lunes, 25 de abril de 2016

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 53

Veinte días más tarde estábamos todos menos Mateo en las piscinas municipales, tan libres de preocupaciones como sólo se puede estar cuando se tienen dieciséis años, acaba de terminar el curso y luce un espléndido sol veraniego en un cielo brillante y despejado, con dos nubes disolviendo su forma de cabezas de caballo, o de pingüinos, no lo recuerdo bien, en el azul infinito.

En éstas, Chus me pispó la toalla: “miradme”, rugió, “ésta que me pongo al cuello es la capa de Supermán” y se anudó al gaznate mi raída toalla, con la que dio dos vueltas a la piscina corriendo, antes de zambullirse en el agua.


“Toma, Pinchaúvas, no debe de ser la auténtica, no me confiere superpoderes”. Y arrojó a mis pies un guiñapo arrebujado y empapado, mientras se partía de risa por su ocurrencia, “por cierto”, añadió, “habéis visto que melones tiene la Conchita Larraz, estad atentos, que de un momento a otro se le van a salir del escote del bañador, poneos boca abajo para que no se os note nada; tú no, Pinchaúvas, que con la toalla tan mojada, luego parecerá que te has corrido”.



Cinco minutos más tarde, me había subido a la tabla del trampolín y me puse a gritar con los brazos extendidos: “Con ustedes, el mago Merlín, dispuesto a descubrirles el secreto cumbre de la hechicería: ¡no es necesaria una escoba para volar!” Llevaba sobre mis hombros angostos, como un embozo, la toalla de Chus, grande, azul y con estrellas. Cogí carrerilla y me tiré al agua como si continuara corriendo por el aire.


“Chus, no te enfades chico, donde las dan las toman”, dije mientras le ayudaba a escurrir la toalla, retorciéndola desde un extremo mientras él sujetaba el otro. El muy cerdo hizo gestos conciliadores y, cuando me halló suficientemente descuidado, descargó la toalla húmeda y retorcida sobre mis espaldas como si se tratara de un látigo, ¡zas! Traté de huir y me persiguió por toda la piscina, dando alaridos de guerra como si fuera Winnetou sediento de venganza.


Más tarde hubo tiempo para reírnos y tomarnos unas cervezas, mientras continuábamos ponderando los atractivos atributos de Conchita Larraz, a quien Josemari había intentado quitarle los pasadores del pelo, por ver si en la pugna, entre risitas sofocadas y chillidos, se le salía por encima del maillot algún interesante encanto, pero no tuvimos suerte.



Oscurecía y refrescaba, así que nos fuimos a los vestuarios a escribir cosas soeces, regando la pared con los chorros de nuestra orina que la cerveza ingerida hacía abundosa. Chus dejó un bastante legible “Conchita puta” y los demás convinimos en que era el amo, el caporal, el maestro, el jerarca, mientras nos vestíamos. Con las últimas luces del día y las primeras farolas de la noche, subíamos abocados a la señorial calle paralela al Paseo y, calmada la agitación festiva y vocinglera de la tarde, me di cuenta de que, por primera vez en toda mi vida, estaba echando un poco de menos a Nines, a quien llevaba casi tres semanas sin ver. Bueno, no es que la extrañara, pero me estaba acordando de ella y me apetecía verla.


 - Pinchi, dejamos las cosas en casa y nos juntamos en “El Arcángel” dentro de veinte minutos a tomar un blanco antes de cenar, ¿vale? Tú invitas.


Les dije que sí para no levantar la liebre, pero decidí pasar antes a ver a Nines. Iría a su casa, aunque allí cenaban temprano e igual los cogía con una fuente de boquerones rebozados en la mesa... Sin haber avisado, a lo mejor no era buena idea presentarme allí. Luego estaba el incordio de que, con lo sentimental que era Nines, igual se ponía pesada y me hacía estar paseando calle arriba, calle abajo, hasta las dos de la mañana, hablando de sus típicas naderías.


