domingo, 2 de diciembre de 2012

El Cambio Que Cambió Poca Cosa (A Felipe González)


 Hoy hace 30 años daba comienzo el cambio que cambió nuestras vidas. Me he despertado con la noticia: nadie se ha ahorrado el reseñarlo en prensa, radio y televisión. Y es que, tal día como hoy, el reputado diseñador de joyas, el excelente cuidador de bonsáis, el orgulloso propietario de un palacete en el Magreb, don Felipe González Márquez, asumió la presidencia de este maltratado país, con la promesa de un cambio en sus estructuras económicas, políticas y sociales.
 Prometió crear 800.000 puestos de trabajo y, a tal efecto, emprendió una reconversión industrial que sustituyó millares de fábricas y explotaciones ineficientes y obsoletas, por nada en absoluto, siendo el primer dirigente que conseguía cifrar el desempleo en tres millones de beneficiarios. Al poco de comenzar su mandato, vimos como las cifras globales de las rentas del capital, superaban, por primera vez desde que se tenían cifras macroeconómicas, a las de las rentas del trabajo, logro felicísimo para el líder de un partido obrero.
 
 No negaré que, en su dilatado periplo como líder supremo de los españoles, hubo reseñables aciertos, la OTAN y la CEE lo avalan, y el diario El País de hoy trae una extensa hagiografía para el que guste de tales manjares. También la SER hacía un sustancioso panegírico, con arrobada exégesis de sus andanzas políticas, todo rematado con la nada sospechosa encuesta entre los internautas, titulada “¿Quién ha sido el mejor presidente del gobierno español durante la democracia?” Que, por supuesto, arrojaba al señor González al envidiable primer puesto, siendo José Luis Rodríguez Zapatero medalla de plata y Mariano Rajoy, el farolillo rojo. Y se quedaban tan anchos. Si algún malpensado cree que tal encuesta puede haber sido parcial en su planteamiento, en la selección de la muestra o en la presentación de los resultados, puede pedir la ficha técnica a la cadena de radio del grupo PRISA, cuya imparcialidad está por encima de cualquier sospecha.

 Es difícil para una persona menor de cincuenta años (la flor de la edad, según Vargas Llosa), hacerse siquiera una idea del caudal de ilusión que cayó sobre este político. Felipe González iba a ser el artífice de la modernización de este país, iba a conseguir que esta vieja nación se pusiera a funcionar. No es que los que le votamos en aquel momento fuéramos tan ignorantes que creyéramos que se iban a atar los perros con longanizas, pero, demonios, es tan grande la superioridad ética con la que se autoadorna comúnmente la izquierda, que todos estábamos expectantes por ver si esto tenía alguna traducción en la vida práctica.

 Pues bueno, el poder cambió de manos y nada de esto ocurrió. Por eso es también difícil hacerse una idea equilibrada del subsiguiente desencanto: los caciques de toda la vida vieron llegar a unos competidores aún más voraces y con menos escrúpulos, la corrupción y el pelotazo dieron paso al pelotazo y a la corrupción. Es como si los poderosos, los que mandan realmente tras la pantomima política, se hubiesen dicho, como Tancredi en “El Gatopardo”: "Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie". Y así fue. Aunque tampoco hay que exagerar, el desarrollo tecnológico sí ha dado un importantísimo cambio a las condiciones de vida en este país y la herencia del gobierno del cambio (y luego vino el cambio del cambio, no lo olvidemos), aún está por determinar.
 Cuentan que en 1972, el dirigente comunista chino Chu En Lai, se vio enfrentado a una pregunta capciosa que le hizo la delegación diplomática norteamericana: “¿Cuál es su opinión sobre la influencia de la Revolución Francesa?” Tras meditar un rato, el dirigente chino contestó “Es demasiado pronto para valorarla”. Doscientos años y era demasiado pronto, así que treinta no es nada para saber si el susodicho González fue para España más o menos que Godoy o el Conde-duque de Olivares, ¿no?

 A mí, en lo puramente sentimental, el político González no me resulta de una simpatía atroz, porque en él personalizo una parte importante de mi propio desencanto y de mi incapacidad para la participación democrática, mas allá de ir cada cuatro años a seleccionar las caras que saldrán con más frecuencia en los Telediarios. A él y a otros como él, que me han convertido en un escéptico, deseo dedicarles como despedida un poema de uno de mis ídolos (que nunca serán los políticos), en este caso, Jaime Gil de Biedma:
DE VITA BEATA
En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.

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