sábado, 9 de agosto de 2014

En La Orilla - Rafael Chirbes

El 30 de mayo de este año, el diario El Mundo publicaba un suplemento titulado “Periodismo y Literatura” en el que se proponía una lista comentada de “Las 25 Mejores Novelas Españolas (1989-2014)”. En ella me sorprendieron sobremanera dos constataciones: en primer lugar no había ninguna obra de Eduardo Mendoza (a ver, pensé, ¿qué analphabeto ha regurgidactado esta chufascoria de lista?) Y, en segundo lugar, los puestos uno y tres de semejante hit parade estaban ocupados por un escritor cuya tinta yo nunca había saboreado, ¿qué especie de desatento lector he sido para zascandilear en semejante ignorancia? Como lo oyen, señores, en el puesto número 3 campeaba “Crematorio”, que me sonaba a una serie de televisión reciente, mas esto sí que me lo disculpo, ya que no estoy atento a tales eventos mediáticos. Y en el puesto número uno, ¡tachaaan! “En la orilla” de Rafael Chirbes. Como soy un chico muy disciplinado, me puse con presteza a intentar remediar este enojoso despiste y me procuré este título, un libro abultado, más de 400 páginas, siempre pienso que, si es bueno, mejor que sea largo (como Ana Karenina).

Otro detalle me impulsaba a leerlo, “la voluntad de denuncia” reseñada en el breve comentario de El Mundo, la tipificaba como una novela de contenido social o político y, no obstante, los legítimos propietarios de “la voluntad de denuncia” que se expresan en Cuatro, la Sexta, la SER o El País, no habían precisamente aireado a los cuatro vientos, ni dado mucha cancha a los esfuerzos de este autor en el terreno de las invectivas y filípicas, ¿por qué será? Me preguntaba yo, lo mismo sus acusaciones caen fuera de los cansinos cánones a que nos tienen acostumbrados y me iluminan, de veras, en la comprensión de la marea de inmundicia, corrupción y podredumbre que ha afectado, durante las recientes temporadas, a este baqueteado solar.

Así pues, me acerco al libro y ¿qué me encuentro? Una historia estructurada en tres capítulos, de los cuales, el central, una especie de extensísimo monólogo interior, ocupa casi toda la obra, con el recurrente y obsesivo ir y venir de los pensamientos y recuerdos de Esteban, un pequeño empresario setentón, que acaba de cerrar una carpintería porque, con la crisis, se ha arruinado.

Esteban planea matarse para dejar con un palmo de narices a sus acreedores, a sus asalariados, a sus colegas del café… De todos ellos hace un inventario muy poco elogioso. Compone un elenco en el que focalizar los trending topics de los tiempos recientes: hipocresía, irresponsabilidad, codicia, egoísmo, deslealtad y mentecatez. No se libra ni el lector. Es un libro opresivo y sombrío, donde la luminosidad natural del paisaje levantino aún permite enfocar con mayor claridad y nitidez la hedionda podredumbre del cuadro así enmarcado. La crítica de Van Gaal se resumiría en un “siempre negatifo, nunca positifo” y es que lo que serpentea (en espirales) ante nuestros ojos es un muestrario ético desolador. Comparado con esto, Zola es un guionista de Disney.

Hay tres figuras particularmente salpicadas por la virulencia del relato, bueno, cuatro si contamos al propio Esteban. Uno es el padre, un viejísimo carpintero, de convicciones izquierdistas, ahora atacado de demencia senil, lelo, incontinente y mudo, al que el protagonista, no sólo no le perdona absolutamente nada, sino que lo culpa por activa y por pasiva, con razón y sin ella, de su fracaso vital, emocional, empresarial y, en suma, absoluto. Otra es la novia y amante de juventud, Leonor, cuyo norte es su propia promoción social, lo que le lleva a deshacerse del hijo de ambos, a casarse con un rico heredero y a huir del terruño de Olba, menos mal que ha muerto unos veinte años atrás, si no el ajuste de cuentas hubiera durado cien páginas más. En cuanto a Liliana, la mucama colombiana que atiende a las necesidades domésticas de Esteban y limpia la mierda del pañal de su padre, la mujer que a última hora le enternece y representa un poco el papel de la inocencia y bondad del esforzado inmigrante, resulta que tampoco es trigo limpio, ni muchísimo menos… Puta y camella no son sus peores baldones. Cosas veredes, amigo Sancho.  


