jueves, 12 de diciembre de 2013

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 17

10.                        UN LARGO VIAJE EN TREN

Serafín observó cómo a través de la ventanilla se deslizaba la estación y después los sucios arrabales de Zaragoza. La suerte estaba echada, que el Señor, en su infinita Misericordia y Bondad, se apiadase de su alma atormentada, de su convulso espíritu. La estameña del hábito, humedecida debido al sudor provocado por el calor mortífero, y sirviéndose del filo inmisericorde que remataba los crueles travesaños de los bancos, en el atestado vagón de tercera clase, estaba acuchillando su trasero. Pronto volverían a atormentarle las hemorroides con las que el Señor le obsequiaba para ayudarle a tener presente Su dolorosa Pasión y Muerte.

No se había bajado a enlazar con el tren hacia Jaca. Había continuado su viaje en el mismo convoy y, en este momento, su destino era Barcelona, la Ciudad Condal, la moderna y afamada nueva Babilonia, donde su alma iba a correr inéditos e inimaginables peligros, debidos al magnetismo que en la gran urbe tenían todo tipo de vicios y pecados, incluidos los capitales, con gran preponderancia, Dios le guardase, de la lujuria.

 
Si es que no había caído ya en las garras del maligno. Por lo pronto había desobedecido al padre Mamilano, al viejo abad que lo había expulsado del convento y cuya senectud no le impidió acompañarle hasta el tren, para asegurarse de su partida. Las instrucciones del severo carcamal habían sido muy precisas:

 - Toma, catástrofe con patas, aquí tienes el billete, no lo pierdas, tendrás que hacer transbordo en Zaragoza. Seguramente será necesario incluso cambiar de estación y coger el tren de Canfranc que va hasta Jaca. Pregunta al revisor antes de llegar a Zaragoza. Él te dirá la mejor manera de enlazar con el otro tren. Aquí tienes cincuenta pesetas por si te alcanzara algún percance. Ya le he escrito una carta a tu tío el obispo, explicándole las circunstancias que aconsejan tu exclusión del monasterio y, dado que aún no habías pronunciado los votos, tu retorno al estado seglar. Espero que él tenga más suerte que yo y consiga sanar tu espíritu endemoniado. Adiós criatura.

 - Con los debidos respetos, padre Mamilano, santidad, no son demonios, sino ángeles y beatos los que se muestran y arrebatan mi alma. En cuanto a los votos, los he pronunciado, en el íntimo secreto de mi…

 
Las últimas palabras de Serafín se perdieron en el viento y en los chirridos que hizo el convoy al arrancar. Pasó una larga tarde y la noche entera en duermevela, mecido por el perezoso traqueteo del tren que bajó lánguidamente de los fríos páramos al valle, en el que se internó cuando amanecía. A media mañana llegaron a Zaragoza, la temperatura había subido más de veinticinco grados dentro del vagón, que se había convertido en una sartén, pero Serafín había decidido continuar su viaje y no bajó al andén. Atardecía cuando el tren, dejando atrás Caspe, se internó por un terreno escabroso donde los túneles se sucedían casi sin interrupción. En la estación de Caspe había bajado a dispensarse un refrigerio y en la cantina tomó de una bandeja un bocadillo de tortilla de berenjenas, rancio y salado, que la buena cantinera declinó cobrarle al ver sus sayas frailunas, su tonsura y su humildísimo aspecto. Serafín lo engulló pacientemente, chupándose los chorretones de grasa de los dedos y aguardando a que el altavoz instara a los viajeros a subir al tren, cosa que ocurrió cuando éste finalizó sus cuarenta y cinco minutos de indescifrables maniobras, salpimentadas de mazazos, estampidos de hierros y crujidos de parachoques y enganches. Cuando el fraile subió al vagón y se acodó en la ventanilla, sufrió un agrio ataque aceitoso desde su estómago y un acceso agudo de sed. Un aguador pregonaba su mercancía blandiendo un rechoncho botijo en el andén. Al llamarlo Serafín, le tendió el botijo exigiendo a cambio una moneda de dos reales. Serafín bebió largamente a gargalé, manteniendo la cabeza y el botijo en el exterior de la sucia ventanilla. El tren arrancó bruscamente, Serafín trastabilló y el aguador gritó.

