martes, 11 de marzo de 2014

Los Años De Peregrinación Del Chico Sin Color - Haruki Murakami

Como turista de la literatura, me siento un poco atraído por todo lo exótico y he leído varias novelas de Haruki Murakami, conocido y fecundo escritor japonés. De entrada, las clasificaré en dos tipos: las que son oscuras, oníricas y poco accesibles, por un lado y las que son sentimentales, realistas y comprensibles, por el otro. Ambas categorías me resultan igualmente fascinantes: a la primera pertenecería “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” y a la segunda, “Tokio Blues”, que recomendaría como la obra “de entrada” al mundo de este singular autor. Debo apuntar que, en otros libros, se mezclan y sintetizan elementos de los dos “modos” señalados, como en “After Dark”, una novela tan breve como poderosa y sugestiva.

Me sorprendo de leer con tanta fruición a Murakami porque, en general, tengo muy poca paciencia con los escritores que vulneran la más elemental lógica en su concepción del mundo. Si algo es oscuro y poco accesible, se me atraganta rápido y, aunque soy muy disciplinado y suelo acabar con el texto, le hago una marca que significa: “autor sólo para profesionales y exquisitos”. Y no vuelvo a intentarlo. Con Murakami me suelo quedar “como tres con un zapato” que se dice vulgarmente y, sin embargo, repito y repetiré hasta que me lea casi todos sus libros. A veces me pierdo, pero me da la sensación de que se dirige a un nivel de mi conciencia que no es el racional, el consciente, o lo que sea, y “la verdad” que me explica en sus historias, me alcanza en otro plano que, por cierto, no sé cuál es.

El autor antes del afeitado
Dicho esto, paso a hablar de su último libro, que titula “Los años de peregrinación del chico sin color” (en japonés es aún más largo) y que recomendaré, sin tapujos, a todo turista de la literatura. No es el más fabuloso de sus libros, pero sí uno de los más entretenidos. Pertenece a la categoría de los “asequibles” y tiene un más que evidente parecido con “Tokio Blues”: si lo leíste y te deprimió, este nuevo no es tan triste, los rayitos de esperanza que contiene se perfilan un poco más consistentes.

El mundo de Murakami es un mundo de soledad e incomunicación, donde sus protagonistas, normalmente varones jóvenes y honestos, se dan cuenta de que están perdiendo la juventud y se esfuerzan por mantener la honestidad. Buscan salir del aislamiento mediante una relación de pareja o de amistad, que les permita comprenderse mejor a sí mismos y compartir la visión del mundo con el otro, pero esto que en los años de adolescencia es tan fácil y tan cumplido, en la frontera de la madurez se hace más complejo y más delicado, más difícil y problemático. Los temas recurrentes son los únicos de los que merece la pena hablar: la belleza, el amor y la muerte.

 Murakami crea un universo, a la vez extraño y cotidiano, enigmático pero coherente, donde se mezclan lo sombrío y lo luminoso tan entrelazados como en la vida misma. Un tipo que no me conoce de nada, percibe algunas de mis inquietudes más recónditas mejor que cuatro licenciados en Psicología, a los que se las hubiera contado en doscientas sesiones de terapia, qué tío, y eso que no soy japonés ni nada y no dejo de ver su mundo como algo culturalmente un poco ajeno, pero así son los genios.

Añado dos notas que tienen una particular presencia en todos sus libros: la música (en esta novela “Los años de peregrinación” de Franz Liszt) y el suicidio (tema al parecer más espinoso en nuestra cultura que en la japonesa). “Desde el mes de julio del segundo curso de carrera hasta enero del año siguiente, Tsukuru Tazaki vivió pensando en morir. Entretanto, cumplió veinte años, pero esa muesca en el tiempo no significó nada para él. Durante esos meses, la idea de acabar con su vida le parecía de lo más natural y legítima”. Así empieza la novela, pero luego el chaval se anima.