La construcción, con su tono insistente, sus continuos flashbacks, la atmósfera opresiva, reiterativa y maniática, creada por las errabundas evocaciones del viejo y desengañado Esteban, no me remite precisamente a escritores tan claros y diáfanos como Galdós o Delibes, con quienes he leído que le comparaban, sino a un género más oblicuo y angustioso, del que disfruté hace unos años leyendo a Thomas Bernhard, polémico escritor austriaco al que, tal vez sea una tontería, pero esta novela me ha recordado, en el fondo y en la forma.

Se trata, desde luego, de un gran libro, aunque si esta es la mejor novela española de los últimos 25 años, no tendré más remedio que comerme los mocos. Sin ir más lejos, en el puesto número 5 aparece “Juegos de la edad tardía” de Luis Landero que, a mi molesto entender, es una competidora algo así como Maradona lo fue de Goicoechea…


“En la orilla” es una novela inundada de feísmo, en la más asentada tradición española y con una férrea voluntad de estilo que recuerda a “Intemperie” de Jesús Carrasco, que a mí, personalmente, me gustó más.

Aunque disfruté del ajuste de cuentas aquí escenificado, que me pareció muy ecuánime en su reparto de leña “urbi et orbi”, a un cuarto del final se me hicieron un tanto tediosos tantos aspavientos, claro que más me aburrí intentando leer el “Ulises” de Joyce y eso habla, más que de la obra, amigos, de mis limitaciones como lector.

El tercer y último capítulo, donde los malos, requetemalos, se regodean de haber capeado la crisis con una palpable limitación de los daños recibidos, es muy sabroso pero, repito, en el conjunto se acumulan aspavientos y más aspavientos. La criatura le sale tan fea, que nadie se reconocerá (avergonzado) en ella. Le falta ternura, misericordia, complicidad, simpatía. Es como una falla horrenda que, al arder, hubiera de exorcizar la culpa colectiva, pero le falta la fuerza que ese ápice de compasión por sus personajes le presta, por ejemplo, al muy ácido Houellebecq.

Aparte de la malevolencia, similar pero más corrosiva que la que se da entre el famoseo de Telecinco, se disfruta la indudable riqueza de un lenguaje que se mueve con precisión y acierto en muchos planos, aunque en el plano oral no me parece provista de un oído tan fino como “El Jarama” de Ferlosio. No sé pues si recomendarla, porque se me ha hecho larga, de todos modos, no creo que mis sugerencias incidieran, positiva o negativamente, en el índice de ventas de “En la orilla”, pues sólo tengo un seguidor y está de vacaciones.

martes, 5 de agosto de 2014

Funestos Reptiles

“No lo hagas, vas a destruirte”. “Nadie quiere ver esos repulsivos bichejos. Tu número de visitas durante el mes de agosto, va a ser de cero, la mitad que en julio”. Así me advierte mi amigo el Resentido, que considera asqueroso todo ser vivo que se arrastra por el suelo (excepción hecha de los espárragos) y, a esa consideración de nauseabundo, añade un pánico cerval cuando se trata de reptiles: “¡La bicha! ¡La bicha! ¡Malaje!” Grita, como si hubiera nacido en la florida Andalucía en lugar de en los áridos suburbios de Lastanosa.

