lunes, 26 de octubre de 2015

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 44

Abrí un ojo, me dolía la cabeza como si tres o cuatro apisonadoras bailaran claqué sobre mi coronilla. Tenía todo el cuerpo revuelto, me parecía que mis órganos internos habían sido barajados y vueltos a colocar, según habían ido saliendo, al tuntún en cavidades distintas de las que les correspondían, traté de reprimir unas bascas pastosas y mi condición empeoró, si tal cosa era posible, al ver a Pichot hablando muy ceñudo con dos agentes uniformados de gris que llevaban una cinta roja alrededor de una gorra de plato un poco ridícula.

Uno de ellos estaba diciendo:

 - Sí, una tal Vilma Karenova, una delincuente de poca monta y carterista, que se pasea en una motoreta por el centro ahora que vienen tantos turistas, para desvalijar a los más incautos. La andábamos siguiendo para controlar sus movimientos, es lo que hacemos al final del servicio: vigilarla para que no se desmadre, pero sin vernos obligados a detenerla, porque goza de la protección del excelentísimo ministro de Gobernación, don Camilo Alonso Vega. Verá usted, se trata de una antigua saltadora del equipo olímpico de Rusia, que se escapó del comunismo en las olimpiadas del 64 en el mismísimo Tokio, en Tokio capital, de donde consiguió huir, con un marinero español del que se había enamorao, en un barco mercante con bandera griega, una película de la hostia. El caso es que vino a parar aquí desde la base de Rota, para tramitar los papeles del asilo político y eso, pero el expediente se ha enredado en mil diligencias y ahora la cosa está en el limbo; aunque la súbdita rusa ha abjurado del comunismo y es la protegida no sólo del excelentísimo señor ministro, sino también del reverendísimo señor arzobispo de Sevilla, que intercedió para que los americanos no la usaran como espía y la obligaran a volver a aquel avispero. Se la domicilió en un convento de carmelitas descalzas, pero vive prácticamente en la calle y es un caso perdido: esta mañana muy temprano, abandonó al muchacho este en el Parque de María Luisa y es muy raro, porque al chaval no le han quitao nada: lleva seiscientas pesetas en billetes de cien, el reloj de la comunión y un sello de oro bajo, con sus iniciales, en el dedo anular de la mano izquierda, o sea que no ha sido víctima de un robo. Lo hemos recogido de su charco de vómitos y, malamente, hemos podido sacarle la información que nos ha traído hasta aquí. Cuando se ponga bien, díganle que vaya con cuidado, que no se separe de su grupo, que hay mucha gente mala en Sevilla.

 - Bueno,- dijo el otro agente – pues si ustedes se hacen cargo del chaval, por mor de la tutoría legal que les compete al ser sus profesores, nosotros hemos de seguir con nuestro servicio. A sus órdenes y vigílenlo mejor, que menudo pájaro parece: vamos a hacer como si nada, pero les ha podido meter a ustedes en un buen fregado.

 
Cuando se fueron los dos policías, tocándose con displicencia la visera de sus gorras, pude mover la cabeza medio centímetro y, aunque las punzadas de dolor me acribillaban, no fueron nada en comparación con el calambre helado en la espina dorsal, que me proporcionó ver las expresiones de Pichot y la Borau.

 - Ahora mismo te acompaño a la estación de Plaza de Armas, grandísimo desgraciado, bribón, desustanciado – me espetó Pichot sin más preámbulos – y te monto en el primer tren que salga para Madrid, encomendando al revisor y a la pareja de la policía que no te quiten ojo de encima hasta que, con los transbordos que hagan falta, llegues a Jaca lo más pronto que sea humanamente posible. Pondremos una conferencia a tus padres para que estén sobre aviso. Te has ganado la expulsión a pulso. No vas a permanecer con tus compañeros del viaje de estudios ni un segundo más. Ni para des… despedirte siquiera. Cuando lleguemos a Jaca nosotros, estudiaremos el expediente disciplinario que se te puede abrir por esta inca… incali…. incalificable falta. ¿Tú sabes qué noche de angus… angustia nos has hecho pasar? ¡Y abróchate la bragueta, memo indecente!