No. Era mejor dejarlo para el día siguiente, iría a la pescadería y, como estaría ocupada sirviendo chicharro, quedaríamos a una hora que me viniera bien, eso es. En vez de tomar su bocacalle, seguí por la calle Mayor hacia Puerta Nueva, pero cuando llegaba al portal me ocurrió algo extraño, como una urgencia indefinible localizada en el dorso de la mano, de rozar la suave mejilla de la mocosa. Bueno, ya no tan mocosa, que se ponía más guapa casi cada día que pasaba. Mitad apremio, mitad curiosidad, me entraron unas ganas irrefrenables de ir a verla, pese a lo intempestivo de la hora y tuve que desandar un buen tramo, pues ya estaba en la puerta de mi casa.



No me lo creía, pero estaba corriendo, con un trotecillo perezoso ocasionado por el capricho de ver a quien, hacía unos meses, no sabía cómo perder de vista. Llegué al portal contiguo a “PPP-K2 Rapún” y subí al primer piso, donde volví a dudar, por la evidente impertinencia de mi visita, cuyo atrevimiento se agravaba por lo inoportuno de la hora. Bajé al patio y me llamé idiota, cretino y subnormal en voz alta. De improviso, por una puerta lateral, salió el gigante del sanguinolento mandil de rayas verdes y negras: un escalofrío me hizo dar un salto, pero él me miró sin poner siquiera cara de sorpresa. Ni de ninguna otra cosa:


 - A buenas horas, mangas verdes – dijo – esta mañana se ha cogido la chiquilla el tren de Canfranc, con un berrinche de zollipos que de poco me la convierte toda en moquita. Llevaba dos o tres días queriéndose ir a despedir, mocete, no sé qué le has dau, pero una y otra vez le venía la llantina y se le iban las fuerzas, así que esta mañana la hemos facturau de cara pa Francia, cagüenla, con la falta que me hacía en la pescadería. Pero mi hermana que tié una tienda de quesos y vinos en Lyon, no me callaba: que si en este pueblo no hay porvenir, que si el trabajo ahí, con ella, iba a ser mucho más fino y la zagala se acabaría convirtiendo en una señorita, que si allí se gana mucho más dinero, que yo ya tengo aquí a la mayor, mientras que ella y su marido, un gabachazo con un bigote como la cola de una rabosa, no tienen hijos, que si la moceta allí aprendería francés y tendría ratos libres pa estudiar más cosas, en fin, que si te he visto no me acuerdo, no sé si le veremos más el pelo por aquí, porque con la libertad y los adelantos que hay en ese país, dime tú si querrá aparecer otra vez a pudrirse por estas tierras, cagüenlá, no la hubiera mandau, sino por los favores que le debo a mi hermana: era la mayor y renunció a su parte de la herencia. Llevábamos la pescadería a medias y, cuando yo me casé, ella se marchó a trabajar a Lyon. Por lo visto, le fueron bien las cosas… Esto me ha pillao de improviso, cagüenlá, cómo la voy a echar de menos, no te pienses que sólo en la pescadería, también en casa era mu apañada, y tan cariñosa…


Y con el dorso de la mano se secó un lagrimón del tamaño de una bombilla Osram. Yo tenía un extraño nudo en la garganta, de no estar sobrecogido, hubiera salido corriendo.



 - Ella no es de mucho escribir, porque fue a la escuela poco y mal, que era muy enfermiza, la condenada, con lo hermosa que está ahora. Te ha dejau un papel, porque no ha podido despedise y es que nos habían mandao los billetes, con los transbordos de tren y todo, para hoy, anda que no ha habido que batallar con pasaportes, permisos y hostias. Toma mocé, no sé si te escribirá más, porque a ella no le gusta y dice que no le sale.


Y me tendió un papel gris de estraza, muy recio, doblado en cuatro partes. Todo lo comunicativo y prolijo que había sido su padre, era de lacónico el mensaje de Nines, escrito con letra grande, desmañada y temblorosa:


“Adiós, Teo. Mucha suerte en los estudios y asta siempre, yo no pienso olbidarte nunca.”


No supe por qué cojones, el suelo se abría a mis pies, así que intenté ponerme a salvo y me fui sin despedirme.


“No te tenía que importar”, me decía, mucho más sombrío de lo que me habría figurado, “¿no era lo que tú querías? ¡Pues ya está! No veo por qué te tiene que afectar, so bobo”. Pero me afectaba, tardé tres días en reunir valor para volver a salir de casa.

 

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