La (incompleta) lámina de reptiles de mi enciclopedia
 
Cuando más aprieta el calor por aquí es en el crepúsculo, fenómeno rarísimo éste, cuya explicación es de orden psicológico: al ver extinguirse el astro rey, nos inunda la esperanza de un levísimo soplo de fresco que haga descender la temperatura por debajo de los 35 grados. La frustración producida por esta ilusoria brisa, cuya incomparecencia registran todos los poros de nuestra piel, hace que sintamos una sofocación adicional, con oleadas de transpiración fétida, asfixia y lipotimia, mientras los mosquitos se aprestan a caer en picado sobre nosotros. Es en ese momento, cuando unas simpáticas salamanquesas se pasean cabeza abajo por los techos y dinteles de mi terraza, imagino que van a cenarse algún mosquito y siento por ellas una indescifrable ternura, como si fueran mis mascotas.

Los ofidios más comunes por aquí
 
Y es que nací el año de la serpiente, según el horóscopo chino, unas lecturas en las que deposité más fe que en los apuntes de Psicología Diferencial de la Universidad Autónoma de Barcelona, por ejemplo, ya que al menos el librito del horóscopo chino, correspondiente a los individuos nacidos en el año de la serpiente (1941-1953-1965-1977-1989…) explica por lo menos rasgos indiscutibles de mi carácter: sinuoso, frío, poco afectivo… y mi innegable simpatía por saurios, quelonios, ofidios y cocodrilianos, o comoquiera que tengan a bien los naturalistas de nuestros días en clasificarlos, pues aquéllos son los términos que aprendí yo en la escuela a la que me tocó ir, verbalista y libresca, no como la de ahora en la que, en lugar de semejantes chorradas escolásticas, los niños aprenden a convivir con los reptiles, a respetar sus diferencias y a reciclarlos si tal extremo fuera oportuno.

Manifiesto de carga del arca de Noé
No acierto a comprender cómo, entre las preciosas láminas de mi vieja enciclopedia, sólo hay una de reptiles, donde faltan todas las tortugas (llegarían tarde) y todas las serpientes, ¡igual los editores compartían el asco de mi amigo el Resentido! Lagarto, lagarto.
 
Adiós amigossss
 
 

domingo, 3 de agosto de 2014

La Espuma De Los Días - Michel Gondry

Boris Vian es uno de mis escritores preferidos. Leí varias de sus novelas y relatos siendo muy joven y “El otoño en Pekín”, “La hierba roja” y “La espuma de los días” forman parte de los placeres de lectura que me dispenso cada cuatro o cinco temporadas. Por otra parte, Michel Gondry me parece un cineasta original e interesante, que me ha deparado sorpresas tan placenteras como “¡Olvídate de mí!” o “La ciencia del sueño”. El año pasado chocaron en el firmamento estas dos estrellas y ¿qué resultó? Pues una película que no han podido ver mis cansados ojos hasta hace poco y a la que le tenía unas ganas locas. Algo así como la impaciencia ante la noche de bodas.

No sé si “La espuma de los días (L’écume des jours)”, dirigida por Michel Gondry, estaba destinada a ser una película minoritaria o a pasar desapercibida, pero así ha ocurrido, en nuestro país al menos… Siendo, como era de esperar, singular y atrayente, hay algo en ella que no acaba de funcionar. ¿Es una obra difícil de entender? No hay nada que entender: es como la vida misma, un tanto divertida y emocionante al principio y luego absurda y dramática.

Cartel
¿Cuál ha sido el problema, pues? Está interpretada por la plana mayor de lo mejorcito del cine francés (que es mucho decir), está basada en un “libreto” de campanillas (la novela de Vian) y dirigida con unos recursos y una imaginación desbordantes… Y, sin embargo, no acaba de convencer, no impacta, no emociona, al menos, no en la medida de los ingredientes que se han utilizado para cocinar este extraño y difícil plato. Trataré de analizar y desentrañar qué me ha gustado en la película (muchas cosas) y qué era lo que me chirriaba (muchas cosas, también). Es difícil, porque en algunos aspectos de “La espuma de los días” andan aciertos y errores muy entreverados.

