viernes, 21 de junio de 2013

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 06

Mi padre futuro, un vivillo sin suerte, contaba con heredar de su suegro, así que éste palmara o se jubilara, la cómoda y segura plaza de sepulturero. Se debía de decir para sus adentros: “Si me caso con Anacleta, mi suegro se preocupará de dejarle con qué comer, pues yo no tengo oficio ni beneficio. Lo más seguro es que me recomiende al obispo para que me dejen quedarme a cargo del cementerio. Qué joder. Dos o tres entierros a la semana son bien poco trabajo y, si dan para vivir, no creo que me resulte tan deprimente”.

¿Estaría mi padre enamorado de mi futura madre o se trató de un casorio por interés? Lo primero, sencillamente, no puedo creerlo y menos a juzgar por el posterior desarrollo de su relación, en cuanto a lo segundo, le salió el tiro por la culata. La recomendación de mi abuelo Jeremías fue apasionada y poderosa, pero no tanto como para hacer que el señor obispo no se informara de quién era el aspirante, y he aquí lo que descubrió: que se trataba de un tipo llamado Emeterio Gómez Suela, que había llegado a Jaca hacía cuatro meses y medio, nadie sabía de dónde ni a qué, que se había casado con la joven Anacleta Quino Magallón, hija legítima del sepulturero del municipio, enterrador y encargado del mantenimiento del cementerio, Jeremías Quino Perante, viudo y con tres hijos más, varones, mayores y cabezas de familia, los cuales se opusieron con aspereza al matrimonio de Anacleta con el forastero, matrimonio que se celebró de todas maneras, el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, del año 1944. Que el tal Emeterio, lejos de ser piadoso, pisaba muy raras veces una iglesia (y todas ellas habían sido con motivo de su boda). Que por tanto no cumplía el precepto dominical, nadie le había escuchado en confesión ni se le había visto comulgar, ni en la catedral ni en parroquia alguna.

 
Desconocedor del rito católico, único verdadero en aquella época, y de las funciones de enterrador, sepulturero o cualesquiera similares, lo que acabó de hundir al candidato, fueron las nuevas que llegaron a oídos del señor obispo, acerca de las cotidianas peregrinaciones de Emeterio por los numerosos bares de la ciudad, en las que se entregaba a infatigables libaciones, trasegando enormes cantidades de vino blanco, tinto y clarete, así como innumerables cañas de cerveza y, si conseguía con artes de camandulero que le ampliaran el crédito o que le invitaran, vermut de garrafa o Anís Del Mono. A propósito de éste último, siempre hacía el mismo chiste: “¿Quieres que guardemos la etiqueta pa cuando te hagas el carné de identidad?” Era bienhumorado pues, mas era notoria la circunstancia de que, hallándose enajenado por los vapores etílicos, daba en blasfemar, entonar canciones soeces, jactarse de ser rojo anarquista, para llegar invariablemente a exponer que era su obligación inexcusable como revolucionario de ideas avanzadas, capar a los curas y follarse a las monjas. Aunque, si iba muy borracho o encendido, se trafucaba y hablaba de capar a las monjas y follarse a los curas. En este punto los guardias civiles solían retirar al orador de la palestra y llevarlo a pasar la noche al cuartelillo, cosa que a mi futuro padre le venía muy bien, pues hasta que se casó no tuvo que pagar pensión y, por otra parte, hizo muy buenas amistades entre los números de la Guardia Civil, a quienes aleccionaba en el dificilísimo arte de hacer trampas jugando al dominó, en partidas que duraban buena parte de la noche y en las que obtenía las ganancias para seguir bebiendo al día siguiente.

 
Con estos precedentes no es de extrañar que el señor obispo dijera al bueno del abuelo Jeremías que se pusiera al yerno en conserva. Pero tanto porfió en rogar el buen viejo que obtuvo, a cambio, el puesto de mujer de faenas en el palacio episcopal para su hija Anacleta. De las faenas domésticas que mi madre hacía, en el palacio del señor obispo y en otras muy principales casas de la ciudad de Jaca, vivió mi familia, desde que jubilaron al abuelo Jeremías y pusieron de sepulturero a un excombatiente jorobado que era sobrino del obispo de San Sebastián, o tal vez hijo de su barragana, como decían las malas lenguas.

Mi madre logró sacar adelante, fregando con vocacional tesón, a una familia compuesta de un anciano improvidente, un marido improductivo y dos hijos, que vinieron al mundo sin pan ni nada debajo del brazo; uno de ellos primogénito y querido, al año escaso del matrimonio; el otro, fruto de un descuido imperdonable, seis años más tarde. De nada le valieron a mi madre las burdas triquiñuelas al uso, que urdió con una voluminosa pera hueca de goma unida a un tubo rígido, con la aspiración de abortar a su segundo hijo: en el único acto de fuerza de voluntad obstinada que se me recuerda, vine al mundo contra viento y marea, una destemplada y nubosa mañana de febrero del año de gracia y desgracias de 1952, en la pequeña ciudad episcopal, y me bautizaron con el poco premonitorio nombre de Teófilo, desafortunado lance, porque abandoné mis creencias religiosas en el umbral de los once años, leyendo, en el retrete del instituto, el diálogo entre un sacerdote y un moribundo del divino marqués de Sade, libro prohibidísimo entonces y que no sé de donde saqué ni dónde lo tengo ahora.
 

1 comentario:

  1. Noto ciertas influencias de George RR Martin en estos textos. Principalmente porque a cada capítulo que pasa quedan menos títeres con cabeza...

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