miércoles, 8 de abril de 2015

Canadá - Richard Ford

Leí alguna reseña muy elogiosa cuando ediciones Anagrama publicó este libro, “Canadá”, el año pasado. Aun siendo Richard Ford un reputado novelista estadounidense, no tenía el gusto de conocer nada del escritor, pese a que la misma editorial tiene publicados algunos otros títulos, como “El periodista deportivo” o “Acción de Gracias”. Aprovechando que el grupo de lectura donde milita mi esposa había escogido este título, me animé a poner mis ávidas manos sobre él y su lectura me ha producido un placer tan extraño como contundente.

Al acabarlo imagino, es un suponer, que en algún que otro grupo de lectura al uso, no va a tener lo que se dice un gran éxito: “es que es muy lento”, “es que llevo más de cien páginas y no pasa nada”, “es que es muy largo”… Y no son razones desdeñables: el libro es un buen tocho, tiene más de quinientas páginas; narrativamente tiene un ritmo muy demorado, donde se entreveran largas disquisiciones de carácter ético o emocional y además, es cierto, sólo pasan dos cosas, terribles y atroces, pero todo gira en torno a dos acciones separadas por más de trescientas páginas. Resumiendo: no parece que estemos ante un best-seller al uso, sino ante una obra de moderada exigencia.

Y aquí es donde daré mi impertinente opinión sobre los grupos de lectura, institución que conocí gracias a un episodio de los Simpson, en el que las señoras de la serie se quejaban de que sólo disponían de un libro, viéndose obligadas a leer una y otra vez el mismo. “Martes con mi viejo profesor” de Mitch Alborn, obra que tampoco conozco, aunque me pica la curiosidad… Aquí y ahora, apenas hay biblioteca, casa de cultura o centro educativo, sobre los que no gravite un grupo de lectura, cuyos miembros y miembras comparten la experiencia de los títulos más variopintos. A mi molesto parecer, sería una buena ocasión para desarrollar la exigencia lectora, igual que los atletas desarrollan su capacidad física con el entrenamiento. Pero lo que ocurre es que lo que más tira es el camino fácil. No quiero con esto denigrar las cincuenta sombras de Grey, el maldito karma de David Safier o la última novela de Rosa Regás o Almudena Grandes. Me refiero, más bien, a que éstas son obras que pueden leerse sin el apoyo de un grupo que te ayude a interpretar, en el que sostenerse mutuamente ante la dificultad o los problemas que ocasiona el enfrentamiento con una obra enjundiosa. Y esta de “Canadá”, lo es; aunque, no exageremos, tampoco es “El ruido y la furia” de Faulkner.

La portada de la edición española
Hecha esta insensata divagación, vuelvo al libro. Un texto en el que se respira pausa y quietud en todas sus palabras: la calma que precede a la tormenta. El lado oscuro y desgarrador de la existencia que tempestuosamente estalla, ya lo he dicho, en dos ocasiones, dos. Todo ello salpicado con las impresiones o las reflexiones de Dell, un muchacho de quince años que quiere llevar una vida normal, ir al instituto, jugar al ajedrez, cuidar abejas… Nada de eso será posible, por la mala cabeza de unos padres que, si bien lo quieren a él y a su hermana melliza Berner, son débiles, carecen de criterio moral y se abocan a sí mismos y a su familia a la desgracia y al desamparo. Tras un tremendo primer desenlace, Dell cruza la frontera de Canadá con una amiga de su madre y, a partir de este momento, la protagonista será la inmensidad, la vasta desolación, el abandono y el helado malestar de un territorio, en todos los sentidos, fronterizo. Fronterizo entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre la aceptación y el abandono. Una infinita llanura donde, si no quieres perderte, debes aprender tú mismo a trazar los límites… Dell se topará con el tutor más inquietante que seríamos capaces de prever, el señor Arthur Remlinger, ¡qué personaje!

El autor es este señor que se parece a Clint Eastwood

¿Y cómo sé yo que es una novela, más que buena, cojonuda? Pues por la cantidad de cosas que deja resonando en la mente y porque sigo pensando en muchos de sus aspectos después de haberla acabado hace varios días. Me acuden (o sacuden) frases del inquieto, inquisitivo y joven caletre de Dell:

Así va diciendo que “…la vida nos la entregaban vacía, y que nuestra tarea consistía en inventar cómo ser felices.”

“Las cosas suceden cuando la gente no está en el lugar al que pertenece, y el mundo se mueve hacia delante y hacia atrás según ese principio.”

“Es probable que la concepción que tiene mucha gente de «pensar detenidamente» algo es de este tipo: hacer justamente lo que uno quiere hacer, si puede.”

“Mi idea es siempre «cruzar una frontera»; la adaptación, el paso de una forma de vivir que no funciona a otra que sí funciona. También podría referirse a cruzar una línea y no poder volver jamás.”

O, en resumen: “Sin embargo es algo que todo el mundo debe hacer: percibir que algo de lo que te rodea no está bien, reconocer las amenazas; recordar que ya has tenido esas sensaciones con anterioridad, lo cual significa que estás completamente solo en un paisaje desierto, y que estás expuesto a lo que pueda pasarte, y que por tanto has de extremar todas las cautelas.”

Uno de los protagonistas es este paisaje

A estas alturas ya no hará falta que haga notar el carácter discursivo de la novela, su estilo austero, desnudo hasta llegar casi a la abstracción, su índole contemplativa, muy paisajística y que es un libro muy, muy duro (aunque “acaba bien”).

Un libro que retribuye sin duda generosamente el pequeño esfuerzo que demanda: el de acomodar nuestro ritmo a una vivencia más honda y reposada. Sin más, la novela que me llevaría a una llanura desierta (e inhóspita).

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