lunes, 17 de octubre de 2016

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 61

Satué estaba mucho más “salido” que Rivero. Y las relaciones de pago eran su tema único. Tardé varias semanas en desentrañar de su madeja de fanfarronadas, de su telaraña de alusiones brutales, de su laberinto de insinuaciones soeces, de su batiburrillo de chistes sobre las mil y una variantes de la cópula, que… en realidad jamás había ido a la coyunda real con una prostituta de carne y hueso. Era una especie de plan ubicuo, de meta perenne. Era una pesadez.

 - Mira Jaboncín - me decía, pues había oído de labios de Cosme el nuevo alias y lo había adoptado – la cosa es bien sencilla: el sábado por la tarde cogemos el tren a Zaragoza y, al llegar, nos vamos a una pensión que conozco en la plaza del Mercado, de cuando estuve preparando las pruebas para entrar en la Caja, que a ti te cogieron por enchufe, pero a todos no nos lo ponen igual de fácil. La pensión es bastante limpia y te dan de cenar un caldo de categoría, tiene hasta tocino hervido, no te digo más. Al día siguiente, sin madrugar, agarramos un taxi y le decimos, como dos señores: “al Madrazo”, ya verás con qué cara de envidia nos mira el taxista. Prepara cuatrocientas pelas y la cama, que te suelen cobrar unas cien más, guau, lo vamos a pasar de vicio. Yo tengo bastante dinerete ahorrado y pienso repetir dos o tres veces, hasta la hora del tren de vuelta.



Este plan, con infinitas levísimas variaciones, presidió todas nuestras charlas hasta el mes de abril del año siguiente. El calorcillo primaveral y la tabarra acumulada en innumerables tardes de aburrimiento, con un Satué que me había hecho hasta planos de la zona del puterío zaragozano de “El Madrazo” en albaranes, servilletas de papel y márgenes de periódicos, me movieron a dar el visto bueno a su plan, tan descabellado como anodino, plan que nos llevó un malhadado fin de semana a Zaragoza, en busca de la pérdida de nuestra virginidad.


Elegida en el bar la depositaria de nuestro destino, subimos los dos con la misma, por deseo expreso de Satué. “Ya, ¿y quién va primero?” observé creyendo poner el dedo en la llaga de su intención.


 - Tú - me respondió Satué – así me la vas calentando.


Me pareció un tanto rara su inaudita deferencia y nos encaminamos a las habitaciones, habíamos optado por una morena vertiginosa de formas redondeadas, muy ceñidas por un suéter negro y una falda corta color gris perla: nos dijo que se llamaba Carmen y yo le informé, con absoluta sinceridad, de que veníamos de Jaca, donde jamás nos habíamos podido acercar a una mujer tan hermosa como ella. A Satué se le había comido la lengua el gato.



Cuando subimos, una dueña malcarada me espetó:


 - Tú no tienes dieciocho años.


Acostumbrado a la lenidad de los porteros del cine de mi pueblo, le dije muy gallardo:


 - No señora, diecinueve recién cumplidos.


 - A ver, el carné de identidad.


El carnet por supuesto me hubiera desmentido, así que le dije que no lo llevaba y no, no podía ir a casa a buscarlo, porque era de fuera.


 - Eso encima, viajar sin carné, pero ¿tú donde te crees que vives, en Jólibud? – Y dirigiéndose a nuestra acompañante, añadió – No. Carmencita, lo siento, no lo puedo dejar pasar, que está la cosa muy jodida y, por menos de nada, nos cae un cierre definitivo. Entra con el otro, así las dos salvamos parte del negocio.


Satué había extendido, delante de sus propias facciones repentinamente inexpresivas y descoloridas, su cartera pringosa abierta, mostrando el documento que le daba acceso al paraíso para mí prohibido. Noté que le temblaban un poco las manos. La vieja extrajo el carnet y lo miró por encima, por debajo y al trasluz, devolviéndoselo con un gruñido.


Yo estaba tan avergonzado que, tras verlos entrar, eché a andar de puntillas pasillo arriba y pasillo abajo, para esperar a mi afortunado compañero de la manera más próxima a la invisibilidad que estuviera en mi mano. La dueña, sosteniendo una pila de toallas, envarada en una silla al final del corredor, no me quitaba ojo de encima, aunque tampoco me dijo que brincara de allí.



No tuve que esperar ni diez minutos. Una airada Carmen que, a duras penas podía contener su desagrado y su cólera, impulsaba con mohínos empellones fuera de la habitación a un abatido Satué.


 - Menudo día llevo hoy – decía la hermosa fulana, un tanto sofocada, completando los reajustes de su incitante vestimenta y dirigiéndose a la vieja de las toallas –, y es que quien con niños se acuesta, meado se levanta, Sole, éste tampoco ha sido capaz de hacer nada más que frotarse y refrotarse en mi entrepierna, sin despabilar el pajarito. Con días así, una acaba pensando que no vale para nada…


 - ¡Pero si te he pagado igual! – Berreaba Satué a punto de estallar en lágrimas.


Y nos fuimos con viento fresco. Lo único bueno que tuvo el episodio es que Satué cerró el pico durante tres o cuatro días. Después, para universal desgracia, volvió a ser el de siempre:


 - Mira ésa qué jamones tiene, ¿no te gustaría tumbarte boca arriba en su compresa, mirando al gatito?


 - No. Lo que me gustaría es que te ascendieran a auxiliar y te trasladaran a Huesca.


 - Anda, qué gracioso, a mí también. Eso me convertiría en un buen partido y mojaría el churro a todas horas, menudas frescas son las de la capital.


Estaba atrapado. Atrapado con aquel mostrenco, pensé. Y como si fuera a morirme, toda mi vida desfiló brevemente ante mis ojos: don Gregorio, los estudios, las ilusiones que me había hecho, los amigos, Nines, el tedioso trabajo…


Teo Gómez, "Carmen airada". Lápiz

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