Para empezar el guion es muy muy fiel al libro. Los aconteceres en la película calcan minuciosamente lo narrado en la novela, con una salvedad: el tono. En la obra literaria todo es más surrealista, frívolo, iconoclasta e informal (y tiene mayor erotismo). Este contexto, al desequilibrarse hacia la hecatombe final, hace que resalte más el aspecto trágico y desgarrador de los otrora simpáticos destinos de los protagonistas. La película, que visualmente es excepcional, que monta un espectáculo impactante en cada secuencia, no acaba sin embargo de salir de un ritmo cansino, en el que los actores parecen proceder de forma rutinaria y profesional, sin destilar excesiva chispa ni emoción. Es como si no “se creyeran” la historia. Una historia de la que el propio autor, Boris Vian, escribe, a modo de prefacio:

“En la vida, lo esencial es formular juicios a priori sobre todas las cosas. En efecto, parece ser que las masas están equivocadas y que los individuos tienen siempre razón. Es menester guardarse de deducir de esto normas de conducta: no tienen por qué ser formuladas para ser observadas. En realidad, sólo existen dos cosas importantes: el amor, en todas sus formas, con mujeres hermosas, y la música de Nueva Orleans o de Duke Ellington. Todo lo demás debería desaparecer porque lo demás es feo, y toda la fuerza de las páginas de demostración que siguen procede del hecho de que la historia es enteramente verdadera, ya que me la he inventado yo de cabo a rabo. Su realización material propiamente dicha consiste, en esencia, en una proyección de la realidad, en una atmósfera oblicua y recalentada, sobre un plano de referencia irregularmente ondulado y que presenta una distorsión.”

Anda, lleva esto al cine, majete. La historia, como es muy frecuente en Vian, gira en torno a unas dobles parejas: Colin y Chloé, los enamorados protagonistas, y Alise y Chick, amigos de aquéllos. Se añaden unos descacharrantes secundarios, entre los que destacan el insigne cocinero Nicolás y el intelectual Jean-Sol Partre, personaje que Vian utiliza para mofarse a gusto del consagradísimo Jean-Paul Sartre a quien, precisamente, no parece admirar. Está muy bien recogido en la película todo lo relativo a Jean-Sol Partre, un filósofo mediático y “comprometido”, cuyas “nauseabundas” chucherías intelectuales Vian ridiculiza hasta el éxtasis.

Partre
Partre es además uno de los desencadenantes del final funesto de la obra, ya que Chick, el coprotagonista, interpretado por el muy polivalente Gad Elmaleh, siente una admiración tan reverente por el intelectual, que se arruina adquiriendo todo aquello que tiene relación con él, desde libros en ediciones imposibles, artículos manuscritos, bustos… hasta unos pantalones. Finalmente, su novia Alise tomará una decisión trágica. En cuanto a la pareja protagonista, Colin es guapo, rico y divertido y se casa con Chloé que es bella, sensible, joven e inteligente, pero ay, la dulce Chloé contraerá una extrañísima enfermedad que, no sólo se apoderará de ella, sino también de su entorno, de la casa, de la vida de los que la rodean… Esto Gondry lo refleja magníficamente en una película que comienza con un colorido vivo y cálido y acaba ¡en blanco y negro! Y en la que todo termina pareciendo un poco excesivo, aunque esté impregnado de una estética retrofuturista encantadora. Los efectos visuales saturan la percepción: aquellos que son artesanales molan porque son inventivos, pero hay unos cuantos efectos digitales de chichinabo (en el baile, en la pista de patinaje…) que devalúan el conjunto.

Otro tanto pasa con la banda sonora: hay una música original, de fondo, decente (¡en la que toca el bajo Paul McCartney!) Cuando se añade jazz clásico (del que Vian era incondicional), la cosa sigue funcionando, pero insertan unas cuantas cancioncillas que, sin ser malas, estarían mejor acompañando el episodio piloto de alguna serie norteamericana, aquí “no pegan”.

