viernes, 21 de agosto de 2015

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 41

26. UN VIAJE DE IDA Y VUELTA Y UNA NOTICIA FUNESTA

El 18 de abril, jueves, si no me falla la memoria, el invierno había regresado por sorpresa a Jaca. Ver los árboles, cuando ya había pasado la Semana Santa, con las ramas tan cubiertas de escarcha, que recordaban las lámparas de cristal de roca del comedor de casa de Josemari, era poco corriente, incluso en aquellos años de épicas heladas, de granizadas monstruosas, de colosales chubascos y de vientos desalmados.

Así pues, los árboles no sabían dónde meterse durante la gélida madrugada en la que transitábamos, como sombras soñolientas, camino de nuestra aventura iniciática por el soleado sur de España. Enfrente de Correos se hallaba aparcada una polvorienta tartana que ya debió haber llevado de excursión, por los alrededores de Tetuán, a los cadetes de la promoción del Generalísimo Franco. En un morro prominente, petardeaba un motor trasplantado sin duda desde un tractor fósil.
 
Nuestro autobús
 
Habíamos quedado en las cuatro esquinas para ir juntos y, de este modo, juntos coger sitio lo más atrás posible. Mis amigos se partieron de risa al ver la espartana bolsa de deporte que constituía todo mi equipaje:

 - Hostia, Pinchaúvas, como hayas metido ahí dos calzoncillos, van a presión. Cuidado al abrir la bolsa, no te salte la goma al ojo y te deje tuerto. Aunque eso enmendaría tu atractivo. – Comenzó Josemari.

 - Joder Pinchito, ¿esa bolsa es tuya o es el bolso de la Mejillones, que te lo ha prestado? Como se haya olvidado de sacar el pintalabios, no has podido meter ahí tú ni un par de calcetines.

Como de costumbre, un coro de risotadas acogió esta ocurrencia de Rivero. Bien es verdad que aquellas antiguas bolsas de deportes cilíndricas eran un tanto pequeñas, pero la alternativa que me había dado mi madre para llevar un par de mudas y un recambio de ropa de calle, era un pañuelo paquetero. Como se ve, en mi casa éramos de poco viajar: ni que decir tiene que un pañuelo paquetero, que a la señá Anacleta le parecía tan práctico, me hubiera condenado no ya  al ridículo, sino al ostracismo durante todo el viaje de estudios. Aunque todo hubiera ido mejor si mi madre no hubiera introducido en la bolsa, en el último momento, un bocadillo de sardinas de lata.

 - ¡Toma, pacalmuerces! –Me espetó dándome un distraído beso de despedida. Aún marchó ella, un poco antes que yo, por la calle Bellido, hacia el palacio del obispo. Así que, al verla alejarse, dejé el bocadillo en la mesilla de mi hermano, aunque no tan rápido que no hubiera destilado ya un par de lamparones en mi camisa de repuesto, la única que tenía. Así, salí bastante mohíno, razón por la que mandé a Rivero a tomar por culo.

Mi equipaje
 
- ¡Chico, chico, no te cabrees tanto! Es que no me había dado cuenta de que eso que llevas ahí es el monedero y detrás vendrá el mayordomo con dos enormes maletas de piel de lombriz.

Ya está: estaba disparado y, cuando Rivero estaba disparado, lo mejor era no hacer caso y no abrir la boca. Cosa que hice hasta que llegamos al autobús.

 - Id poniendo los equipajes en el compartimento – ordenó innecesariamente don Marcelino que, en su calidad de Jefe de Estudios, había creído oportuno venir a supervisar nuestra partida y a desgranar el último misterio del rosario de sus ridículas admoniciones. Por fortuna, no nos iba a acompañar semejante figurón, aunque los profesores acompañantes no nos hacían presagiar nada bueno.