La muy colorida portada
¿Y qué le ha pasado? Pues resulta que tenía una pandillita en la que se sentía muy integrado. Eran cinco y estaban muy unidos. Los otros cuatro lucían apellidos que hacían referencia a un color: rojo, azul, blanco y negro. Sólo Tsukuru Tazaki no tenía ningún color, porque Tazaki significa el que hace, el que crea, que, en el caso de nuestro personaje, marca su vocación de ingeniero, constructor de estaciones de ferrocarril, para lo que se está preparando en la Universidad. Pero cuando vuelve, de vacaciones, los otros cuatro (dos chicos y dos chicas) lo rechazan y le dan definitivamente esquinazo, sin que él sepa por qué. Fuera. Excluido. Expulsado del paraíso juvenil.

Cuando se ha hecho mayor y cree que lo ha superado, se enamora de Sara, pero ella advierte que “le pasa algo”, una especie de trauma no superado y, para sacarlo de su ensimismamiento y devolverlo a la paz y al equilibrio, le propone que busque a sus antiguos amigos y se entere del porqué de su expulsión del grupo. Como tiene que hablar con todos ellos para resolver su trastorno interior, esto le llevará nada menos que a Finlandia en el espacio, a dieciséis años atrás en el tiempo y a un montón de secretos y conflictos que entorpecieron su paso a la edad adulta. Tsukuru Tazaki, un solitario que quiere comprometerse con la mujer a la que cree amar y que es muy bueno diseñando estaciones, tendrá que esforzarse de lo lindo para comprenderse y llegar a esclarecer lo que pasó:

“En ese momento, por fin lo captó. En lo más profundo de sí mismo, Tsukuru Tazaki lo comprendió: los corazones humanos no se unen sólo mediante la armonía. Se unen, más bien, herida con herida. Dolor con dolor. Fragilidad con fragilidad. No existe silencio sin un grito desgarrador, no existe perdón sin que se derrame sangre, no existe aceptación sin pasar por un intenso sentimiento de pérdida. Ésos son los cimientos de la verdadera armonía.”

Un abrupto y sorprendente final nos deja con la miel en los labios en un libro de Murakami donde, pese a todo, predomina lo diáfano, lo optimista, lo vital; una excelente experiencia lectora.
 
La ciudad de Tokio, un personaje más de la novela
 
 

lunes, 10 de marzo de 2014

Las Plantas De Interior 1

Han cerrado la floristería donde solía acudir a comprar alguna que otra planta de regalo. No se si será a causa de la crisis que afecta al pequeño comercio en general, o por algún otro motivo en particular, pero me he quedado sin mi asesora en plantas de interior.

No es que yo sea muy aficionado al laborioso cuidado que requiere un jardín en una terraza, ni muy versado en el conocimiento de las plantas decorativas, qué va: porque nadie es perfecto, si no, en este tema, yo sería un perfecto ignorante. Mi sensación de pérdida se debe a que tengo la costumbre de regalar una planta viva cuando mis ancianas tías me invitan a merendar o cuando algún amigo me ofrece su generosa hospitalidad… Siempre dando por supuesto que el receptor del regalo sea dado a las bellas aficiones del cultivo en tiestos.

 
No digo que no me complaciera (o compluguiera, ya que soy un tanto redicho) enormemente adquirir una buena dosis de savoir faire en, por ejemplo, el cuidado de bonsáis, actividad a la que se dedica un célebre expresidente de nuestro gobierno y que a mí me parece muy zen (la actividad, no el expresidente, del cual ya creo haber dicho alguna vez lo que me parece, con más cortesía de la que hubiera querido). No obstante, me temo que lo de velar por los bonsáis no va a poder ser y por eso prefiero poner las plantas de interior en buenas manos, obsequiándolas a gente que quiere y sabe atenderlas. Uno necesitaría 312 vidas para dedicarse mínimamente a todo lo que le gusta y le reclama y no una que tenemos y, encima, alicatada de obligaciones.

