Hoy hace 30 años daba comienzo el cambio que
cambió nuestras vidas. Me he despertado con la noticia: nadie se ha ahorrado el
reseñarlo en prensa, radio y televisión. Y es que, tal día como hoy, el
reputado diseñador de joyas, el excelente cuidador de bonsáis, el orgulloso
propietario de un palacete en el Magreb, don Felipe González Márquez, asumió la
presidencia de este maltratado país, con la promesa de un cambio en sus
estructuras económicas, políticas y sociales.
Prometió crear 800.000 puestos de
trabajo y, a tal efecto, emprendió una reconversión industrial que sustituyó
millares de fábricas y explotaciones ineficientes y obsoletas, por nada en
absoluto, siendo el primer dirigente que conseguía cifrar el desempleo en tres
millones de beneficiarios. Al poco de comenzar su mandato, vimos como las
cifras globales de las rentas del capital, superaban, por primera vez desde que
se tenían cifras macroeconómicas, a las de las rentas del trabajo, logro
felicísimo para el líder de un partido obrero.
No negaré que, en su dilatado periplo como
líder supremo de los españoles, hubo reseñables aciertos, la OTAN y la CEE lo
avalan, y el diario El País de hoy trae una extensa hagiografía para el que
guste de tales manjares. También la SER hacía un sustancioso panegírico, con
arrobada exégesis de sus andanzas políticas, todo rematado con la nada
sospechosa encuesta entre los internautas, titulada “¿Quién ha sido el mejor
presidente del gobierno español durante la democracia?” Que, por supuesto,
arrojaba al señor González al envidiable primer puesto, siendo José Luis
Rodríguez Zapatero medalla de plata y Mariano Rajoy, el farolillo rojo. Y se
quedaban tan anchos. Si algún malpensado cree que tal encuesta puede haber sido
parcial en su planteamiento, en la selección de la muestra o en la presentación
de los resultados, puede pedir la ficha técnica a la cadena de radio del grupo
PRISA, cuya imparcialidad está por encima de cualquier sospecha.
Es difícil para una persona menor de cincuenta
años (la flor de la edad, según Vargas Llosa), hacerse siquiera una idea del
caudal de ilusión que cayó sobre este político. Felipe González iba a ser el
artífice de la modernización de este país, iba a conseguir que esta vieja
nación se pusiera a funcionar. No es que los que le votamos en aquel momento fuéramos
tan ignorantes que creyéramos que se iban a atar los perros con longanizas,
pero, demonios, es tan grande la superioridad ética con la que se autoadorna
comúnmente la izquierda, que todos estábamos expectantes por ver si esto tenía
alguna traducción en la vida práctica.
Pues bueno, el poder cambió de manos y nada de
esto ocurrió. Por eso es también difícil hacerse una idea equilibrada del
subsiguiente desencanto: los
caciques de toda la vida vieron llegar a unos competidores aún más voraces y
con menos escrúpulos, la corrupción y el pelotazo dieron paso al pelotazo y a la
corrupción. Es como si los poderosos, los que mandan realmente tras la
pantomima política, se hubiesen dicho, como Tancredi en “El Gatopardo”: "Si
queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie". Y así fue.
Aunque tampoco hay que exagerar, el desarrollo tecnológico sí ha dado un
importantísimo cambio a las condiciones de vida en este país y la herencia del
gobierno del cambio (y luego vino el cambio del cambio, no lo olvidemos), aún
está por determinar.
Cuentan que en 1972, el dirigente comunista chino Chu En
Lai, se vio enfrentado a una pregunta capciosa que le hizo la delegación
diplomática norteamericana: “¿Cuál es su opinión sobre la influencia de la Revolución
Francesa?” Tras meditar un rato, el dirigente chino contestó “Es demasiado
pronto para valorarla”. Doscientos años y era demasiado pronto, así que treinta
no es nada para saber si el susodicho González fue para España más o menos que
Godoy o el Conde-duque de Olivares, ¿no?
A mí, en lo puramente sentimental, el político
González no me resulta de una simpatía atroz, porque en él personalizo una
parte importante de mi propio desencanto y de mi incapacidad para la
participación democrática, mas allá de ir cada cuatro años a seleccionar las
caras que saldrán con más frecuencia en los Telediarios. A él y a otros como él,
que me han convertido en un escéptico, deseo dedicarles como despedida un poema
de uno de mis ídolos (que nunca serán los políticos), en este caso, Jaime Gil de
Biedma:
DE VITA BEATA
En un viejo país
ineficiente,
algo así como España
entre dos guerras
civiles, en un pueblo
junto al mar,
poseer una casa y
poca hacienda
y memoria ninguna. No
leer,
no sufrir, no
escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble
arruinado
entre las ruinas de
mi inteligencia.
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