jueves, 20 de noviembre de 2014

España Invertebrada - José Ortega Y Gasset

Ignoro cuál es el tamaño y la presencia de los ensayistas e intelectuales españoles en el ámbito internacional, cuál es el peso de sus escritos en la cultura occidental contemporánea, pero sí se la respuesta en lo que se refiere a nuestro propio país: unos perfectos desconocidos.

Yo me crie antes del genocidio cultural que las recientes reformas educativas han decretado y tampoco podría tirar la primera piedra. Disfruté, las cosas como son, de una magnífica profesora de “Lengua Española y Literatura”, doña Ángela Abós, que tuvo la virtud de despertar en mí la curiosidad por los plumíferos. Y aunque el plumífero favorito de la susodicha era García Lorca, también nos nombraba con unción a Ortega y nos hablaba del pensamiento “orteguiano” y de las actitudes “orteguianas”… Que se me lleven los demonios si he sabido en toda mi vida qué rábanos era todo eso.


Así que, a estas alturas, me dije “de hoy no pasa” y me enfrasqué en la lectura de la “España Invertebrada”, un ensayo asaz breve que fue publicado por entregas en el diario “El Sol” allá por 1921, fecha ésta que tuve que mirar varias veces en el transcurso de la lectura, pues en ocasiones me parecía que estaba leyendo la radiografía de la España de ahora mismito: ¡Hace más de noventa años y ya habíamos ingresado en la zopenca putrefacción que nos aqueja!

El señor Ortega compara la nación española, entonces como hoy en perpetuo desguace, con los modos con que transitan por la historia otras naciones como Alemania, Francia o Inglaterra y, aunque, en aquella época en que escribe el ensayo, no están tampoco como para tirar cohetes, sí se nota un poco más disgregada a la patria de los celtíberos. Es inevitable que, don José, remontándose y remontándose en la historia llegue a la conclusión que ya nos podíamos imaginar: se trata de un defecto de nacimiento, siempre hemos estado en decadencia, quitando algún desperece puntual en los albores de nuestra constitución como nación, así que a joderse paisanos.

Pero dejando aparte el pesimismo y la envidia que podamos sentir por la autocomplacencia de los franceses por ejemplo, el autor, en un estilo muy llano, muy sencillo, que no parece propiamente de sesuda enjundia, pasa a detallarnos los focos de malignidad que han descompuesto nuestra problemática e “invertebrada” nación.


Uno, según Ortega, es el particularismo, no sólo el regional, aunque sea el más evidente, sino el de clases y grupos: los militares en sus cuartos de banderas, los eclesiásticos en sus beaterios, los industriales en su específica rapacidad, los aldeanos en sus pedregosos yermos y, si me apuran, los zapateros en sus zapaterías, todos ensimismados en lo suyo, sin ver más allá de su interés y preocupación inmediata, sin la menor visión de conjunto, sin la menor tendencia a la interacción, a la suma de energías y esfuerzos, sin la menor curiosidad por (o complicidad con) los afanes de los demás.

Otro de los lastres es la pésima articulación entre masas y minorías. No es que Ortega y Gasset sea partidario de un régimen aristocrático, bueno un poco sí que lo es, aunque no en el sentido convencional de entregar las riendas de la nación al Duque de Alba y a la Marquesa de Culorrugoso, que eso sería más rancio que las tías solteras de los visigodos, siendo nuestro hombre un diputado republicano que contribuyó a redactar la Constitución de 1931 (eso sí que es pedigrí democrático ¿no?) El “aristocratismo” de Ortega viene de la convicción de que las masas han de obedecer a una minoría de hombres selectos, hoy diríamos “más preparados” o “especialmente cualificados”. Y el quid está en la palabra “obedecer”, que no significa hacer la santa voluntad de aquellos que nos acosan con sus zurriagazos, sino seguir, de modo autónomo y espontáneo, algo que es tomado por la masa como modelo de excelencia, honestidad, gusto y elegancia, conocimiento y buen juicio, o sea, nada parecido a lo que teníamos entonces y aún menos a lo que pulula ahora. Ortega echa de menos, en este árido suelo, unas individualidades lo suficientemente selectas y relevantes y unas masas lo bastante dóciles, que en su taxonomía significa permeables a la ejemplaridad vital de esas minorías. Tales minorías, según él, eminentes y nutridas, las han dado a montón Francia (en humanidades) y Alemania (en ciencias), aquí solo hemos tenido a Ramón y Cajal, así que a chincharse.


Como yo no sé explicar muy bien el tema de la masa y la minoría directora, sin que parezca algo de un autoritarismo desfasado, o peor aún, sin que dé pie a sospechar de mí un elitismo (la masa siempre son los otros) del que me siento más alejado que de los capitanes de yate propietarios de caballos de carreras, recurriré a una larga cita donde luce la diáfana prosa del autor:

“Tal vez no haya cosa que califique más certeramente a un pueblo y a cada época de su historia como el estado de las relaciones entre la masa y la minoría directora. La acción pública -política, intelectual y educativa- es, según su nombre indica, de tal carácter que el individuo por sí solo, cualquiera que sea el grado de su genialidad, no puede ejercerla eficazmente. La influencia pública o, si se prefiere llamarla así, la influencia social, emana de energías muy diferentes de las que actúan en la influencia privada que cada persona puede ejercer sobre la vecina. Un hombre no es nunca eficaz por sus cualidades individuales, sino por la energía social que la masa ha depositado en él. Sus talentos personales fueron sólo el motivo, ocasión o pretexto para que se condensase en él ese dinamismo social.