Para mí, como he dicho, son el regalo ideal, porque lo hago con un matiz egoísta y no me sonrojo en recomendarlo: cuando llevas una planta a alguien que las tiene en gran estima, de alguna manera te quedas con esa persona, en su recuerdo… Cuando la planta se pone hermosa o florece, se acuerdan de ti con alegría, cuando se mustia o se seca, el recuerdo se tiñe de tristeza o de melancolía, que también son válidas para ser recordado (peor sería la indiferencia, aunque nadie te recuerda con indiferencia, la indiferencia hace que no te recuerden).

 
Mi enciclopedia de los tiempos en que se bailaba la yenka con miriñaque, me ilustraba sobre plantas de interior, casi todas exóticas o, cuando menos, procedentes del Brasil. Yo me las miraba largamente y pensaba que, cuando fuera mayor, si la fortuna me había sonreído y tenía jardinero, lo enviaría a buscar un ejemplar de cada una de ellas a los mejores viveros del mundo mundial. La fortuna no sólo me ha sonreído, sino que se ha descojonado conmigo, así que transmito una primera entrega de las láminas de plantas de interior, para continuar la cadena de gentes soñadoras con un paraíso vegetal y doméstico a la vez. Feliz abonado.
 
 

 

viernes, 7 de marzo de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 22

Además, cuando Serafín llegó a las taquillas de la Plaza Monumental, experimentó un cúmulo de disgustos que a punto estuvo, esta vez, de hacerle desistir de la sacrosanta misión que se había impuesto. Para empezar, la aglomeración de gente y las colas formadas ante las ventanillas del pintoresco recinto, eran disuasorias. En segundo lugar el espectáculo estaba anunciado para una hora muy tardía, entre completas y maitines, cuando nadie con un mínimo de decoro y decencia estaría rondando fuera de su casa. En tercer lugar, el ambiente no era nada espiritual, ni invitaba a la piedad, al recogimiento o a la meditación, ni a nada semejante: unos jóvenes pisaverdes con unas pintas entre degeneradas y excéntricas, lo miraban jacarandosos, como si fuera él, Serafín, el que estuviera fuera de lugar, y había montones de niñas, menores de dieciséis años, con cara de cerditas y más que excitadas o alteradas, histéricas. Sin duda varias de sus bisabuelas o tatarabuelas habían acabado sus días retorciéndose en una hoguera.

Rememoraba, no sin cierto deleite, el ambiente piadoso y recatado que impondría, en semejante bacanal, el retorno de los fervorosos jueces de la Santa Inquisición, cuando la madre de todos los disgustos lo hizo clamar por la reaparición del Santo Oficio… ¡Ciento veinticinco pesetas costaba la entrada más barata! ¿Qué era aquello? ¿Una cueva de ladrones? ¿Por qué el Señor no cogía de nuevo el látigo para expulsar a estos reincidentes mercaderes del templo?

 
Se vio pues obligado a zascandilear otra vez, sudoroso a mares en aquella tórrida mañana de sábado, por las calles aledañas en busca de óbolos, limosnas o dádivas. Una señora se obstinó en ayudarle con una retribución en especie y le regaló a Serafín unos calçots recogidos cinco meses atrás, en los cuales los signos de descomposición eran manifiestos, pero que él, que no había probado bocado desde el mediodía anterior, devoró con delectación antes de volver a las taquillas. Esta vez hasta le habían dado un billete de veinticinco pesetas, si bien el taquillero se obstinó en que era falso, porque en su anverso hubiera debido poner “Banco de España” y no “Banca El Palé”.