Chloé, en una ilustración

Y lo que tampoco me ha parecido que pegara mucho es el reparto: particularmente no veo a Audrey Tautou en el papel de la joven y virginal Chloé, aunque no deja de ser atractiva, es algo mayorcita y, tanto su aspecto y expresión, como sus recursos interpretativos, creo que no se adaptan al personaje imaginado por Vian. También está desacertada la elección de Omar Sy (Intocable), que es un tipo muy simpático, para el papel del estirado y redicho cocinero Nicolás. La humanización del ratón gris de los bigotes negros suma otro desacierto… Entonces, ¿qué estoy haciendo? ¿Recomendar la película o no recomendarla? Aquí caeré en el tópico: es mejor leer el libro y, si te gusta mucho muchísimo, como a mí, no dejarás de encontrar luego, en la película, algunas transcripciones e invenciones muy interesantes, junto a otras que, siendo más fallidas, no son como para tirar de la cadena. Por cierto, la historia finge irse escribiendo, en tiempo real, por unas mecanógrafas en una cadena de montaje. Algo muy inquietante.

Romántico fotograma
Por otra parte, si a ti el absurdo en la narración, lo surrealista digamos, te va como a mí la Fórmula 1, es decir, cero punto cero, ni te acerques a “La espuma de los días”. Estás avisado.   

jueves, 31 de julio de 2014

Castillo Del Insomnio

Hace un par de días di por terminada mi estancia vacacional en el Pirineo y regresé a mi pueblo.  Como mecanismo de defensa, la memoria diluye con rapidez los malos recuerdos y yo ya me había olvidado del calor que hace en estos lagartales del llano. No es que este verano sea particularmente exagerado, de momento, pero hay que ver cómo aprieta Lorenzo (“el Sol se llama Lorenzo / y la Luna Catalina…”). No hace mucho, oí decir a un agricultor de los Monegros: “Qué calentamiento global ni qué niño muerto, aquí toda la vida nos hemos asao de calor en verano”. Pues eso.

 
Con el calor llega el mal dormir y el insomnio provocado por el aire sofocante que no renuevan las ventanas abiertas. Las sábanas se empapan de sudor y las horas pasan muy lentas. En estas, me levanto porque recuerdo haber escrito un poema, un soneto, sobre las interminables horas de insomnio y se me ha ocurrido publicarlo para matar el rato. Lo encuentro y es una fantasía delirante que va bien como alucinación producida por la canícula:

 CASTILLO DEL INSOMNIO

 Podrás no ignorar nada de murallas,
castillo de mi ensueño, con almenas
cinceladas de grueso vidrio y penas,
con guardianes de añil cota de mallas.

  Podrás, torre de cúpulas obscenas,
no temer la traición de los canallas
y, al toque de un clarín, tener agallas
y triunfar, cercenando mil cadenas.

  Firmamento soñado, ponte rojo,
miremos a poniente de reojo,
contemos el botín, salga la luna.

  Castillo en la vigilia mal resuelto,
cobarde fui sitiado, yo que he vuelto,
qué insomnio pertinaz y aún no es la una.

 
 Un grandísimo poeta de Madrid, poco apreciado por la hemipléjica memoria histórica propia de nuestros días, escribió, en los primeros años de la posguerra española, un poema sobre el insomnio que, este sí, merece recordarse de veras (hay que ver lo que ha crecido la población, en general, y la de insomnes, en particular).

 
INSOMNIO

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar a los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como el perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?

(Dámaso Alonso. En “Hijos de la ira”, 1944).
 
 
 

lunes, 21 de julio de 2014

La Realización Del Ser Humano

Una de las más enojosas tareas encomendadas al ser humano es la de realizarse, la de alcanzar el cumplimiento de unos fines o de unos objetivos durante su azarosa existencia. Uno tendería de natural a tumbarse al sol y rascarse ciertas partes de su anatomía, como hace, pongamos por ejemplo, un gato. Pero no señor: fuerzas sobrenaturales, si uno cree en ellas, y exigencias culturales y sociales lo atosigan a uno con ese ansia equívoca y, a la postre, aniquiladora que es realizarse.

