martes, 11 de marzo de 2014

Los Años De Peregrinación Del Chico Sin Color - Haruki Murakami

Como turista de la literatura, me siento un poco atraído por todo lo exótico y he leído varias novelas de Haruki Murakami, conocido y fecundo escritor japonés. De entrada, las clasificaré en dos tipos: las que son oscuras, oníricas y poco accesibles, por un lado y las que son sentimentales, realistas y comprensibles, por el otro. Ambas categorías me resultan igualmente fascinantes: a la primera pertenecería “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” y a la segunda, “Tokio Blues”, que recomendaría como la obra “de entrada” al mundo de este singular autor. Debo apuntar que, en otros libros, se mezclan y sintetizan elementos de los dos “modos” señalados, como en “After Dark”, una novela tan breve como poderosa y sugestiva.

Me sorprendo de leer con tanta fruición a Murakami porque, en general, tengo muy poca paciencia con los escritores que vulneran la más elemental lógica en su concepción del mundo. Si algo es oscuro y poco accesible, se me atraganta rápido y, aunque soy muy disciplinado y suelo acabar con el texto, le hago una marca que significa: “autor sólo para profesionales y exquisitos”. Y no vuelvo a intentarlo. Con Murakami me suelo quedar “como tres con un zapato” que se dice vulgarmente y, sin embargo, repito y repetiré hasta que me lea casi todos sus libros. A veces me pierdo, pero me da la sensación de que se dirige a un nivel de mi conciencia que no es el racional, el consciente, o lo que sea, y “la verdad” que me explica en sus historias, me alcanza en otro plano que, por cierto, no sé cuál es.

El autor antes del afeitado
Dicho esto, paso a hablar de su último libro, que titula “Los años de peregrinación del chico sin color” (en japonés es aún más largo) y que recomendaré, sin tapujos, a todo turista de la literatura. No es el más fabuloso de sus libros, pero sí uno de los más entretenidos. Pertenece a la categoría de los “asequibles” y tiene un más que evidente parecido con “Tokio Blues”: si lo leíste y te deprimió, este nuevo no es tan triste, los rayitos de esperanza que contiene se perfilan un poco más consistentes.

El mundo de Murakami es un mundo de soledad e incomunicación, donde sus protagonistas, normalmente varones jóvenes y honestos, se dan cuenta de que están perdiendo la juventud y se esfuerzan por mantener la honestidad. Buscan salir del aislamiento mediante una relación de pareja o de amistad, que les permita comprenderse mejor a sí mismos y compartir la visión del mundo con el otro, pero esto que en los años de adolescencia es tan fácil y tan cumplido, en la frontera de la madurez se hace más complejo y más delicado, más difícil y problemático. Los temas recurrentes son los únicos de los que merece la pena hablar: la belleza, el amor y la muerte.

 Murakami crea un universo, a la vez extraño y cotidiano, enigmático pero coherente, donde se mezclan lo sombrío y lo luminoso tan entrelazados como en la vida misma. Un tipo que no me conoce de nada, percibe algunas de mis inquietudes más recónditas mejor que cuatro licenciados en Psicología, a los que se las hubiera contado en doscientas sesiones de terapia, qué tío, y eso que no soy japonés ni nada y no dejo de ver su mundo como algo culturalmente un poco ajeno, pero así son los genios.

Añado dos notas que tienen una particular presencia en todos sus libros: la música (en esta novela “Los años de peregrinación” de Franz Liszt) y el suicidio (tema al parecer más espinoso en nuestra cultura que en la japonesa). “Desde el mes de julio del segundo curso de carrera hasta enero del año siguiente, Tsukuru Tazaki vivió pensando en morir. Entretanto, cumplió veinte años, pero esa muesca en el tiempo no significó nada para él. Durante esos meses, la idea de acabar con su vida le parecía de lo más natural y legítima”. Así empieza la novela, pero luego el chaval se anima.

La muy colorida portada
¿Y qué le ha pasado? Pues resulta que tenía una pandillita en la que se sentía muy integrado. Eran cinco y estaban muy unidos. Los otros cuatro lucían apellidos que hacían referencia a un color: rojo, azul, blanco y negro. Sólo Tsukuru Tazaki no tenía ningún color, porque Tazaki significa el que hace, el que crea, que, en el caso de nuestro personaje, marca su vocación de ingeniero, constructor de estaciones de ferrocarril, para lo que se está preparando en la Universidad. Pero cuando vuelve, de vacaciones, los otros cuatro (dos chicos y dos chicas) lo rechazan y le dan definitivamente esquinazo, sin que él sepa por qué. Fuera. Excluido. Expulsado del paraíso juvenil.

Cuando se ha hecho mayor y cree que lo ha superado, se enamora de Sara, pero ella advierte que “le pasa algo”, una especie de trauma no superado y, para sacarlo de su ensimismamiento y devolverlo a la paz y al equilibrio, le propone que busque a sus antiguos amigos y se entere del porqué de su expulsión del grupo. Como tiene que hablar con todos ellos para resolver su trastorno interior, esto le llevará nada menos que a Finlandia en el espacio, a dieciséis años atrás en el tiempo y a un montón de secretos y conflictos que entorpecieron su paso a la edad adulta. Tsukuru Tazaki, un solitario que quiere comprometerse con la mujer a la que cree amar y que es muy bueno diseñando estaciones, tendrá que esforzarse de lo lindo para comprenderse y llegar a esclarecer lo que pasó:

“En ese momento, por fin lo captó. En lo más profundo de sí mismo, Tsukuru Tazaki lo comprendió: los corazones humanos no se unen sólo mediante la armonía. Se unen, más bien, herida con herida. Dolor con dolor. Fragilidad con fragilidad. No existe silencio sin un grito desgarrador, no existe perdón sin que se derrame sangre, no existe aceptación sin pasar por un intenso sentimiento de pérdida. Ésos son los cimientos de la verdadera armonía.”

Un abrupto y sorprendente final nos deja con la miel en los labios en un libro de Murakami donde, pese a todo, predomina lo diáfano, lo optimista, lo vital; una excelente experiencia lectora.
 
La ciudad de Tokio, un personaje más de la novela
 
 

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