Consiguió no obstante su onerosa entrada y se dispuso a pasar el tiempo que restaba hasta la reaparición del Cordero y la apertura de los Siete Sellos, en la fresca sombra de alguna iglesia cercana. Probó a subir por la calle de la Marina hasta el templo de la Sagrada Familia, pero resultó que, estando el templo inconcluso, el lugar habilitado para el culto era una especie de minúscula cripta que encontró muy decepcionante e inhóspita. “Es como si Dios, mientras acaban de construir su casa, tuviera que albergarse en la caseta del perro”, pensó, y menos mal que encontró una iglesia mucho más de su gusto en la parroquia de san Francisco de Sales, junto a un colegio de los hermanos maristas. Una iglesia que los rojos habían incendiado y profanado en el 36, adornando las humeantes ruinas con los restos mortales momificados de hermanas salesas, en una exposición macabra ante el portal del templo, lo que hizo que tuviera que ser reconsagrado después de finalizar la cruzada. Allí se instaló Serafín desde el mediodía hasta la hora de vísperas, haciendo ayuno y oración y desgranando velozmente su inseparable rosario al que le faltaban tres cuentas, lo cual era un atajo que le permitía saltarse tres avemarías por rosario. Completó quince vueltas, hasta que una especie de lego malcarado le advirtió que debía irse porque iban a cerrar el templo. “¿Cómo?” Pensó Serafín, ”aquí se cierra la casa de Dios y se cancelan las visitas de los fieles al Santísimo… Menos mal que, tal vez esta misma noche, el Cordero acabará con la prostituta, la Gran Babilonia será vencida, aniquilada y…”

 
 - Ave María Purísima, - dijo al salir.

 - Sin pescado y con cebolla, - Respondió el lego con un eructo, haciendo gala de su blasfemo talante.

Para cuando llegó de nuevo a la plaza de toros, estaba oscureciendo y el follón era dantesco, un pandemónium escandaloso había estallado en el interior del recinto. Fuera de él, un ambiente pavoroso le rodeaba, intimidándole con empujones, zarandeándole en la prensa movediza de la multitud, pisoteando sus indefensas sandalias, vociferando execrables aullidos que reverberaban en sus sufridos pabellones auditivos… Y Serafín ya no tuvo duda de que esa misma noche vería a los Cuatro Jinetes, lo cual le hizo estremecerse de pánico y gozo.

 
Pese a todo consiguió entrar al atestado coso y tuvo la milagrosa suerte de alcanzar la plaza que la entrada le asignaba. A su derecha, un vejestorio farfullaba reproches a sus nietos, ya bastante creciditos y uno de ellos con un incipiente bigote pugnando por aflorar del acné. A su izquierda dos muchachas gorditas, una de ellas con unas gafas muy recias, chillaban una palabra que le costó descifrar y no logró entender: “¡Riiingo! ¡Riiingo!... ” De cuando en cuando, la más gordita, que llevaba unas gafas con los cristales como culos de vaso, rugía con desconsuelo: “¡Ay, que yo me voy a morir!” Cuando Serafín la miró, compadecido por oír de sus labios tan honda pesadumbre, se quedó petrificado: era clavadita a Anacleta, la asistenta y fregona por horas de su tío el señor obispo, la mujer por la que se había visto forzado a abrazar los hábitos, para poner fin a aquella vertiginosa pendiente donde el pecado le estaba arrastrando, deslizándole raudo en el sumidero que llevaba a la eterna condenación. Aunque a la chica, por efecto de los cristales, se le empequeñecían los ojos, y su carne toda, en el cutis y en otros lugares a la vista, era más tersa y lozana que la de Anacleta, no cabía duda: era como una aparición anterior al Juicio Final, que venía a recordarle sus faltas y flaquezas. Serafín apretó los párpados con fuerza y rezó doscientas veces el “Señor Mío Jesucristo”, mientras de fondo, sin alterar apenas su concentración, unos conjuntos de música moderna se abatían sobre unas desamparadas corcheas, atestándolas de pecaminosas simplezas y de desafíos al sexto y al noveno Mandamientos de la Ley de Dios.

Para cuando abrió los ojos y los fijó en el anuncio de Danone que había, frente a él, tras el escenario, la animada voz de un hombrecillo minúsculo, muy conocido del vulgo como Torrebruno, que daba unos graciosos saltitos para llegar al micro, anunció lo que todos estaban esperando: querido público, gritos, con todos vosotros, gritos, desde Inglaterra, gritos y más indescriptibles gritos, que ya no cesarían en los siguientes cuarenta y dos minutos, los cuales Serafín recordaría durante el resto de sus días, como el momento preciso de la Revelación.