Dejaré de lado tanto la concepción religiosa que no me interesa, como las concepciones vulgares en mi ámbito histórico y socioeconómico, desde las del triunfo, ser el número uno, alcanzar el éxito, el afán de superación, no ser un perdedor… hasta las de andar montado en el dólar, tanto ganas, tanto vales y similares, finalizando con la más obvia y tontorrona de todas: sé tú mismo (no tienes más remedio que ser tú mismo, lo cual, a veces, es devastador).

 
Cuando empecé a estudiar filosofía (porque era materia obligatoria), un profesor de esos que un adolescente tiene, a veces, la suerte de toparse, entre otras muchísimas martingalas, nos dio a conocer una sencillísima receta que, ahora mismo, he olvidado a quién se atribuye, tal vez al poeta cubano José Martí o al profeta Mahoma. Me inclino más por este último, que urdió una religión entera a base de sencillas recetas: no comes jamón y el dios que ha tenido la ocurrencia de prohibírtelo, se pone orgulloso con tu conducta, ya te digo.

Bueno pues, según Mahoma o algún otro iluminado, un hombre, para realizarse, tiene que tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. A la que haces estas tres cosas, ya te puedes morir en paz porque has cumplido lo que de ti, como ser humano, se esperaba. Las bondades de plantar un árbol parecen indiscutibles, al menos, en la cultura en la que estamos inmersos. Las de tener un hijo que puede ser un desastre (y en plena explosión demográfica) o escribir un libro, habiendo tantos que nadie lee, ya son más discutibles, pero al menos esta concepción marca un camino, ya que los bípedos implumes venimos al mundo sin manual de instrucciones. Otros bichejos traen las normas que regirán su existencia marcadas en su código genético y además, si fracasan, nadie se llevará las manos a la cabeza. Justo a nosotros tenía que tocarnos esta indefinición en nuestra existencia: no me extraña que haya tantos nacionalistas radicales, tantos fanáticos religiosos, tantos pirados de la gastronomía, tantos hinchas violentos y tantos acaparadores insolidarios.

Porque lo que ocurre es que los objetivos mínimos de realización humana son exigentes y complejos. No sólo es plantar un árbol: hay que regarlo, cuidarlo, podarlo y tardas un montón de años en verlo fructificar, encontrarlo lo bastante frondoso como para cobijarte en su sombra, o tenerlo listo para la sierra que lo convertirá en muebles de diseño. Lo del hijo es aún más difícil, criar es una tarea tan sacrificada como desalentadora. Y ya no te digo nada de haber escrito un libro, sudando tinta durante interminables horas, e ir a llamar a la puerta de editor tras editor, que te dan con ella en las narices.

Es por esto que, apiadado de nuestro cruel destino y teniendo en cuenta los ideales democráticos por los que todos tenemos derecho al máximo resultado sin esfuerzo, propongo, para quien quiera servirse de ella, una receta de realización humana mucho más sencilla y menos exigente que, a no dudar, confortará muchos espíritus pusilánimes como ha hecho con el mío: para cumplir la labor de un hombre solo es necesario

ESCRIBIR UN ÁRBOL,

 
TENER UN LIBRO

Y PLANTAR UN HIJO.

Si así se hace la vida más sencilla, disfrutémosla ajenos a cualquier otra preocupación.
 
De nada.
 

domingo, 20 de julio de 2014

El Solitario Que Hacía Mi Madre

Durante muchos años me fue dado contemplar a mi madre (ya fallecida) en la mesa camilla de un exiguo cuarto de estar, haciendo una y otra vez el mismo solitario. Eran los tiempos anteriores a la televisión y las masas nos entreteníamos con la radio, sustrayendo parte de nuestra atención a la hipnosis que provocan las pantallas. En las largas tardes de invierno, se dedicaba a estas dos tareas propias de Penélope: o hacer punto, o hacer y deshacer infatigablemente este solitario, que voy a traer aquí porque me ha parecido que no es de los más populares.