Uno era Pichot, el de dibujo, un tipo enteco y moreno como un gitano, áspero de trato, de rostro adusto y con bastantes malas pulgas que, encima, me tenía ojeriza desde que, queriéndome hacer el simpático, le conté que a su coche, un Seat 850 coupé, al que él, después de aparcarlo en el patio del instituto, le sacaba brillo con el faldón de la americana, a su amado coche, digo, le llamaban “el condón” y, sin esperar a que me preguntara por qué, le expliqué que el nombre se debía a que dentro siempre iba un pijo. No sólo no le pareció nada gracioso, sino que me puso una falta de orden y se dedicó a hacerme la vida imposible en clase y a comentar en público, con ocurrentes y crueles sarcasmos, los notorios fallos de mis láminas. Menos mal que en sexto ya no había dibujo y lo habíamos perdido de vista, excepto Mateo, que le iba detrás y le hacía la pelota del modo más obsequioso y miserable y casi había conseguido convertirse en su escupidera. El otro acompañante, era una profesora de mediana edad, la Borau, ante quien instintivamente nos cuadrábamos cuando íbamos a dirigirle la palabra, no diré más de ella, sino que hacía llorar a las niñas y niños de primero y segundo, con un simple mohín de disgusto o un chasquido de lengua. Vamos, que en los próximos diez días íbamos a ser apacentados por dos de los más tiesos y rigurosos pastores de la institución académica, lo cual mitigaba nuestras posibilidades de armar follón, borrachear, aporrear puertas y ventanas, colarnos en las habitaciones de las chicas para montar un sarao, o hacer el gamberro y boicotear las interminables visitas a museos, exposiciones, conventos, castillos, iglesias, alcázares y hasta una sinagoga, que constituían el poco alentador programa de aburrimiento garantizado, de tedio cultural, de empacho historicoartístico.

El coche de Pichot
 
No esperaron ni a que nos subiéramos al autobús, cuyas puertas de acceso estaban cerradas. Únicamente dos portezuelas que cubrían el morro donde roznaba el achacoso motor, se hallaban alzadas y el conductor hurgaba en el interior, sudoroso pese a la helada que estaba cayendo. Al ver las dos incongruentes portezuelas de hojalata, desplegadas como alas de una polilla oxidada y alzadas, dijo Rivero, “chavales, preparados para despegar, vamos a viajar en avión” y la Borau lo fulminó con una mirada tal que le cerró la boca y no se atrevió a volver a abrirla hasta Zaragoza.

 - Chavales, - retomó el término la Borau, que hablaba tan bajito que nos hacía estirar el cuello hacia delante como si fuéramos unos polluelos tiritones, - vamos a subir a este magnífico autobús, contratado para llevarnos a la otra punta de España, en perfecto orden. Y en perfecto orden nos sentaremos, los chicos delante y las chicas, que son más de fiar, detrás. Todos pondremos de nuestra parte para que estos diez días de convivencia no se vean empañados por ningún incidente: y por lo que a mí concierne, diré que el primer majadero que ensucie la inmaculada reputación de nuestra ciudad y de nuestro instituto, con alguna simpleza imperdonable, dará con sus huesos en el tren, que lo traerá, en el acto, de regreso a Jaca. Quiero que esto quede bien claro. Que no se suba nadie al autobús, sin decir “sí señorita Borau, lo hemos comprendido”. Y no estaría de más que saludarais a Casimiro, nuestro paciente conductor, que ahora dará bolsas a los que se marean.

Casimiro terminó de hurgar las tripas de aquel diplodocus con ruedas, bajó las portezuelas del motor, quitándoles una vara de hierro que las sujetaba en alto y, tras limpiarse las negruzcas manos en un trapo negruzco, nos franqueó las puertas del vehículo, al que subimos de dos en dos en perfecto orden. Para mi consternación me tocó en la primera fila, junto a Mateo, que estaba muy excitado ante las perspectivas de contemplación artística que nos abría el periplo. Comenzó a disertar sobre la Alhambra de Granada, pero apenas le escuché pues, aún no habíamos llegado a Bailo y ya estaba yo vomitando, en una bolsa de plástico, mi inexistente desayuno.

Veinticuatro horas y tres paradas más tarde, paradas propiciadas por las cabezadas que se veía obligado a despuntar Casimiro cuando su fatiga amenazaba con precipitar el autobús por un barranco, llegamos a las afueras de Granada, donde detuvo la tartana en un incierto hostal. Hacía escasos instantes que se me había pasado el mareo pero, cuando eché pie a tierra, el suelo supuestamente firme se siguió moviendo, durante el día entero, como si continuáramos en marcha.

Calle de Jaca, una notable acuarela de Mateo

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