viernes, 16 de septiembre de 2016

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 59

36.    LA DISTANCIA Y EL OLVIDO
Aquella fresca y soleada mañana de noviembre había ido, como de costumbre, a Correos con el llavecín del apartado número 69, el del Banco Hispano Ansotano: una de mis obligaciones cotidianas consistía en recoger el correo y los periódicos; de este modo nos anticipábamos un par de horas al reparto ordinario que el cartero, Saturnino el cojo, solía llevar a cabo por la calle Mayor poco antes del mediodía, cuando muchos asuntos tenían que estar ya despachados. Normalmente me daba prisa para llevarle a don Gustavo un montón de correspondencia mercantil, que él arrumbaba abalanzándose sobre la “Nueva España”, el periódico provincial, cuya cinta rasgaba con dedos impacientes antes de extenderlo ante su ávida mirada.


 - Lo primero es lo primero. –Decía inexorable cada mañana, sumiéndose en los avatares políticos que le traían de cabeza desde que había decidido presentarse a las elecciones a Procurador en Cortes por el tercio familiar, “una bocanada de aire fresco y renovador que este Régimen enmohecido comienza a necesitar para no putrefactarse”, me dijo un día, “no se preocupe, don Gustavo, cuando cumpla veintiún años, por descontado que le voto, no faltaba más”, lo que llegado a oídos de Cosme el cajero fue suficiente motivo para otro mote: “Jaboncín”, aunque yo no le estaba dando jabón a don Gustavo; en realidad tenía muchas ganas de votar, porque eso significaría que ya era mayor de edad y entonces no se me escaparía la promoción a auxiliar que ya estaba preparando. Y siendo auxiliar, seguro que alguna chica volvía a mirarme: tenía que olvidar a Nines, quizá a los veintiún años estaría en mi mano comenzar a pensar en otra.


Lo normal era entretenerme poco en el recado habitual de la correspondencia: solía ir embalado y volvía ligero, debido a que Correos ocupaba una coqueta casita blanca enfrentada, en la otra orilla de la carretera, a la dilatada edificación del instituto, con la que compartía el estilo oficial, estucado blanco ribeteado de piedra en la fachada. Y me entretenía poco, porque ver el instituto todos los días me producía una irrefrenable punzada de nostalgia que me hacía sentir una mezcla de autocompasión, envidia y ojeriza que aquel otoño, lejos de atenuarse, iba en aumento de día en día. En éste del que hablo, me quedé sin embargo en Babia durante unos minutos, contemplando cómo una extensa bandada de estorninos danzaba frenética en el frío azul, como si, en conjunto, se tratara de una gigantesca sábana oscura ondulando al viento. Miles de aves graznaban y volaban vertiginosas y pensé que, si alguien les lanzara desde un avión una panocha de maíz, como se arroja un hueso a un perro, confluirían todas en el mismo punto, desintegrándose… Porque, ¿qué les hacía no chocar a menudo entre ellas y caer aturdidas en la carretera?



 - ¡Pinchaúvas, qué elegante vas!


A unos metros, vociferando tras las verjas bajas del patio del instituto, al otro lado de la carretera, Chus me apostrofaba con jovialidad. Como no le oía bien, crucé, se me cayeron dos o tres cartas y, al agacharme a recogerlas, casi me atropella el pestilente camión cisterna que iba en dirección a la gasolinera; traté de no aspirar el reguero de plomo del humo negruzco y me aproximé a mi amigo, a quien por cierto hacía más de mes y medio que no veía.


 - ¿No tendríais que estar en clase? – Pregunté a contrapicado, pues él estaba allí un poco elevado sobre el nivel de la carretera.


 - ¡Quiá! Nos tocaba mates con el OANI y, como se ha puesto enfermo, nos la picamos y nos hemos bajado a ramonear un rato al patio.


 - ¿El OANI? ¿Quién es ese?