 
Allí estaba, era Él, de nuevo hecho carne y habitando entre nosotros, el Cordero, tañendo una extraña lira que arrastraba un cordel. Los alaridos circundantes, de pasmo, de pánico, de suprema rendición a la voluntad divina, no dejaban escuchar las palabras del cántico, que además era vocalizado en una lengua extraña, al parecer bárbara, Twist And Shout, I’m A Loser, I Feel Fine… Pero el torrente aparentemente incomprensible de palabras fluía directo al corazón, donde eran descifradas, interpretadas y comprendidas sin ninguna duda, sin ninguna ambigüedad. El mensaje de amor era luminoso, vivísimo, transparente y poseyó a Serafín desde las puntas de sus pies hasta el último y más recóndito rincón de su espíritu. Cuando dejaron de tocar el himno dedicado a la larguirucha Sally, Serafín comprendió que era un hombre renacido por entero y que una nueva armonía se había instalado entre el mensaje divino y su alma, por tal bálsamo, confortada.

Era hora de volver a Jaca. El Evangelio había sido reestrenado esa noche canicular y había que atender al eterno y novedoso mensaje que Aquél, que en esta Encarnación, se hacía llamar John Lennon, había traído a las ovejas descarriadas y a las otras, a punto de descarriar. 
 
 

miércoles, 5 de marzo de 2014

Matemáticas Y Diversión 8. Teorema Del Punto Gordo

En la anterior entrada de esta serie, el problema de lógica que plantea Jeffrey Eugenides en su novela “La Trama Nupcial” resultó ser demasiado sencillo, lo que nos hace sospechar que Madeleine, la protagonista, tiene una carencia: Alan bailó con Jessica el tango, James y Charlotte bailaron el vals, Keith bailó con Laura el foxtrot y Simon y Becky le dieron a la rumba. Eso es todo, Maddy.

Hoy me ha venido a las mientes, el humor con el que solíamos enfocar los profes de mates la enseñanza de la geometría. Me explico: si en los temas de números y operaciones, lo que antaño se llamaba aritmética, los resultados del aprendizaje ya eran muy discretos, en cuanto empezaban a aparecer abstracciones como planos, rectas y puntos, los rendimientos se tornaban catastróficos, así que, o te lo tomabas con humor, o con antidepresivos, tú elegías.

Fuerzo mi memoria a recordar una de mis aberraciones favoritas, el “Teorema del punto gordo”, muy conocido en círculos académicos y que es una perversión del Teorema de Euclides:


“Por un punto exterior a una recta, pueden trazarse cuantas paralelas se deseen, siempre que el punto sea lo suficientemente gordo”. O, en otra formulación:


“Dos rectas paralelas se cortan en un punto, siempre y cuando éste sea lo suficientemente gordo". Un corolario frecuente afirma que:


“Tres rectas pertenecientes al mismo plano, siempre se cortan en un punto si el punto es gordo". Esto es particularmente útil, cuando en un ejercicio o en un diagrama, sabes que tres rectas son coincidentes en un mismo punto y a ti no te sale: haciendo lo suficientemente gordo el punto, consigues un eficaz arreglo práctico.

Hay una versión para colegio de pago, de clase alta, en la que el padre va a ver al profesor (aquí apenas un subalterno del adinerado cliente) y le espeta: “usted no es quién para decirle a mi hijo cuántas paralelas puede trazar desde un punto exterior a una recta. Yo, que soy su padre, le autorizo a trazar todas las que mi hijo quiera”.

Una bonita variante es el “Teorema del punto gordo y de la recta astuta”, que reza: “Una recta pasa por tres puntos no alineados, siempre que al menos uno de los puntos sea lo suficientemente gordo o la recta lo suficientemente astuta”. Es un maravilloso ejemplo de lo que hoy en día los psicólogos llaman “pensamiento lateral”.