Así, un político irradiará tanto de influjo público cuanto sea el entusiasmo y confianza que su partido haya concentrado en él. Un escritor logrará saturar la conciencia colectiva en la medida que el público sienta hacia él devoción. En cambio, sería falso decir que un individuo influye en la proporción de su talento o de su laboriosidad. La razón es clara: cuanto más hondo, sabio y agudo sea un escritor, mayor distancia habrá entre sus ideas y las del vulgo, y más difícil su asimilación por el público. Sólo cuando el lector vulgar tiene fe en el escritor y le reconoce una gran superioridad sobre sí mismo, pondrá el esfuerzo necesario para elevarse a su comprensión. En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles.”


Toma del frasco. Me ha molado tanto, que no puedo evitar rematarlo con un chascarrillo viejuno que ilustra acerca de los peligros de la asimilación por la masa de los modos de las minorías ilustradas:

Una sirvienta pretende romper con su novio del que está harta, pero no encuentra las palabras adecuadas para rechazarlo de manera terminante y digna. Decide emular a su señora que también ha liquidado una relación sentimental. La sirvienta estaba espiando a su ama y ésta decía muy majestuosa a un lechuguino: “¡Ingrato, más que ingrato! Que decías que me amabas y no me amas, ¡Te detesto!” Aleccionada por estas frases, va la criada y le suelta a su novio: “¡Gato, más que gato! Que decías que mamabas y no mamas, ¡Te desteto!”

Y es que a veces la docilidad de las masas puede jugar malas pasadas. En el libro hay un curioso y muy actual repertorio de apreciaciones políticas. Tal vez nos sorprenderá la estima en que tiene Ortega al trabajo dificilísimo del político y así habla de la corrupción con un insospechado enfoque. Insertaré otra larga cita para terminar. Leámosla, antes de embrutecernos un rato con la SER (que para todo hay tiempo y ocasión):

“… Esa miopía consiste en creer que los fenómenos sociales, históricos, son los fenómenos políticos, y que las enfermedades de un cuerpo nacional son enfermedades políticas. Ahora bien, lo político es ciertamente el escaparate, el dintorno o cutis de lo social. Por eso es lo que salta primero a la vista. Y hay, en efecto, enfermedades nacionales que son meramente perturbaciones políticas, erupciones o infecciones de la piel social. Pero esos morbos externos no son nunca graves. Cuando lo que está mal en un país es la política, puede decirse que nada está muy mal. Ligero y transitorio el malestar, es seguro que el cuerpo social se regulará a sí mismo un día u otro.

En España, por desgracia, la situación es inversa. El daño no está tanto en la política como en la sociedad misma, en el corazón y en la cabeza de casi todos los españoles.


¿Y en qué consiste esta enfermedad? Se oye hablar a menudo de la «inmoralidad pública», y se entiende por ella la falta de justicia en los tribunales, la simonía en los empleos, el latrocinio en los negocios que dependen del Poder público. Prensa y Parlamento dirigen la atención de los ciudadanos hacia esos delitos como a la causa de nuestra progresiva descomposición. Yo no dudo que padezcamos una abundante dosis de «inmoralidad pública»; pero, al mismo tiempo, creo que un pueblo sin otra enfermedad más honda que esa podría pervivir y aun engrosar. Nadie que haya deslizado la vista por la historia universal puede desconocer esto: si se quiere un ejemplo escandaloso y nada remoto, ahí está la historia de los Estados Unidos durante los últimos cincuenta años. A lo largo de ellos ha corrido por la vida norteamericana un Mississipí de «inmoralidad pública». Sin embargo, la nación ha crecido gigantescamente, y las estrellas de la Unión son hoy una de las mayores constelaciones del firmamento internacional. Podrá irritar nuestra conciencia ética el hecho escandaloso de que esas formas de «inmoralidad» no aniquilen a un pueblo, antes bien, coincidan con su encumbramiento; pero mientras nos irritamos, la realidad sigue produciéndose según ella es y no según nosotros pensamos que debía ser.

La enfermedad española es, por malaventura, más grave que la susodicha «inmoralidad pública». Peor que tener una enfermedad es ser una enfermedad. Que una sociedad sea inmoral, tenga o contenga inmoralidad, es grave; pero que una sociedad no sea una sociedad, es mucho más grave. Pues bien: este es nuestro caso. La sociedad española se está disociando desde hace largo tiempo porque tiene infeccionada la raíz misma de la actividad socializadora…”

Gracias, maestro, por su avilantez. Ah, y nadie dijo que se tratara de un libro optimista.

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