 - Uno nuevo que ha venido a complicarnos la vida. Es un puto dolor de muelas, no se le entiende nada de lo que explica el tío: llena la pizarra de números, ecuaciones y gráficas, en cinco minutos, se vuelve y nos dice “¿estamos?” Entonces borra todo y la vuelve a llenar, así cada cinco minutos, “¿estamos?” El otro día le dice Josemari: “no, que nos hemos ido”. Y el OANI se quedó allí plantado durante el resto de la clase, mirándose la tiza como si acabara de descubrir su existencia. Se llama Gómez como tú, pero le llamamos el OANI, o sea, Objeto Andante No Identificado, menuda calamidad te has perdido, Pinchaúvas. En éstas, ayer, Prieto, el del Teniente Coronel, que ha repetido y va con nosotros, aunque es un pedazo de animal que no te puedes ni imaginar, se trajo la pistola de su padre y, sin decir nada, la sacó de su funda y la dejo ahí, sin más, sobre la mesa, en la primera fila. Por eso no ha venido hoy el OANI, el miedo lo debe de haber desmejorado mucho.


 - Hola Pinchaúvas – sonó una voz, a continuación de la cual se asomó Josemari. – Hostia, me había dicho éste que ibas disfrazado como el botones Sacarino y no es verdad. Menudo trajecito más fino que llevas para trabajar, cualquiera diría que, en vez del ordenanza, eres el presidente del consejo de administración. Oye, Chus: ya puedes vigilar a éste, que le va a quitar el puesto a tu padre.



 - Hace mucho tiempo que no os veo, ¿dónde os metéis?


Josemari contestó ¿con un levísimo tonillo de… displicencia, condescendencia o simple fastidio por no resultar un amigo tan estupendo como él creía?


 - Es que, como ya debes saber, con la reciente detención de Serafín y la desaparición de tu hermano, “El Arcángel” va a permanecer cerrado “sine die”. Ya no íbamos por ahí, porque se había puesto muy desagradable el ambiente. Nos hemos movido al “Biarritz” que, aunque es un poco más caro y selecto y no nos permiten todo lo que Serafín nos consentía, pues hay muchas chicas: nos hemos juntado con el grupo de los de Prieto, que no veas como ligan, Pinchaúvas, los tiempos de ver a las gachís de lejos en el Paseo ya son historia. Y para la cosa de los magreos comme il faut ¡van a abrir una discoteca!


 - ¿Con quién estáis hablando, pajarracos? – Tronó una voz antecediendo a un mostrenco patilludo de unos dos metros (cuadrados).


 - Este era amigo nuestro y se ha puesto a trabajar en el banco de mi padre –explicó Chus. ¿Era? Me pregunté con un desagradable aturdimiento.


 - ¡Pero si es un puto crío! Éste no ha hecho ni la primera comunión – sentenció el morlaco que, a todas luces, debía de ser el tal Prieto -, vamos chavales, hay que tener un poco de clase y no andar pegando la hebra con niños.


Josemari y Chus le precedieron perrunamente, en su retirada. Este último reunió fuerzas, se volvió y tuvo la decencia de gritarme:


 - Bueno, Pinchaúvas, nos vemos, déjate caer cualquier tarde por el Biarritz que, ahora que ganas dinero, nos podrás invitar a una cerveza.


 - ¿Cómo que a una cerveza? A un cubalibre -, exigió Prieto desde ya bastante lejos.


Y me fui. En el banco me cayó una bronca por tardar tanto y encima traer dos de las cartas manchadas de alquitrán.


Agradezco las 3 magníficas fotos a
jacaenlamemoria.blogspot.com

1 comentario:

  1. Hola, colega bloguero! Me has dado una gran alegría al hallar hoy nuevo episodio de "ciudad episcopal"... Me da que la historia se termina..., y eso me produce una incierta tristeza... Pero aguantaremos estoicamente, y compartiremos contigo el final...
    Saludos afectuosos de CocoMalo!!!

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