El teorema del punto gordo también es útil para explicar una conocida hipótesis científica “En un principio,  toda la materia y la energía del Universo estaban concentradas en un punto... solo que ese punto era muy muy gordo”.


En comparación con aquello, es algo más pálido el ingenio del creador del “Teorema de la recta corta”, que se puede expresar así: “Dos rectas secantes no tienen ningún punto común, si una de ellas es lo suficientemente corta”.

Y remataré este singular momento oligofrénico, con un acertijo sacado de un episodio de la epopeya de nuestro tiempo, la serie “Los Simpson”. Venía impreso en una caja de comida para astronautas que Lisa se lleva al comedor escolar. La saca en la hora del almuerzo, todos los compañeros la miran y aciertan el enigma nada más echar un vistazo, incluso Nelson, que es un patán muy bruto y Ralph, que es un niño de Educación Especial, pero Lisa no cae, por más que le da vueltas no lo descifra y eso que es la más inteligente de su clase.   

Al llegar a casa, se entera de que tiene el gen Simpson: los Simpson, cuando son muy pequeños, son listos como monos, pero antes de los diez años, cambian y caen en las garras de la más perfecta simpleza. Averigua, pues, si tienes o no el gen Simpson, poniendo en la casilla de más abajo el dibujo que continúa la serie.




lunes, 3 de marzo de 2014

Dos Poemas Matinales

Una de las deformaciones que nos introdujo el espíritu del Romanticismo, fue la de confinar el sentimiento amoroso al periodo nocturno, como si el amor no tuviera sus serenas matinées. Me he encontrado hoy dos poemas mañaneros con sus buenas dosis de amoroso sesgo y los pongo aquí, por si compartes esta efímera y poderosa dolencia, para que la puedas mecer con palabras apropiadas.

Uno, el primero, el más flojo, es de producción propia, de cuando la juventud me impulsaba a expresar mis imprecisas elucubraciones en líneas partidas. El otro es de un profesional, uno de los más grandes que expresaron estas cosas en la lengua de la pérfida Albión. Con la traducción pierde, la rima y parte de su inextinguible gracia se esfuman, pero aun así es asombroso. He cortado y pegado dos traducciones para dejarlo más a mi gusto, porque hacer una versión del original está fuera de mi alcance. Una pista: es de un tal W. S. y no, no es Will Smith. 

 
     OTRA MAÑANA

 Me presento a la mañana con lo puesto,
la alcanzo perfilando las esquinas,
recito la lección de mis rutinas
y ella dice encontrarme bien dispuesto.

  Yo le hago la pelota: hoy le apuesto
que le permitirán, risueñas, las vecinas,
que juegue a columpiarse en las cortinas
mientras van al mercado con su cesto.

 La mañana prosigue sus tareas,
corrige alguna brisa y un gorjeo,
en tanto me acomodo en tu avenida.

  El sol peina las brumas, centelleas,
inmersa en la calima te entreveo,
y el color de la sombra se me olvida.

 
He visto a la mañana en plena gloria
los picos halagar con su mirada,
besar con su oro las praderas verdes
y dorar con su alquimia arroyos pálidos;
y luego permitir el paso oscuro
de fieros nubarrones por su rostro,
y ocultarlo a la tierra abandonada
huyendo hacia occidente sin ventura.
Así brilló mi sol, un día, al alba,
sobre mi frente, con triunfal belleza;
una hora no más lo he poseído
pues nubes turbulentas lo velaron.
Mas mi amor lo perdona: sol del mundo,
mejor puede empañarse que el del cielo.

Te puedes bajar una integral decente de los sonetos del anglosajón universal en este enlace, para disfrutar de la Poesía con mayúsculas.
 
 

viernes, 28 de febrero de 2014

El Ansia Reguladora Llega Al Cigarrillo Electrónico

Hará cosa de un mes y de forma un tanto casual, caí en las garras del vicio de moda. Dado que la corrupción, la prevaricación, la cocaína, el cohecho, la adjudicación de obras a dedo y cosas así, están fuera de mi alcance, he de referirme por fuerza al cigarrillo electrónico.

