miércoles, 22 de octubre de 2014

Alcolea De Cinca. Antiguo Ayuntamiento

En septiembre de 1988 llegué, como profesor de aquella hoy remota EGB, a Alcolea de Cinca. Nuestro más implacable verdugo, que es el tiempo, aún me permitía considerarme joven. Vale más que diga, de entrada, que no conseguí enteramente adaptarme al llamado medio rural y que no conservo un recuerdo maravilloso, lo cual sería menos grave para mí si no hubiera estado allí quince años dedicado a intentar enseñar las potencias de dos, las ecuaciones de primer grado y otras menudencias escolásticas por el estilo. Vale más que confiese que no me quedé a vivir allí, pese a que, con buen criterio, era por aquel entonces obligatorio que los funcionarios de la educación pública residiéramos en el lugar donde se nos había otorgado la plaza. Allí fui, durante algunos años “el catalán”, porque había regresado a estas tierras tras residir varios años en Barcelona y debí ser tal vez algunas cosas peores, pues es frecuente que, en determinados pueblos de la ribera cinqueña, ciertos sectores tengan un concepto difuso del profesorado como un hatajo de vividores y sinvergüenzas aunque, claro, tampoco es la norma.


 
He de decir que el pueblo y sus alrededores, como espacio físico o geográfico, en el que fui un pertinaz turista, me resultaban muy atractivos: con frecuencia intentaba sacar a los alumnos a pasear, actividad esta que cada vez encuentra más cortapisas y restricciones en la vida académica, hoy mucho más constreñida que hace veinticinco o cuarenta años, pese a lo que pueda parecer, ya que en el presente hay que programarlo todo e incurres en una grave responsabilidad si sacas a “la canalla” de las (j)aulas sin haber justificado con la suficiente antelación los beneficios competenciales del paseo pedagógico, sin haber enumerado las medidas de seguridad tomadas o sin tener el visto bueno explícito de la comunidad educativa en pleno, reunida al efecto en un tenso sínodo.

 
Me gustaba especialmente el aspecto precario, desaliñado y un tanto poético de algunos rincones, de algunos portales, de algunas calles, la omnipresencia de las ripas, unos relieves tabulares que alzan caprichosos acantilados junto al río, encajonando al pueblo en su ribera y, sobre todo, un vetusto, decrépito y un tanto majestuoso ayuntamiento, en un caserón que, al remodelarlo, perdió parte de su atractivo pero, claro, se estaba cayendo.



 
En aquella época, me daba por tirar fotografías en blanco y negro, que yo mismo revelaba y positivaba con un limitado laboratorio casero. Algunas, luego, las he digitalizado e incluso tintado, como aquél que inventó la televisión en sepia para ver programas antiguos. Hace poco, he vuelto por allí, armado de una cámara más moderna y me he encontrado con una villa que se ha acicalado bastante, sin acabar de perder su sabor. Más adelante publicaré fotos más recientes y algunas tomas de las ripas que, si las desconoces, te harán prendarte de su aspecto peculiar y pintoresco, como de spaghetti western. Primero pongo las imágenes del más lejano recuerdo, porque he observado que internet es un moderno medio con un abundantísimo magma de imágenes del día, pero si buscas algo añejo, escasea de lo lindo.


 

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