 
Como se ve, estaba tan alterado que la cólera le hacía tartamudear, como una vez que me pilló en clase lanzando arroz con el canuto de un bolígrafo Bic.

Me acompañó a la estación con un taxi que me hizo pagar de mi bolsillo, como de mi bolsillo salió el precio del billete que saqué mientras él evacuaba los trámites legales para que un menor viajara sólo. Pensé en escabullirme y tratar de volver con Macarena, lanzándome junto a ella a una vida de bohemia y ratería, pero no me acompañaban las fuerzas y no quería complicar aún más un asunto que sí, se me había ido de las manos. A esto, volvió Pichot y me dijo que se había encargado de que, de mano en mano, pasara sin pérdida posible el tránsito en ferrocarril, hasta llegar a la muy heroica y distinguida ciudad de Jaca, donde, según esperaba, mis padres estarían aguardándome para dispensarme una zurra de campeonato. Sin contar que, cuando regresara él, apenas unos días después de mi propia e infamante llegada, haría todo lo posible para que me expulsaran del instituto y me mandaran a seguir estudiando al reformatorio donde estaba ya Zaborras, según creo, en Sigüenza.

 
Apenas me acomodé en el tren, caí dormido y no desperté hasta que una mano me sacudió el hombro con un vigor que parecía haber tomado prestado del mismísimo Supermán. Dos gachós malcarados estaban frente a mí y uno de ellos me enseñaba una insignia que, al principio creí reconocer como la del Real Madrid, hasta que caí en la cuenta de que era la de la policía.

 - Aquí tienes que cambiar de estación y de tren, chaval.

Bostecé, con lo que se produjo el regreso de las bascas pastosas, y pregunté con voz pegajosa.

 - ¿Dónde estamos?

 - En Madrid Atocha. Vamos que te indicaremos cómo continuar. Y abróchate la bragueta, golfo, que se te va a salir el pajarito.

 
Diecinueve horas más tarde, el viacrucis parecía dar a su fin: el tren abandonó Navasa, “la estación del candil”, y empezó a silbar de modo alegre y estruendoso, como si la línea de los Capitiellos que le conducía a las afueras de Jaca, le pusiera de especial buen humor; un gracioso respingo de la locomotora llenó de carbonilla todo el vagón de tercera y los pasajeros, blasfemando con jovialidad, cerraron algunas ventanillas.

Había estado pensando qué género de excusa iba a blandir para explicar un regreso tan extemporáneo a los de casa: una gastroenteritis o una alergia me irían bien al principio, pero cuando se descubriera el pastel, sería peor el remedio que la enfermedad. Había sido inculpado injustamente, ¡eso! Me habían confundido con otro al que yo, con mi habitual generosidad, no había querido delatar… Esta milonga se sostendría un poco mejor, aunque ¿estarían esperándome en la estación mi padre o, más probablemente, mi madre? ¿Y qué les habría dicho Pichot? Hasta no saberlo, no podría intentar arreglar las cosas, así que de momento pondría cara de póquer. Ensayé ante el cristal de la ventanilla y me asusté, vi la cara de un cadáver.

 
El convoy iba aminorando la marcha con su acostumbrada y desagradable secuencia de chirridos. Miré al andén que, de forma gradual, hacía acto de presencia y no vi ni a mi madre, ni a mi padre, ni siquiera a mi hermano. Plantada sola bajo el reloj de la estación avisté a Nines, completamente vestida de negro, lo que me pareció muy extraño y algo fastidioso o, más bien, perturbador.

 - Lo siento mucho, Teo – gorjeó afligida cuando salté al andén – esta noche pasada, tu padre ha fallecido de forma repentina. Lo han encontrado en la calle Gil Berges, desplomado en la acera.

Y se echó a llorar.
 

1 comentario:

  1. Ostras! Increíble trama! Me descubro, aunque se me vea la calva!
    Me ha gustado una pasada este capítulo!
    Gracias!
    Coco Malo.

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