jueves, 11 de diciembre de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 33

21. REENCUENTROS CORDIALES
Cuando Serafín penetró en el austero vestíbulo del palacio episcopal, un destello de limpiasuelos en el ajedrezado de las bruñidas baldosas le hizo tomar conciencia simultánea de muchas cosas. Fue como si el pasado le hubiera dado un porrazo seco, perpendicular a su ya muy descuidada tonsura. De modo súbito, se le hizo presente su desastrado estado físico y anímico: su mefítico hedor combatía con eficacia los efluvios de menta y albahaca provenientes del patio, el sayal de su hábito se había descompuesto en un círculo de zarrapastrosos jirones, cuya rigidez le daba el aspecto de una hawaiana de carnaval. Además, el poder espiritual que le había dado la revelación otorgada en la plaza Monumental de Barcelona, se había esfumado en parte, dejando su alma varada entre la congoja producida por el forzoso abandono de sus obligaciones monásticas y la duda de si su nueva tarea no le iba a convertir en una figura a mitad de camino entre un hereje y un fantoche.

En éstas, se percató de que una sirvienta fregoteaba enérgicamente las baldosas de la esquina más alejada, donde la humedad descascarillaba un estucado ocre que, a modo de manto, cubría el suelo próximo al rincón de unos rebeldes cascotes del color del orín, adheridos a las baldosas con una firmeza que la asistenta trataba de minar mediante las sólidas cerdas de un cepillo empapado en lejía Conejo. La fregona estaba en posición cuadrúpeda, de espaldas a Serafín, sumergida en la penumbra a unos once pasos de éste, que sólo veía un culo como un capazo y la parte trasera de dos pantorrillas amorcilladas y blanquecinas sobresaliendo de la saya. Sin saber ni dejar de saber por qué, el conjunto y su movimiento le resultaron muy familiares y el corazón le dio un vuelco:

 - ¡Anacleta! ¿Es usted, Anacleta?

La sirvienta, se incorporó como si le hubieran dado un fustazo en salva sea la parte, se volvió con viveza hacia donde estaba Serafín y le espeto:

 - Así que era verdá, eres tú. En mala hora que has vuelto. Ya debe de haber ido Crescencia a avisar al señor obispo, tu tío. En seguida te recibirá. Ahora no puede, porque está atendiendo a unas visitas muy principales…

 
Serafín observó a la mujer de faenas, no supo si enternecido o azorado. Aunque la vergüenza lo había obligado a bajar la mirada, había advertido que Anacleta estaba muy avejentada. Y había engordado por lo menos un par de arrobas más, su cutis estaba mucho más ajado y su pelo empezaba a ralear. Verrugas que aún no habían brotado antaño, junto con otras que habían llenado de embeleso sus recuerdos, constelaban el bigote de la mujer, congelado en un mohín hosco:

 - No sé cómo tienes la frescura y los cojonazos de aparecer por aquí otra vez, en mala hora te digo, vuelves a pisar esta casa, ¡hace falta tener cuajo! Tu pobre tío es un santo: don Ángel irá pronto al cielo y allí por fin se librará de ti. ¡Y vaya unas pintas que traes! El señor obispo no te lo dirá, Serafín, pero no eres bienvenido. Yo, por mi parte, ni quiero estar en el mismo cuarto que tú, así que me voy parriba a hacer la alcoba y a sacar el polvo de la biblioteca; cuando acabe, me iré sin despedime y espero que no te quedes mucho tiempo por esta casa, aunque en eso no entro, depende de tu tío.

Y mientras esto decía, fue saliendo con acarreo de cubos, escobas, cepillos y bayetas. Volcó un bote de Vim y se cagó en la Santa Inquisición antes de desaparecer por completo.

Diez minutos más tarde, salió Crescencia, acompañada de dos señoronas, del tipo cacatúa garbosa, las cuales se despidieron con grititos melifluos y complacidos, sin dignarse siquiera a mirar en la dirección donde Serafín remedaba una desmedrada estatua de san Francisco de Asís, a la que ni siquiera le faltaban los malolientes palominos. Cuando las dejó tras la puerta de la calle, Crescencia se encaminó con cara avinagrada hacia el ex fraile convertido en espantajo:

 - Mira tú que ir a coincidir con la visita de la jefa y la presidenta de Acción Católica, nada menos que las señoras de Giral y de Casajús, no podías ser más inoportuno. El señor obispo estaba tan inquieto que ha acabado por abreviar sus deberes pastorales por tu culpa. Ahora te recibirá, pero te advierto que no está de humor. Hace once días que abandonaste el monasterio y estaba empezando a preocuparse muy seriamente. ¿Dónde te habías metido, cabeza de chorlito? Anda, pasa, que la reprimenda que te espera es de aúpa.

 
Mientras esto iba diciendo, encaminó a Serafín, precediéndolo hasta una puerta de recios cuarterones de caoba renegrida que, al abrirse con un chirrido sobrenatural, daba a un despacho espacioso, tan sobrio como acogedor. Un Cristo crucificado de tamaño natural, presidía en taparrabos la estancia Serafín correteó hacia el sillón donde se sentaba su tío, para evitar que el señor obispo se levantara, pero como éste ya se había erguido, impulsado por los muelles del cómodo escaño, el mozo chocó con él y derribó su anciano y gordezuelo cuerpo, que volvió a hundirse de costado en el asiento. Serafín, sin disculparse, debido al aturrullamiento, buscó con avidez el anillo de monseñor y le dio media docena de sonoros y chapoteantes besos, que inundaron el grueso granate engarzado en oro, de saliva viscosa, aderezada con alguna escama suelta de las sardinas de cubo en las que se había sustanciado su magro refrigerio al llegar a Jaca hacía pocas horas.

El obispo se volvió a incorporar y empujó a Serafín a una distancia suficiente como para verlo por entero:

 - Nada de besamanos, hijo, ven aquí y dame un abrazo como es debido.

Durante casi un minuto, el sobrino inclusero y el tío adoptivo se fundieron en un apretado abrazo, en el que éste logró disimular las ofensas que sus sentidos encajaban debido al olor, atuendo y aspecto de Serafín, comparados con el cual, algunos leprosos de Molokai hubieran parecido unos dandis.

 

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