Ahora yo, con la vista muy dañada y en espera de una operación, encuentro que me fatiga leer, escribir o ver pantallas y, como si se tratara de una de esas tradiciones que pasan de padres a hijos, rememoro este inocente (y eficaz) pasatiempo, mientras escucho música, vapeo y aguanto como puedo el calor.

Aunque parecerá un poco enrevesado y farragoso cuando lo cuente, su realización tiene una dinámica muy sencilla. Me he acordado de Julio Cortázar y de sus “instrucciones para subir una escalera”. Pues eso.
 
Una vez bien barajado el mazo de 40 cartas de una baraja española, colocas las cuatro primeras, verticales y separadas frente a ti. Luego haces un pequeño mazo de diez cartas cubiertas (y desconocidas) que colocas, horizontal, a la derecha de las cuatro anteriores. Añades encima de él, una carta descubierta y sacas otra que colocas en la parte superior de todo el tinglado. Esta última carta es muy importante, porque determina el número por el que comenzará a ordenarse cada palo, en orden creciente. Por ejemplo, si es un siete, como en la fotografía, será 7, sota, caballo, rey, as, 2, 3, 4, 5 y 6.
 

Si consigues llegar a tener las 40 cartas así ordenadas por palos, el solitario te habrá salido, lo cual no es coser y cantar. Mi experiencia dice que se consigue una de cada cuatro o cinco veces, pero el azar es muy puñetero, lo mismo te sale tres veces seguidas que te pasas toda una tarde profiriendo feas maldiciones, tras veinte infructuosos intentos.
 
 
Con las restantes cartas, las que no has esparcido en la mesa, te queda un mazo principal, para irlas pasando de tres en tres, que al comienzo cuenta con 24 cartas. Conforme las utilices, te irán quedando menos.
 

Las cuatro cartas que has descubierto primero, marcan cuatro columnas donde puedes ir poniendo cartas en escalera, en orden descendente, sin que nunca puedas poner dos del mismo palo seguidas. Estas cartas las obtendrás, tanto del mazo principal (al irlas sacando de tres en tres), como del mazo de cartas desconocidas de la derecha, donde siempre tendrás una descubierta: cuando “coloques” la del principio, descubres la siguiente, y la siguiente, de una en una, hasta terminar con el mazo de 10, cosa que conviene hacer cuanto antes, pues alguna carta de primordial importancia para completar el solitario puede yacer ahí, sepultada al fondo o casi.
 

Si consigues liberar de todas sus cartas una de las cuatro columnas, tendrás una casilla para especular, poniendo allí, a tu conveniencia, una de las del mazo de la derecha, una de las del mazo principal o una de las ya ordenadas en palos que, cuando están arriba, pueden reingresar en las columnas a conveniencia, para servir de apoyo a otras cartas. Las que están en las columnas se mueven y combinan en escalera, de una en una, hasta que van a parar arriba, a los montones ordenados por palos.
 

La mecánica es muy simple: una vez esparcidas las dieciséis cartas en la mesa, sabes por qué número comienzas: esas son las primeras que tienes que buscar y disponer. Vas pasando las del mazo principal de tres en tres, sin desordenarlas ni barajarlas nunca y vas extrayendo, tanto del mazo de la derecha cuando puedas, como del principal cuando te vayan saliendo, las cartas que interesen, bien para poner en escalera en las cuatro columnas, bien para situar encima los palos ordenados en cuatro montones: oros, copas, espadas y bastos.
 

Con las del mazo principal, puedes dar todas las pasadas que quieras, sin desordenarlo, puedes ver las tres, pero sólo está a tu disposición para utilizarla, la tercera, la sexta, la novena… cuando extraigas una, en la siguiente pasada te saldrán distintas y, el saber cuáles te van a salir a la próxima pasada te permite un importante margen de estrategia.
 

Es entretenido. Más fácil si empiezas por reyes o ases, más difícil si te toca empezar por doses, treses o cuatros… Y es adictivo hasta lo enfermizo: una buena manera de matar el tiempo esperando a la Parca.
 









