sábado, 9 de agosto de 2014

En La Orilla - Rafael Chirbes

El 30 de mayo de este año, el diario El Mundo publicaba un suplemento titulado “Periodismo y Literatura” en el que se proponía una lista comentada de “Las 25 Mejores Novelas Españolas (1989-2014)”. En ella me sorprendieron sobremanera dos constataciones: en primer lugar no había ninguna obra de Eduardo Mendoza (a ver, pensé, ¿qué analphabeto ha regurgidactado esta chufascoria de lista?) Y, en segundo lugar, los puestos uno y tres de semejante hit parade estaban ocupados por un escritor cuya tinta yo nunca había saboreado, ¿qué especie de desatento lector he sido para zascandilear en semejante ignorancia? Como lo oyen, señores, en el puesto número 3 campeaba “Crematorio”, que me sonaba a una serie de televisión reciente, mas esto sí que me lo disculpo, ya que no estoy atento a tales eventos mediáticos. Y en el puesto número uno, ¡tachaaan! “En la orilla” de Rafael Chirbes. Como soy un chico muy disciplinado, me puse con presteza a intentar remediar este enojoso despiste y me procuré este título, un libro abultado, más de 400 páginas, siempre pienso que, si es bueno, mejor que sea largo (como Ana Karenina).

Otro detalle me impulsaba a leerlo, “la voluntad de denuncia” reseñada en el breve comentario de El Mundo, la tipificaba como una novela de contenido social o político y, no obstante, los legítimos propietarios de “la voluntad de denuncia” que se expresan en Cuatro, la Sexta, la SER o El País, no habían precisamente aireado a los cuatro vientos, ni dado mucha cancha a los esfuerzos de este autor en el terreno de las invectivas y filípicas, ¿por qué será? Me preguntaba yo, lo mismo sus acusaciones caen fuera de los cansinos cánones a que nos tienen acostumbrados y me iluminan, de veras, en la comprensión de la marea de inmundicia, corrupción y podredumbre que ha afectado, durante las recientes temporadas, a este baqueteado solar.

Así pues, me acerco al libro y ¿qué me encuentro? Una historia estructurada en tres capítulos, de los cuales, el central, una especie de extensísimo monólogo interior, ocupa casi toda la obra, con el recurrente y obsesivo ir y venir de los pensamientos y recuerdos de Esteban, un pequeño empresario setentón, que acaba de cerrar una carpintería porque, con la crisis, se ha arruinado.

Esteban planea matarse para dejar con un palmo de narices a sus acreedores, a sus asalariados, a sus colegas del café… De todos ellos hace un inventario muy poco elogioso. Compone un elenco en el que focalizar los trending topics de los tiempos recientes: hipocresía, irresponsabilidad, codicia, egoísmo, deslealtad y mentecatez. No se libra ni el lector. Es un libro opresivo y sombrío, donde la luminosidad natural del paisaje levantino aún permite enfocar con mayor claridad y nitidez la hedionda podredumbre del cuadro así enmarcado. La crítica de Van Gaal se resumiría en un “siempre negatifo, nunca positifo” y es que lo que serpentea (en espirales) ante nuestros ojos es un muestrario ético desolador. Comparado con esto, Zola es un guionista de Disney.

Hay tres figuras particularmente salpicadas por la virulencia del relato, bueno, cuatro si contamos al propio Esteban. Uno es el padre, un viejísimo carpintero, de convicciones izquierdistas, ahora atacado de demencia senil, lelo, incontinente y mudo, al que el protagonista, no sólo no le perdona absolutamente nada, sino que lo culpa por activa y por pasiva, con razón y sin ella, de su fracaso vital, emocional, empresarial y, en suma, absoluto. Otra es la novia y amante de juventud, Leonor, cuyo norte es su propia promoción social, lo que le lleva a deshacerse del hijo de ambos, a casarse con un rico heredero y a huir del terruño de Olba, menos mal que ha muerto unos veinte años atrás, si no el ajuste de cuentas hubiera durado cien páginas más. En cuanto a Liliana, la mucama colombiana que atiende a las necesidades domésticas de Esteban y limpia la mierda del pañal de su padre, la mujer que a última hora le enternece y representa un poco el papel de la inocencia y bondad del esforzado inmigrante, resulta que tampoco es trigo limpio, ni muchísimo menos… Puta y camella no son sus peores baldones. Cosas veredes, amigo Sancho.  


La construcción, con su tono insistente, sus continuos flashbacks, la atmósfera opresiva, reiterativa y maniática, creada por las errabundas evocaciones del viejo y desengañado Esteban, no me remite precisamente a escritores tan claros y diáfanos como Galdós o Delibes, con quienes he leído que le comparaban, sino a un género más oblicuo y angustioso, del que disfruté hace unos años leyendo a Thomas Bernhard, polémico escritor austriaco al que, tal vez sea una tontería, pero esta novela me ha recordado, en el fondo y en la forma.

Se trata, desde luego, de un gran libro, aunque si esta es la mejor novela española de los últimos 25 años, no tendré más remedio que comerme los mocos. Sin ir más lejos, en el puesto número 5 aparece “Juegos de la edad tardía” de Luis Landero que, a mi molesto entender, es una competidora algo así como Maradona lo fue de Goicoechea…


“En la orilla” es una novela inundada de feísmo, en la más asentada tradición española y con una férrea voluntad de estilo que recuerda a “Intemperie” de Jesús Carrasco, que a mí, personalmente, me gustó más.

Aunque disfruté del ajuste de cuentas aquí escenificado, que me pareció muy ecuánime en su reparto de leña “urbi et orbi”, a un cuarto del final se me hicieron un tanto tediosos tantos aspavientos, claro que más me aburrí intentando leer el “Ulises” de Joyce y eso habla, más que de la obra, amigos, de mis limitaciones como lector.

El tercer y último capítulo, donde los malos, requetemalos, se regodean de haber capeado la crisis con una palpable limitación de los daños recibidos, es muy sabroso pero, repito, en el conjunto se acumulan aspavientos y más aspavientos. La criatura le sale tan fea, que nadie se reconocerá (avergonzado) en ella. Le falta ternura, misericordia, complicidad, simpatía. Es como una falla horrenda que, al arder, hubiera de exorcizar la culpa colectiva, pero le falta la fuerza que ese ápice de compasión por sus personajes le presta, por ejemplo, al muy ácido Houellebecq.

Aparte de la malevolencia, similar pero más corrosiva que la que se da entre el famoseo de Telecinco, se disfruta la indudable riqueza de un lenguaje que se mueve con precisión y acierto en muchos planos, aunque en el plano oral no me parece provista de un oído tan fino como “El Jarama” de Ferlosio. No sé pues si recomendarla, porque se me ha hecho larga, de todos modos, no creo que mis sugerencias incidieran, positiva o negativamente, en el índice de ventas de “En la orilla”, pues sólo tengo un seguidor y está de vacaciones.

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