Probelo y gustome, de modo que me adueñé de un “kit de inicio” y me di a vapear a todas horas, en lugar de fumar como antaño hacía, concitando con este nocivo e insolidario hábito los reproches, las advertencias y la malquerencia de mis conciudadanos. El tránsito del humo tóxico al vapor presumiblemente menos perjudicial, no fue nada traumático, sino al contrario. Al cabo de una semana de sustitución, retomé un cigarrillo, lo encontré menos atractivo que los vapores que lo reemplazaban y hasta hoy, que proso estas líneas, no me he vuelto a acordar del tabaco analógico.

Sé que semejantes experiencias no son transferibles pero, dejando a un lado el que sea más sano, que eso está por verificar, aunque es obvia la sensación de que no te “carga” los bronquios y la garganta tanto como un paquete de cigarrillos, para mí todo son ventajas: es más limpio, puesto que no deja residuos tan aparentes como las colillas, sabe mejor (esto, claro, es subjetivo), es más económico, puesto que vapearse 4 ó 5 euros diarios de e-líquido es virtualmente imposible… El mantenimiento, comparado con el de una pipa (que también es muy atractiva y aromática) es sencillo, divertido y es fácil hacer que “tire” mejor. La disponibilidad es más inmediata, está siempre “encendido”, quiero decir que lo llevas en el bolsillo y le puedes dar dos caladas antes de entrar a la frutería, no es necesario encender y consumir una unidad, como con los cigarrillos. Y encima, nadie te podrá responsabilizar de quemar un bosque.
 
Lo aprendí hace poco:
 se llaman claromizadores
En el lado negativo del balance, es igualmente adictivo (el cuerpo reclama su dosis de nicotina) y carece casi totalmente de glamour, yo tampoco me imagino a John Wayne, en una del Oeste, vapeando a caballo, ni a Humphrey Bogart seduciendo con un cigarrillo electrónico. A mí me sedujo concretamente el sabor y lo divertido que es hacerse cargo del funcionamiento de un aparatito tan entretenido (ideal para frikis como un servidor).

Desde luego no contaba con poder vapear libremente: una vez que el estigma ha sido detectado en un grupo de apestados, imprime carácter, como algunos sacramentos. Pienso que no servirá de nada alegar que no carga el ambiente, que apenas huele y que no perjudica a los “vapeadores pasivos”, al no ser un humo con partículas sólidas en suspensión. Tras haber firmado en un par de sitios, para poder vapear en algunos locales públicos, pienso que esa batalla está perdida de antemano, la Santa Inquisición no descansa, sólo ha cambiado su definición de herejes. Levemente.

He reunido un kit muy completito
Para darme la razón, en El País de ayer, jueves, aparece este titular “Europa saca el cigarrillo electrónico del limbo legal”, dejando aparte la manía que tiene el citado diario de usar sujetos tan mal definidos como “Europa”, “el pueblo” o “la calle” (creo que deberían ser un poco más exigentes con sus redactores, para evitar estas abstracciones tan imprecisas), lo que es palmario es que lo van a regular, lo cual inevitablemente quiere decir poner barreras, limitar, restringir, coartar, prohibir, en fin, todo eso que se les da tan bien y que encima se arrogan la potestad de hacerlo en mi nombre, en mi beneficio y por mi bien. Qué morro, señor comisario.

Pero esencialmente, lo que quieren es su parte en el botín, su mordida para dietas y lunches. El mecanismo es sencillo: se declara nociva y perjudicial la actividad del vapeo y ya se puede someter a exacciones exageradas, ya pueden cruspir a impuestos brutales a los pobres diablos que vapeen, ¿o iban a ser más afortunados que los que fuman, beben licores o juegan apuestas? Si en una cajetilla de tabaco, el 75 % del precio que paga el consumidor, son impuestos, un botellín de líquido para vapear puede fácilmente acabar multiplicando su precio por 4. Y que paguen los pobres, que para eso están.
 