-¡No deje caer el botijo! ¡Póngamelo al alcance que yo lo cojo!

Pero el tren había arrancado con un brío inusual y, por más que corría el aguador, Serafín no podía tenderle el botijo lo suficientemente cerca como para que aquél pudiera agarrarlo. Al final, el pobre aguador galopaba frenéticamente alzando la mirada hacia la ventanilla de Serafín y no vio el poste señalizador que desviaría su tabique nasal para siempre.

 
De ésta manera, un tanto deshonrosa a ojos de los demás viajeros, incorporó Serafín el panzudo y voluminoso cachivache a su exiguo ajuar. Quizá pudiera devolverlo por giro postal, o tal vez le resultara útil. Por el momento, seguía teniendo sed.

 
Cayó la noche y pronto no supo si circulaba por el exterior o por el interior de la interminable serie de túneles. El cansancio le venció y comenzó a dar cabezadas llenas de voluptuosidad. Una mano golpeaba su hombro y abrió un ojo, mientras un acogedor sueño de apartados y oscuros cuartos de limpieza, con los deliciosos arrumacos de una ajamonada y cálida sirvienta, se disolvía retornando a las tinieblas. Cuando pudo enfocar la mirada, vio que seguía en un largo rosario de túneles y fogonazos de aurora, el sol se alzaba desperezándose sobre el mar, la mar que nunca había visto Serafín en toda su vida. Pero el éxtasis duró poco, un vigoroso revisor le seguía sacudiendo el hombro:

 - Hermano, ¿me enseña su billete, por favor?

 - ¿Eh? ¡Ah! ¿Falta mucho para Zaragoza?

 - Pero, por Dios, si va usted en dirección contraria, hermano, ¿dónde se ha subido usted? A ver el billete, ¡Pero si se ha pasado usted de largo! Hace casi un día entero que dejamos atrás Zaragoza…

 
 -¡Virgen Santísima! ¡Santo Cielo! Ya me parecía que el viaje duraba en exceso. Debí quedarme dormido… Y ahora, dígame, ¿qué puede hacer un pobre fraile mendicante como yo? Los hermanos de mi orden me esperaban en Zaragoza, dispuestos a llevarme a ver a la Santísima Virgen del Pilar, para que pudiera besar su Manto e implorar si a mi fe le era dada la curación de una incipiente lepra que, a no tardar se manifestará en llagas, abscesos, pupas y forúnculos como éste que le voy a enseñar y que me está martirizando en la axila…

El revisor dio un paso atrás, los demás viajeros ya se habían amontonado a una respetuosa distancia de Serafín. Parapetándose en una carpeta el revisor dijo:

 - No se preocupe, hermano, estamos llegando a Barcelona y, de allí podrá regresar a Zaragoza en un mercancías con vagones cargados de sal que saldrá a continuación en dirección contraria, yo mismo telefonearé a los Capuchinos de Zaragoza para que le aguarden en Delicias.

 
Y diciendo esto, salió al galope del vagón para no volver por allí en todo el resto del viaje, dejando a Serafín un poco mareado, con el acre regusto de las mentiras infectando todavía su boca.

 
Algo menos de dos horas y tres rosarios más tarde, perforando una luminosa, dorada y tibia mañana mediterránea, el tren hacía su llegada a Barcelona, los raíles rechinaban al frenar el largo convoy, mientras la locomotora lanzaba sus humeantes estertores y el vapor pedorreaba en sus válvulas. Serafín, medio deslumbrado por la magnificencia de la Estación del Norte, bajó al andén su modesto equipaje y su botijo, el humo y el asombro le hacían parpadear, la carbonilla le hizo comenzar un penoso lagrimeo, la multitud le zarandeaba a empujones y él giraba sobre sí mismo sin saber hacia dónde dirigir sus pasos. Nunca había estado en un edificio tan grande, tan magnífico, tan intimidatorio. Buscó la salida a trompicones. En el vestíbulo alguien había olvidado un periódico en un banco de madera. Lo cogió y le echó un vistazo: “La Vanguardia Española, 2 de Julio de 1965”, lo hojeó y supo al punto que no estaba equivocado. Debía trazar un plan y darse prisa, sus visiones no le habían confundido ni engañado. 

 

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