 
 

viernes, 18 de julio de 2014

Collado Y Lago De Basibé. Valle De Benasque

Desde hace la friolera de treinta años subo, durante la primera quincena de julio, a pasar unos días al valle de Benasque. Allí finjo que juego al ajedrez en un torneo que, este año, celebraba su trigésimo cuarta edición, un “Open Internacional” en el que mis resultados hasta hace algunas temporadas eran discretos y, en los últimos veranos, lo siguiente por debajo.

Viejo mapa de la zona del Ampriú (sin la pista)
 
Pero ese no es el quid de la cuestión, o el target, como se dice ahora: se trata más bien de descansar, relajarme, desconectar de los ambientes y preocupaciones habituales, reencontrarme con algunos buenos amigos y disfrutar de unos paisajes inigualables, grandiosos o, por lo menos, muy acordes con el concepto de belleza y majestuosidad que a mi exigua percepción se alcanza. Vale, vamos a dejarlo en muy bonitos.

El pequeño ibón visto desde el collado de Basibé
 
Últimamente, los paseos y excursiones que puedo emprender, son aptos para cualquier tipo de disminuidos físicos o sensoriales (no diré cuál es mi caso) y, entre todos ellos, uno de los más gratos y asequibles es el que me lleva, año tras año a mi cita con el collado y el pequeño ibón de Basibé.

Ibón de Basibé
 
Uno llega en coche al devastado llano del Ampriú, con sus, en pleno verano, desangeladas instalaciones para el solaz de los esquiadores y, a mano izquierda del edificio principal, toma una pista de servicio de los remontes. Sé que se puede subir por un sendero a la orilla del torrente y tal vez sea más agradable y entretenido. La pista es empinada y, en unas pocas lazadas, gana altura para decidirse a enfilar, en dirección al Este, hasta el collado de Basibé (2277 m.) que se gana en no más de hora y cuarto de cómoda ascensión (si se me permite el oxímoron). Desde lo alto, contemplamos los amplísimos pastos del vecino valle de Castanesa hasta que, como quien dice a nuestros pies, nos llama la atención una curiosa lágrima verdiazul, ¡tate, el laguito! Al que en los Pirineos le dicen ibón (o estany), en este caso, ibón de Basibé, una especie de diminuto abrevadero de poco más de una hectárea de superficie, donde chapotean y se refrescan caballos, vacas y quizá otros cuadrúpedos de mayor pedigrí.

Caballos paciendo sobre el collado
 
He tirado de teleobjetivo. Nunca he bajado los cincuenta o sesenta metros de desnivel que llevan a su orilla. Habiendo tanto ganado, los tábanos deben ser numerosos y grandes como estorninos. Así pues, en la soleada loma que lo domina, me ha tocado refrescarme con la cantimplora, bajo la desconfiada mirada de otros caballos que por allí pacían.

El ibón es más misterioso en un día nublado

Impresionante vista del collado bajo el nubarrón
 
Al regresar vemos el pico de Cerler, un pico que domina Benasque y, visto desde esta villa, es un triangulito como las montañas que dibujan los niños en los cuadernos; desde Basibé, en cambio, lo oteamos, desde una altura que es casi la de su cima, como un cono rechoncho de faldas algo áridas en la solana.

Aspecto del lago en un día soleado


Aproximo con un teleobjetivo los caballos abrevando
 
Volvemos a la llanura y aparcamiento del Ampriú en busca de una Pepsi-Cola, por la (ahora sí) cómoda pista de bajada. Una excursión muy sencilla (que rima con maravilla). Nos han silbado unas marmotas como antes los albañiles silbaban a las chicas guapas (ahora no lo hacen, en parte porque, debido a la crisis, apenas se trabaja en la construcción y, en parte, por temor a la incorrección política y sus secuelas).
 
El pico de Cerler desde el collado

¿Hay alguien en la cima?