Un Himphame vapeador
De momento se moviliza a los esbirros encargados de velar, desde sus despachos, por la salud pública. He aquí algunas ideas que se anuncian de inminente aparición con validez científica:

Con el cigarrillo electrónico te puedes electrocutar. (No te rías, eso decían hace 50 años de las guitarras eléctricas).

Se te puede caer y, como es cilíndrico, una persona puede pisarlo, resbalando y sufriendo graves politraumatismos.

Un bebé puede confundirlo con un chupete y convertirse en una criatura adicta a la nicotina de por vida. La defensa de los indefensos e inocentes, es lo primero. (Para eso son siempre, los inocentes y los indefensos, los que pagan todo tipo de exacciones, amén de los platos rotos).

No se sabe las sustancias tóxicas añadidas que lleva y, por tanto, es malo. (Claro que esto tampoco lo supieron, sino a posteriori, con las vacas locas y uno se pregunta si no podrían gastar un poco menos en despachos y un poco más en laboratorios…)

En fin, amiguitos, preparados para la nueva caza de brujas, que se anuncia interesante.
 
 

jueves, 27 de febrero de 2014

Qué Reflejan Los Coches

En principio los coches reflejan el status social de su poseedor. Le hacen acreedor a un respeto y a un prestigio que varían en función de la marca, el modelo, la cilindrada y otros motivos más arcanos que los creativos publicitarios parecen conocer bien y que utilizan para hacer que un hombre se sienta más seguro de sí mismo, más viril y que exteriorice el samurái que todos llevamos dentro. Un amigo mío, trabajador en la baqueteada industria química local por más señas, me ilustraba acerca de que no alcanzas la misma consideración si en el parking de la fábrica dejas una lustrosa y potente berlina que si aparcas un modesto utilitario. También entre los obreros hay triunfadores: los signos externos tienen una importancia capital, lo son todo en el mundo en que vivimos. Por eso, de inmediato, los coches se han hecho eco de la crisis que estamos padeciendo y que ha hecho caer las ventas por un sumidero, dejando las calles despejadas para el tránsito de los paseantes y los juegos de la chiquillería, que había sido desplazada de las calzadas en aras del progreso, el bienestar y la calidad de vida.

No obstante, hay matizaciones. Como esta crisis es de las que han hecho a los ricos más ricos y a los pobres más pobres (Crisis de Tipo 1), ha ocasionado una drástica reducción de modelos populares, como el Opel Corsa y el Ford Fiesta, en beneficio de un leve incremento de Mercedes, Bemeuves y Audis que reflejan las fotos de esta entrada.

 
Con una crisis de Tipo 2, también llamada revolución, que hace a los ricos más pobres y a los pobres más numerosos y aún más pobres, el parque móvil envejece y se llena de pintoresquismo, como cualquiera puede ver en una foto reciente de Caracas, La Habana o Pionyang. Queda la crisis de Tipo 3, que no sabemos cómo afecta a la venta de turismos porque jamás se ha dado en la práctica (sería aquella que hace a los ricos más pobres y a los pobres más ricos). Nosotros, al parecer, veníamos de una etapa de prosperidad (en la que los pobres se hacen menos pobres y los ricos se enriquecen de lo lindo), aquél ceñudo presidente de los bigotes que tenía un rictus algo rancio, decía “España va bien”, aunque a mí no me tocó nada que me permitiera constatarlo; eso sí, en cuanto España empezó a ir mal, fui de los primeros a los que su simpático y poco talentoso sucesor bajó el sueldo. En el país en el que me ha tocado vivir, la crisis ha sido sempiterna, como la sequía, el paro, la falta de oportunidades y la atonía cultural. Sinceramente, apenas recuerdo un par de temporadas en las que dejaran de bombardearnos con la ubicua palabreja. Eso sí, pese a todo, las calles estaban atestadas de tránsito y yo podía darme a fotografiar el skyline de mi pueblo reflejado en los capós de los vehículos más pulcros, como ahora. Solo que sin tanto lujo.