había comenzado a declinar: apenas se veían ya cuadrigas tuneadas, antenas parabólicas ni antorchas perfumadas, todo había empezado a oler a estiércol y a carroña caducada y para colmo, desde que los romanos habían comenzado su asedio y cortado el agua, no funcionaban las duchas del polideportivo municipal. Se había acabado usando la de las piscinas, para cocer una insípida sopa de zaborro y, bueno, para qué, la situación devino insostenible.


El centurión recordó cómo había llegado a principio de verano con el ejército romano, comandado por Publio Cornelio Escipión Emiliano, alias el Africano, con la intención de rendir la plaza con un asedio inmisericorde: durante las primeras semanas, aprovechando que las murallas no eran muy altas, los invasores se encaramaban a ellas y desde allí insultaban a los sitiados dando grandes voces: “¡Paletos calcolíticos! ¡Pastores de ladillas! ¡Pelendones! ¡Palurdos Mesetarios! ¡Mojigatos! ¡Pelaos de frío!” Y otros vocativos encaminados a dejar la moral de los pobladores indígenas por los suelos.



Después, los legionarios dieron en celebrar ostentosos botellones (llamados en aquélla época, anforones) durante la noche entera, en todo el perímetro exterior de la muralla, no dejando conciliar el sueño a ninguno de los moradores de la ciudad celtíbera y excitando su sed, lo cual llevó a éstos al borde del ataque de nervios. Además, los romanos borrachos se orinaban y potaban en los otrora impolutos sillares del muro, desacreditando a la futura joya arqueológica.


Por último, los romanos exigieron del pueblo numantino que abriera sus puertas a la invasión turística que, en carruajes procedentes de todas las orillas del Mare Nostrum, vinieron con el propósito de encarecer los alquileres, acompañar a los romanos en sus ruidosas saturnales, vagar por los rincones de la antaño tranquila ciudad en muchedumbres ávidas de aventuras emocionantes y experiencias exóticas, pues exótico les parecía este remoto rincón de la atrasada Hispania y estaban deseosos de hacer plasmar las milenarias costumbres de los autóctonos en vasijas baratas con pinturas de pésimo gusto, para llevarlas de regreso a sus lugares de origen y tirarse el pegote. El caudillo numantino Merdancho negó la entrada a las hordas visitantes y propuso a los suyos que se inmolaran antes de pasar por tan afrentoso agravio.



El centurión suspiró y recordó a aquélla joven arguellada que, antes de verse reducida a la esclavitud, había optado por degollar a su madre política y lanzarse, desde lo alto del muro, sobre las lanzas de los legionarios en formación, coronando con su carne famélica un improvisado estandarte; un anciano desesperado, había devorado un diccionario de latín, pereciendo de resultas de las flatulencias  que en su colon indefenso produjeron las páginas de tan aborrecidos vocablos, “¡jamás aprenderemos una lengua imperialista!” habían coreado los numantinos, que se inmolaban prendiendo fuego a los gases mefíticos que su inflamado líder expelía.


Una ciudad fantasmagórica y calcinada había recibido a los taciturnos vencedores. El más absoluto silencio les daba la bienvenida a las ruinosas callejas devastadas. En cada portal, un rótulo anunciaba la universal claudicación: “se vende”, “se alquila”, “se traspasa”, “liquidación por cierre del negocio” y otros por el estilo.


“Vae victis”, pensó el centurión.”



(Continuará. O no.)

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